Una epopeya posible
El doctor Urbino decía: “el problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno”. Peor aún el de ellos, decía, surgido de dos clases antagónicas, y en una ciudad que todavía seguía soñando con el regreso de los virreyes. La única argamasa posible era algo tan improbable y voluble como el amor, si lo había, y en el caso de ellos no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho nada más que enfrentarlos a la realidad cuando estaban a punto de inventarlo.
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
La adaptación de Cien años de soledad, obra cumbre del realismo mágico y emblema del boom latinoamericano, ha irrumpido con fuerza entre las audiencias, desatando una ola de controversia y expectación. Con un despliegue titánico, Netflix ha inyectado 50 millones de dólares en la economía colombiana, levantando un set de 540.000 metros cuadrados para dar vida a Macondo, movilizando a más de 900 personas—en su mayoría colombianas—incluyendo 150 artesanos, 850 proveedores locales y un equipo técnico y artístico que une a Colombia, México y Argentina en el corazón de la serie. Sin embargo, detrás de esta monumental hazaña de producción, se oculta una fragilidad ineludible: la opulencia visual sirve como telón de fondo para ocultar —en gran medida— grietas artísticas, conceptuales, políticas y narrativas.
Antes de caer en una condena apresurada, es crucial recordar que Cien años de soledad no ocupa su lugar en la literatura universal por ser una crónica de las dichas y desgracias de la familia Buendía, ni por su imaginativa descripción de los elementos de la cultura caribe colombiana. Mucho menos puede reducirse —como se pretende— a una obra costumbrista o romántica-erótica anclada a un tiempo y espacio específicos, mutilando su fuerza épica y fracturando su doble estructura: histórica y narrativa. Su verdadera maestría radica en que Macondo y cada uno de sus habitantes encarnan una alegoría de la trágica y absurda realidad colombiana, narrada como una suerte de ucronía surrealista. Siendo en sí un relato que abarca “cien años” en el que la historia de Colombia se pliega sobre sí misma en un ciclo interminable de fatalismo, mágico-realismo y, si se quiere, desdoblamientos de seis generaciones, donde la condena a la desdicha parece estar inscrita desde el origen, sin redención ni esperanza y donde, en últimas, la soledad es el destino que pesa.
Es por ello que quienes comprenden el verdadero corazón de la obra, se encuentran con una decepción inevitable cuando, desde el primer instante, la adaptación “para todo público” de Cien años de soledad, se revela como un relato simplista, excesivamente explícito y realista, de ritmo teatral, poblado de personajes planos y una ambientación desprovista de simbolismo. Lo que debería ser una épica mágica e intempestiva se convierte, en cambio, en una telenovela latinoamericana sobre los amores y guerras de una familia marcada por el incesto, a la que bien podría asignársele cualquier otro título si no fuera por los nombres inconfundibles de sus personajes y pueblo.
Aunque podríamos refugiarnos en que condensar aquel universo vasto y desbordado resulta una hazaña imposible, y que por ello era inevitable empequeñecerla. Vale la pena recordar a Mother! de Darren Aronofsky, la cual en apenas 121 minutos, no solo consigue destilar la esencia de la Biblia, sino que amplía y resignifica sus significados universales a través de una dirección tan personal como impecable. Claro está, obras de esta complejidad suelen dejar a un amplio sector del público fuera de su órbita, y es evidente que eso era precisamente lo que Netflix quiso evitar.
Aun así, el personaje de José Arcadio Buendía podría haberse enfocado en una construcción similar a protagonistas como Ragnar de Vikingos o Edward Bloom de Big Fish, quienes, a través de una concepción única de la curiosidad y la valentía, se convirtieron en figuras inolvidables del cine popular, donde lo mítico y lo mágico construyen una atmósfera cargada de simbolismo y trascendencia. Por su parte, el realismo mágico en Cien años de soledad, lejos de conservar su esencia original, es representado de la manera más insípida y desprovista de asombro, perdiendo su fuerza simbólica. En contraste, una película latinoamericana como Bardo de Alejandro González Iñárritu logra entrelazar la realidad y lo onírico con maestría, disolviendo las barreras del tiempo y el pensamiento hasta sumergirnos en un estado de perplejidad y asombro. Por tanto, aquel lenguaje hipnotizante era posible, pero únicamente desde una mirada autoral y dispuesta a tomar riesgos, de la cuál carece completamente esta adaptación.
No obstante, desde una perspectiva menos demoledora, las imágenes que encarnan la historia de Cien años de soledad, despojadas del estilo laberíntico que la caracteriza, permiten gratamente identificar con mayor claridad los cimientos literarios sobre los que se erige la novela. La intersección de tramas maestras y personajes de la literatura clásica se hace evidente: el Coronel Aureliano Buendía y Rebeca evocan el destino trágico de Romeo y Julieta, Pilar Ternera resuena con la figura de Casandra, y José Arcadio Buendía recuerda la melancolía atormentada de Hamlet. Sin embargo, al trasladar estos arquetipos a un contexto latinoamericano, la historia se reinventa, despojándolos de la solemnidad heroica de sus referentes para sumergirlos en una tragedia inminente que no surge de la grandeza del amor o el honor, sino desde la estupidez, la terquedad y la locura.
Así, la historia deja entrever a Colombia como una patria de padres ausentes, donde aquel padre no es otro que un Estado soñador y ajeno, perpetuador de la desgracia y el olvido. Un país de madres solteras, no como símbolo de independencia, sino como encarnaciones del dolor, condenadas a parir hijos para la guerra y a llorarlos en un ciclo interminable. Un territorio donde el amor siempre desemboca en tragedia y las mujeres están destinadas a la viudez eterna, donde el odio y el resentimiento se arraigan más profundamente que cualquier esperanza pero, sobre todo, un país donde los muertos se apilan como los recuerdos y la historia se repite con la inercia de un sueño febril del que nunca despertamos, porque se perpetúa, inconscientemente, con la propia raza “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”, al igual que la familia Buendía y Macondo.
Esta visión de Colombia, de la vida y de Latinoamérica logra asomarse por momentos dado que su núcleo resulta imposible de silenciar por completo, sin embargo, siempre en un segundo plano. En su lugar, la serie privilegia una narración romántica y melodramática, filtrando la obra de un autor no romántico a través del amor y desde una óptica que la convierte en un drama histórico con tintes eróticos.
Pese a ello, a medida que avanza, es innegable el aprendizaje de todos los involucrados en la producción, desde los actores hasta los guionistas. Si bien la serie arranca desprovista no solo de magia, sino que parece incapaz de atraer al espectador al entretenimiento, a medida que avanza—y en especial con la llegada de la segunda generación de actores—comienza a encontrar cierto rumbo. De hecho, el octavo episodio, el último de la primera temporada, se siente como el más cercano a lo que podría haberse esperado de la serie, ofreciendo una leve esperanza de que la segunda temporada logre más aciertos que desaciertos. Sin embargo, sigue siendo desalentador que una obra de esta magnitud deba ser justificada por su inversión financiera y su despliegue de producción. Mientras en otras latitudes las series se defienden ante el público por su valor narrativo y su capacidad de conmover, aquí parece que lo que se celebra no es la historia en sí, sino el esfuerzo de haberla llevado a la pantalla, lo cuál resulta insuficiente en una época en que el cine tiene posibilidades infinitas para dar vida a cualquier mundo literario, preexistente o por imaginar.



