Fui al cine un viernes por la noche sin expectativas, o siendo sincera, con expectativas más bien tibias, porque la anterior película que había visto de Pedro Almodóvar me había dejado una sensación rasposa en la lengua, un “aquí ya no”. No sabía tampoco, que el director estaba en esta ocasión, adaptando un libro.
Vi La habitación de al lado sin anticipar nada y salí aturdida por las mil referencias cinematográficas, visuales, literarias que llenaron mi cabeza. Me parecía estar sufriendo una forma de psicosis, en la que cada fotograma incluía una señal dirigida exclusivamente a mí. Sobrevolando todo eso, una extraña certeza: esa película, en sus conversaciones íntimas, en su modo de mirar la muerte, en la ética del estar sin intervenir, estaba hablando directamente no conmigo, sinó con Susan Sontag.
Me impactó tanto, que aun sentada en la butaca del cine me puse a googlear el texto base y así llegué a Cuál es tu tormento de Sigrid Nunez. Su nombre, que no había escuchado antes, también me gustó. Me enteré en ese momento que había sido alumna de Sontag, que habían convivido al haber sido pareja de su único hijo. Fantaseé con esa relación, era inevitable no imaginarme a una fascinada por la otra, de la misma forma que me fascinó a mí, cuando en mi recién estrenada adultez leí La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, libro que me marcó para siempre.
La habitación de al lado y Cuál es tu tormento aparecieron en mi vida casi veinticinco años más tarde, pero en un registro totalmente distinto, más íntimo, menos combativo, más cercano al temblor que a la tesis y más afín, quizás, a quien soy ahora.
Quería escribir comparando libro y película, analizando la forma en que Almodóvar traduce lo literario en color y arte, pero la verdad es que no he sido capaz. El libro me ha atravesado de una forma tan profunda que no quiero alejarme de él. No puedo hablar de la película sin desviar mi atención de esta habitación, en la que por ahora quiero quedarme.
Cuál es tu tormento no es una novela con trama, es más bien una especie de testimonio sereno. Una mujer acepta cuidar a una amiga que se está muriendo. No hay progresión dramática, ni grandes descubrimientos. Solo ellas dos, juntas, esperando. Lo importante no es lo que ocurre, si no el modo en el que lo que ocurre se habita y qué significa de verdad estar presente cuando estar es lo único que se puede hacer.
Tampoco esperes aquí una historia lineal, porque lo que te encuentras son fragmentos, escenas y recuerdos que giran alrededor del acompañamiento. Desviaciones que entran y salen, que a veces sientes que no encajan o que son demasiado largas, pero que es en realidad como el libro va respirando, como construye una atmósfera, una ética de lo lateral, de lo no urgente, de lo no espectacular.
En estas subhistorias aparecen otras voces: la ex pareja, la vecina anciana, la hija que no puede perdonar, el entrenador del gimnasio. Parecen alejados unos de otros, pero cuando das un paso atrás y los ves con distancia, encuentras un lugar común. Todos ellos nos están hablando de vínculos desplazados, relaciones que no siguen el mapa afectivo esperado: madres que no pueden cuidar a sus hijas, hijas que hieren, desamor y parejas rotas, amigas lejanas que reaparecen para acompañar al final. Lo que debería sostener, falla y lo que no debería, cuida. Nunez no condena este desplazamiento, sino que lo abraza con ternura y lucidez. Estar no como mandato relacional, sino como decisión humana, dando lugar a otras formas de afecto, más frágiles, pero también más libres. Cuando el amor no viene de un rol de familia, de pareja, sino del estar inesperado cuando ya no se espera.
Para mí e imagino que también lo fue para Almodóvar por razones obvias, hay una escena que lo resume todo: cuando la amiga le pide a la narradora que, llegado el momento, esté “en la habitación de al lado”. No al lado de su cama o cogiéndole la mano, solo cerca. Cercanía que respeta el límite, que acompaña sin resolver, estar sin salvar, amar sin poseer. Resuena ahora en mi cabeza esa increíble escena de El lado oscuro del corazón.
Y eso es Sontag amigos, ahí y en muchos momentos más, con la crítica a los discursos heroicos del cáncer, la resistencia a la obligación de luchar, en las palabras que se usan para tapar el miedo, en el paternalismo con la que la sociedad trata a las personas con cáncer. Sontag, a través de Nunez, aparece aquí en forma de una mujer que decide no ser salvada y esa decisión, también tiene dignidad.
Es un libro intenso, eso queda claro, sin embargo, sorprende también con muchos espacios de escape a lo torpe y lo absurdo, incluso a lo cómico, como cuando la corriente de aire cierra la puerta de la habitación durante la noche. La confusión y la risa como forma de amortiguar el vértigo ante el abismo. Cuantas veces la risa se convierte en una descarga emocional ante lo insoportable, yo misma gozo de ese talento, malentendido en ocasiones, que es arrancar a reír en medio de un llanto, una ruptura o un funeral, como si el cuerpo entendiera que solo riendo puede seguir adelante.
Este libro habla de vida, de muerte, de envejecer y de maternidad. Esa parte también me tocó, quizás de un modo distinto al que pretendía la autora. Al no tener hijos, yo siempre he pensado que lo que me enraiza al mundo son mis padres y que sin ellos, sería intemperie. Cuál es tu tormento me recordó que hay afectos que no vienen de la sangre, que existen vínculos inesperados, amistades que aparecen cuando más se necesitan. Y que quizás, cuando llegue ese momento, alguien decida quedarse en la habitación de al lado. Y que eso sea suficiente.
Termino el libro con una emoción difícil de nombrar. Es parecida a haber compartido una habitación con alguien que ya no está. Estuve acompañada muchas páginas y ahora estoy sola otra vez. Pero distinta. Sabiendo que estar no exige heroicidad, que hay presencias que están ahí aunque sea en silencio, y otras que llegarán y todo eso, también es amor.





