Pura pasión

Pura pasión, de Annie Ernaux

Erotismo del impacto, adicción y autodestrucción en Crash y Pura pasión

Hace un tiempo se estrenó en Barcelona una obra que no llegué a ver: Pura pasión, adaptación teatral de Annie Ernaux dirigida por Lucía del Greco. Una imagen de la web donde fui a buscar las entradas, que no recuerdo porqué no compré, se quedó en mi memoria: la actriz protagonista, Cristina Plazas, abrazaba el motor de un coche.  

Yo acababa de leer el libro de Ernaux y esa asociación me desconcertó. La erótica del metal, la fusión entre cuerpo y máquina, no era algo que relacionara de forma inmediata con Pura pasión. Y sin embargo, algo en esa imagen me llevó a una película que siempre ha estado en mi biografía emocional: Crash, de David Cronenberg, basada en la novela de J. G. Ballard.

Libro, obra y película comenzaron a resonar en mi interior sin forma clara hasta hace unos días, cuando me vi a mí misma atrapada en ese ojo del huracán que a veces se convierten las interacciones humanas. Como siempre, meter la cabeza en la lectura o escritura es lo único que sé hacer cuando el mundo se vuelve demasiado intenso.

Pura pasión es un libro escrito desde la fiebre de la obsesión: «A partir del mes de septiembre del año pasado, no hice otra cosa que esperar a un hombre». Ernaux descompone el tiempo y crea una tensión casi insoportable, donde la escritura es también su única forma de sostenerse ante lo que la desborda. 

Cronenberg, por su parte, filma una especie de erótica posthumana donde el choque de coches se convierte en fetiche. Los cuerpos se rehacen al romperse, se erotizan en la herida; el deseo, imposible de verbalizar, se inscribe en placas de titanio.   

En ambas obras, el deseo no es romántico, es hundimiento, vértigo lúcido. Ernaux no quiere entender el amor, quiere someterse a él. «Quiero que me llame» escribe. «Quiero desaparecer en él». Pero ese «él» es una estructura, no una persona. El deseo no es hacía el otro, apunta al movimiento que el otro provoca. Un sistema de activación y apagado. Un interruptor en manos de otro, que diría Roland Barthes. 

Del mismo modo, en Crash, los protagonistas no buscan amar. Buscan atreverse, marcarse, dejar huella. Buscan el impacto, literal y simbólico, como única manera de reanimar un cuerpo anestesiado. Hay sexo, sí, pero no como narrativa de placer, sino como el modo en que los personajes se inscriben en un mundo ya roto. En una escena, Vaughan, el líder del grupo, le dice a Ballard: «Después de haber visto tu coche, sabía que tenía que verte a ti». El deseo pasa por el vehículo, por lo dañado. 

Pura pasión también habla de cuerpos, pero en negativo. El amante no está, pero lo llena todo. El teléfono, fría prótesis del afecto, se convierte en una superficie erótica. El coche del amante también aparece aquí como símbolo de distancia e inaccesibilidad. Hay movimiento, pero la protagonista se queda atrapada en un ciclo de aceleración sin llegada, con el deseo girando sobre sí mismo como una rueda quemada.

La pasión en ambos relatos se parece mucho a la adicción. Ernaux lo detalla: «Tenía que saber en qué estado estaba mi deseo. No podía dejarlo solo». El deseo se comporta como una entidad viva que pide ser alimentada, que exige atención, que parasita el pensamiento. 

Y de la adicción a la autodestrucción. En Crash, el cuerpo se lanza literalmente hacia la muerte. El coche es extensión del cuerpo y también su verdugo y la excitación llega con el crujido del hueso, con la sangre, con el dolor compartido como vínculo. El deseo no solo consume al sujeto, también consume al objeto deseado. El otro es superficie, mecanismo y como tal se agota y se rompe. 

En Pura pasión, el goce se esfuma, pero su ausencia devora. Hay insomnio, hay aislamiento, hay hambre. Cada día es una recaída y cada llamada, una dosis. El cuerpo se convierte en ansiedad pura y campo de proyecciones. «El deseo es hambre por contacto» dice Anne Carson y Ernaux parece comerlo y vomitarlo, dejando siempre más vacío que antes.

Llegados aquí, ambas obras dejan una pregunta abierta. ¿Se puede desear sin destruirse? ¿Sin destruir al otro?. Ernaux, Ballard y Cronenberg parecen decir que no. 

Alguien me dijo hace poco que cuando sube a un avión se siente como el gato de Schrodinger: vivo y muerto a la vez. Tal vez la pasión también sea eso. Estar vivos y muertos a la vez. Y lo único que podamos hacer sea, como en estas obras, mirarlo sin consuelo, sin querer cerrar los ojos. Escribir. O lanzarse. O esperar. O rompernos. Porque a veces, desear es estrellarse. Y no querer frenar.