Mientras Hollywood fue la fábrica de sueños una de sus actividades fue elaborar estrellas. Las hubo de todo tipo. Tipos atléticos y positivos como Douglas Fairbanks, responsables y sufridos como Gable y Stewart, enérgicos pícaros que flirteaban con el lado oscuro como Errol Flynn o Cary Grant. A lo largo de casi cuatro décadas todas las productoras crearon modelos a seguir, muchos de los cuales fueron admirados por diversas generaciones, femeninas y masculinas, de abuelas a nietas. El Actor’s Studio introdujo su propio sistema estelar con actores más cercanos a la realidad, más torturados y de atractivo más animal. Pasaron las décadas y Hollywood fue invadido por grandes corporaciones, uno de cuyos intereses era la industria audiovisual. Allí se crearon videojuegos, efectos especiales y blockbusters en los que el actor era lo de menos. Si acaso determinadas películas, muy específicamente para adolescentes, vendrían acompañadas por la promoción de su estrella masculina. Sin embargo es improbable que en un par de décadas los posibles cinéfilos supervivientes recuerden a Cruise, Pitt, Clooney (o, por supuesto, a Pattinson) como se hizo con los profesionales que cité anteriormente.
Por otra parte, no obstante, se ha producido un fenómeno en paralelo. La presencia reiterada en las pantallas de diversos actores que la cinefilia puede identificar con un cine independiente, asimilable por muchos como cine de calidad (y así es en numerosas ocasiones) y reclamo por sí solos a las pantallas. Un fenómeno que compartirían, entre otros, Harvey Keitel, Christopher Walken, John Malkovich, Steve Buscemi o Philip Seymour Hoffman. Son actores que heredan la capacidad de las estrellas pero también aquella humanidad, aquel aire cotidiano, que tenían los actores de carácter, los mal llamados secundarios. Sus nombres se asocian a cine de calidad aunque puedan oscilar de la producción marginal a la molesta “qualitè”, del protagonismo al papel tan sólo puntual, casi al cameo. Sin duda, sus aportaciones adquieren en numerosas ocasiones categoría actoral. Un fenómeno que, ahí lo dejo, merecería la pena un estudio por parte de Miradas y Macnulti Editores.
El caso de Philip Seymour Hoffman es tal vez el más destacable de los últimos años. Lejos de la delgadez inicial de los actores referenciados, Hoffman lucía orgullosamente desde el inicio de su carrera un corpachón que utilizó como marca de fábrica, como motivo y como recurso actoral, por delante de un rostro no especialmente atractivo, desprovisto de belleza o de rasgos de maldad. Llamó la atención precisamente por eso. Por ser un actorazo que se ganó el respeto del público por sus capacidades expresivas, por el dominio de su rostro y de su cuerpo, como demostraría hasta sus últimas interpretaciones. El estreno tardío de su única incursión en la dirección, Una cita para el verano (Jack goes boating, 2010), le revela comprometido con un tipo de cine muy específico y con unos personajes propios del indie. Jack y sus amigos no son héroes, ni tan siquiera héroes cotidianos. Son seres que tratan de sobrevivir y ser felices en el mundo y en el tiempo en el que han nacido. Con sus incertidumbres, sus taras y sus vicios. No era Philip ajeno a ello, alguien que luchó por la felicidad y que para obtenerla convivió con la droga que todo se lo acabaría por arrebatar. Una cita para el verano presenta, prácticamente sin excusa argumental, un grupo de personajes asustadizos en su cotidianeidad, hermanables con los perdedores que le rodeaban en Sidney (Hard Eight, P.T. Anderson, 1996), Boogie nights (id., P.T. Anderson, 1997), El gran Lebowski (The Big Lebowski, J. y E. Coen, 1998), Happiness (id., T. Solondz, 1998), Magnolia (id., P.T. Anderson, 1999), Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, P.T.Anderson, 2002), La última noche (25th hour, S. Lee, 2002) o Antes que el diablo sepa que has muerto (Before the devil knows you’re dead, S. Lumet, 20007). Antes de embarcarse en obras más comerciales aunque no exentas de interés, Hoffman brilló con luz propia en el cine de la independencia y, tal vez como recuerdo de esa época, en parte como terapia, rueda esta crónica minimalista de la ciudad cotidiana. Una cita para el verano se basa en una pieza teatral pero, aun y con sus limitaciones argumentales, Hoffman trasciende el escenario y consigue, mediante una puesta en escena inteligente y grandes improvisaciones, una película sencilla que rinde homenaje a un tipo de cine y a un tipo de interpretación.
Dejo para el final el recuerdo a las que tal vez sean sus más grandes interpretaciones, la del enfebrecido, enloquecido metteur en scène Caden Cotard en Synecdoche, New York (id., C. Kauffman, 2008), una obra que recoge el delirio de un autor que transforma su propia vida en un work in progress que vive, envejece y muere para los espectadores, y que permitía al actor presentarse en innumerables registros. Una interpretación y una película fascinantes. The Master (id., P.T. Anderson, 2012) revelaba a un nuevo Hoffman, un personaje desencadenado, absorbente, fascinante y fascinado, contradictorio pero, sobre todo, bigger than life. The Master y su interpretación, su creación, de Lancaster Dodd ponían un prematuro broche de oro (a falta de ver un par de obras póstumas) a una de las carrera más brillantes del Hollywood más reciente.