Entrevista Arthur Penn

Retratos del mito

Por su ansia desmitificadora, su uso lírico de la violencia, su repugnancia por lo obvio —en el cine jamás hay que explicar las cosas, “una imagen, una simple imagen, lo hará—, su amor por el trabajo con los actores y su obsesión por la estilización, Arthur Penn, bien pudiera ser, como se ha escrito a menudo, el más europeo de los cineastas norteamericanos. Quizás, para ser más exactos, el primero de una larga tradición que llega hasta nuestros días. Y es que, como afirma Jonathan Rosenbaum, hubo un tiempo en que el cine americano y el europeo buscaron su reflejo común como en un espejo. Emparentado a menudo con la nouvelle vague, fue, efectivamente, feliz testigo de aquellas ideas y aquellos tiempos. Cuando el cineasta, que acababa de realizar El zurdo (The Left-Handed Gun, 1958), su debut en la gran pantalla, conoció en París a Truffaut, Godard y compañía, le sorprendió que sus ideas a menudo coincidieran. Y su nueva forma de hacer cine quedó plasmada en sus siguientes películas: El milagro de Ana Sullivan (The Miracle Worker, 1962), Acosado (Mickey One, 1965), Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, 1967), El restaurante de Alice (Alice’s Restaurant, 1970). Pero la lección de los jóvenes cineastas europeos fue aún más allá, permitiéndole desarrollar sus ideas de libertad (narrativa, estructural) para, escapando de las limitaciones genéricas que el decadente Hollywood aún imponía, crear una obra (extremadamente desigual, ninguna de sus películas deja indiferente; a menudo sin término medio) intensamente personal.

Pero, por otra parte, Penn fue al tiempo un cineasta (y un ciudadano) con un profundo aliento norteamericano, preocupado por comprender la Historia de su país, sus mitos, sus instituciones y sus excesos, y por tanto a menudo crítico con él. Su obra es el reflejo de un lúcido malestar muy propio de su generación (pensemos por ejemplo en contemporáneos suyos como el primer Altman, Rafelson, director y productor, o menos sistemáticamente, Hellman), un arreglo de cuentas con una visión falsificada y oficial de la Historia. No es extraño por tanto que su obra esté poblada de personajes desarraigados y marginales (de Billy “el niño” a Tom Logan y Lee Claxton, pasando por Hellen Keller, Charlie Reeves, Bonnie Parker y Clyde Barrow, Arlo Guthrie, Jack Crabb o Harry Moseby). “Toda sociedad encuentra un espejo en sus inadaptados”, según su razonamiento. Una toma de posición que ha llevado a Tavernier y Coursodon a definirle muy perceptivamente como “cineasta del caos y del tumulto interior, pintor de las conciencias embrionarias y torturadas”, para terminar señalando que “Penn lleva muy lejos la expresión física de un malestar específicamente moderno, el del individuo, invariablemente marginal, que intenta oscuramente definir su identidad a través de una relación siempre problemática con el otro y el mundo”.

El primer encuentro con él, en abril de 2005, se desarrolló, de acuerdo al escenario en el que se produjo —su habitación en un lujoso hotel del centro de Madrid— en un clima de relajación y sinceridad poco habituales. Como poco habitual fue la extensión del mismo —que se prolongó durante varias horas—, del que esta entrevista no es sino un extracto significativo (una parte mínima fue publicada en su día por un medio no especializado). Receptivo y dialogante hasta el extremo, él mismo abrió la puerta, además, a un posterior encuentro en su casa del Upper West neoyorkino el verano siguiente. A pesar de lo tardío, su muerte no deja de brindarnos un buen momento para reevaluar la obra de unos de los cineastas imprescindibles (y también, de algún modo más desconcertantes) del cine norteamericano de los años 60 y 70.

 

—Usted, que ha sido considerado el más europeo de los directores americanos finalizó sus estudios en Italia, ¿no es cierto?

—Sí, estudié allí durante un par de años. En Perugia y Florencia.

—¿Cómo fue la experiencia?

—Muy interesante, aunque también un poco decepcionante. Fui allí a estudiar la poesía renacentista italiana pero nunca llegué a aprender el italiano correctamente…

—¿Cree que eso influyó en esa visión más “europea” asociada a usted?

—Sin duda. Cuando la guerra —la Segunda Guerra Mundial— terminó me quedé un año en Europa antes de volver a los Estados Unidos. Allí, en América, estudié Filosofía y Psicología en el centro experimental Black Mountain, en Carolina del Norte. El college más extraordinario que ha existido, precisamente por no poder ser considerado un college, ni ninguna otra institución académica que yo conozca. Seríamos unos sesenta y tantos estudiantes, por lo general —al menos en el caso de los hombres— un poco mayores de lo que suelen ser los universitarios, debido a que habíamos vuelto de la guerra. Yo entré en 1948. Era un lugar maravilloso: no hacía falta tener un buen curriculum, no se impartían clases strictu senso, tampoco había cursos ni exámenes… era un punto de encuentro para gente, de alguna manera, en la periferia de la sociedad. Casi todos artistas y creadores: William y Elain DeKooning, John Cage, Merce Cunningham, Bucky [Buckminster] Fuller… Estuve un año allí y después regresé de nuevo a Europa, a Italia, otros dos, de forma que era un joven de mentalidad mucho más europea que americana.

—El cine europeo ha ejercido una clara influencia en su obra…

—Adoro el cine desde mis años en Italia. Antes no me había interesado gran cosa. Fue entonces cuando lo descubrí, gracias a mis compañeros italianos, justo cuando en Italia se desarrollaba el neorrealismo, un movimiento enormemente creativo y libre, irrepetible. Pienso en Rossellini, Visconti, De Sica… Y algunos más. En películas como El ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, Vittorio de Sica, 1948) o Roma ciudad abierta (Roberto Rosellini, Roma cittá aperta, 1945). Todos ellos, especialmente Rossellini, al que conocí en Nueva York años después, eran hombres brillantes y comprometidos. Vivieron la guerra y después dieron testimonio de todo aquello: del hambre, del miedo… Sus propias experiencias dieron lugar a aquellas películas maravillosas. Incluso el Visconti de El gatopardo (Il gattopardo, 1963), muchos años después, transpira autenticidad. Detrás de toda aquella elegancia, de aquel estilo, había algo tan verdadero… También admiré algunas de las películas de la nouvelle vague: de Truffaut y Godard. En aquella época a la que me refiero, aún quedaban años para que el cine me interesase profesionalmente, para que me decidiera a dirigir. Y sin embargo fue entonces cuando empecé a amarlo. Aquello dejó un poso en mí. Creo que esa es la más profunda de mis influencias, el neorrealismo italiano… Fue un período realmente creativo, clave en la Historia del Cine.

—Su carrera comenzó en el teatro, donde ha puesto en escena obras de Ivan Turgeniev, Ben Jonson, Lillian Hellman o William Gibson, entre otros, y al que ha regresado una y otra vez…

 

—Siempre me ha interesado el teatro. El último día del rodaje de mi primera película, El zurdo, vino un tipo al set y se me presentó diciendo: “Hola, me llamo Folmar Blangsted y voy a ser el montador de la película”, aquello me chocó muchísimo porque durante mis años en televisión —que entonces se hacía en directo— montábamos según rodábamos, lo teníamos muy claro, de manera que sentí una gran decepción. “Si es así como se trabaja en el cine, lo dejo y vuelvo al teatro”, pensé. Y lo hice. Gracias a mi buen amigo Bill (William) Gibson. He montado cuatro de sus obras en Broadway: Two for the Seesaw, The Miracle Worker, Monday After the Miracle —su continuación— y un musical titulado Golden Boy.

Sí, con Sammy Davis Jr. como protagonista…

 

—¡Exacto! Lo conocía desde los tiempos en que yo era meritorio en televisión —ya sabes: “ve allí y haz esto, y luego allí y dile esto otro a no sé quién…— porque él también trabajaba allí, y muchos años después volvimos a trabajar juntos.

—Uno de sus incuestionables puntos fuertes es la dirección de actores.

—Es algo totalmente natural en mí y viene, sin duda, de mi experiencia con ellos. Toda mi vida he trabajado con actores: en el teatro, en el Actor’s Studio, en el cine… Siempre. Y siempre he establecido con ellos una relación personal muy cercana. Disfruto trabajando con ellos.

—Robin Wood, en el estudio crítico que le dedicó, escribió: “consigue de sus actores unas interpretaciones tan maravillosamente vivas porque los respeta”. ¿Cree que en ello influye el hecho de que usted mismo estudiase interpretación? Si no me equivoco, creo que fue alumno de Michael Chejov, ¿verdad?

—Sí, mientras trabajaba en la NBC, en el año cincuenta y uno. ¡Por supuesto, claro que eso influye! Desde luego que sí. El trabajo del actor y el del director están interrelacionados, tienen puntos en común… Aunque también grandes diferencias. Sin comunicación y respeto es absolutamente imposible trabajar.

—El Actor’s Studio ha sido también muy importante en su carrera, en su vida casi…

—Lo adoro. Amo el Actor’s.

—Lo ha dirigido durante años…

—Sí, durante seis años… Lo adoro. Siempre que he podido he vuelto al Studio. En los comienzos de la televisión trabajábamos tan deprisa que cuando, de repente, necesitábamos un actor le decía siempre al encargado del casting: “tráeme un actor del método”, porque sabía que me entendería con él. Años más, un día Mr. Strasberg me ofreció trabajar allí. “Es como si ya formases parte de él”, me dijo. Y así entré en el Actor’s.

—¿Cómo se trabaja en el Actor’s Studio?

—No se trata tanto de un trabajo como en el teatro comercial, con ejercicios, ensayos… sino de un espacio experimental abierto a cosas extraordinarias y no convencionales. Es cierto que trabajé allí, aunque la mayor parte del tiempo la pasé disfrutando de los jóvenes actores.

—¿Con que actores de hoy en día le gustaría trabajar? ¿Cuáles cree que tienen más talento?

—Bueno, con Johnny Depp, por ejemplo. Es uno de los mejores actores actuales. Posiblemente el mejor…

—Ha trabajado con actores de la talla de Paul Newman, Marlon Brando, Warren Beatty o Jack Nicholson, grandes estrellas con fama de difíciles… ¿Tuvo problemas con alguno? ¿Cómo fue su relación con ellos?

—No, no tuve problemas con ellos… Logré ganarme la confianza de todos y siempre trabajamos a gusto —tanto ellos como yo—, así que sinceramente no creo que fuesen difíciles. No, de verdad que no… No eran problemáticos, todos eran muy profesionales: nada de retrasos, nada de caprichos. Nada de eso. Hemos sido, incluso, muy amigos…

—¿Ni siquiera con Brando? Muy pocos directores recuerdan positivamente sus colaboraciones con él: tenía más poder que ellos, imponía su voluntad y, en ocasiones, incluso les despedía personalmente, como a Stanley Kubrick, que era quién estaba preparando El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, 1961), o a Wicki, o a Pontecorvo…

—De nuevo, te doy mi palabra de que jamás tuve problemas con él. Nunca nos peleamos e hicimos dos películas juntos [La jauría humana (The Chase, 1966) y Missouri (The Missouri Breaks, 1976)]. Brando sugería a menudo ideas interesantes y las discutíamos, y si no estaba de acuerdo con él, si no me gustaban sus ideas, simplemente se lo decía, le planteaba las mías, las discutíamos y generalmente algo nuevo surgía de dichas discusiones, que siempre se desarrollaron en términos creativos. Así que, en lo que a mi respecta, nada de eso es cierto… Siempre nos llevamos bien. No sé de dónde salió la mala reputación de Brando… Me caía muy bien y trabajamos bien juntos.

—Así que Brando era muy creativo, ¿improvisaba mucho?

—Sí, sí, muy creativo. En cuanto a si improvisaba, conmigo sólo en la segunda película que hicimos juntos… La primera (La jauría humana) se trataba de una historia muy concreta y teníamos un guión absolutamente cerrado. Si embargo, la segunda (Missouri) fue una película construida sobre la improvisación, trabajábamos prácticamente sin guión, y dado que tenía dos grandísimos actores, pensé: “que hagan lo que quieran” —¿Quién no lo hubiese hecho?— y, la verdad, es que estuvieron fantásticos. Claro que improvisaba… Y yo, y Jack. Trabajábamos sobre la marcha.

—Otro elemento importante en sus películas es, sin duda, el montaje, al que concede una importancia y atención especiales…

 

—De nuevo es algo que me viene de los tiempos en que trabajaba en la televisión en directo. Era algo que tenías que hacer: entonces no existía el video, así que, por un lado le dabas vueltas al montaje de la emisión, reflexionabas sobre él, pero por otro debías atenerte a las posibilidades tecnológicas del momento. Sin embargo en el cine sí tuve la posibilidad de experimentar con el montaje. En El zurdo, por ejemplo, Paul [Newman] limpiaba una ventana para mirar por ella y nosotros veíamos el futuro reflejado en el cristal. Cosas así eran impensables en la televisión… Sí, el montaje ha sido siempre una de mis pasiones como director, y el cine nos ofrece enormes posibilidades para experimentar. Es maravilloso cuando, de repente, al unir varios trozos de película comienza un diálogo entre el espectador y las imágenes… Hace falta ser muy perceptivo y preciso para decidir cuando hay que mantener un plano y cuando basta. Me parece uno de los momentos clave —y más excitantes, además— del proceso de hacer una película.

En esta faceta ha colaborado en repetidas ocasiones con la editora Dede Allen, con magníficos resultados. Puede decirse que la suya ha sido una afortunada asociación…

 

—Dede es maravillosa. Tiene siempre una actitud dialogante, nada rígida ni autosuficiente, nada de eso. Le propones algo: “cambiemos el ritmo”, por ejemplo —el ritmo es importantísimo en el cine— y juntos probamos esto, aquello y lo de más allá. Tiene, además, un gran sentido del humor, lo que nos acerca aún más. Hemos trabajado juntos cinco o seis veces, de Bonnie y Clyde a Missouri. Es una grandísima profesional y por eso ha trabajado siempre con los mejores.

—Detrás de cada una de sus películas late una profunda preocupación política y social, de hecho en muchas de ellas trata abiertamente temas comprometidos, “políticamente incorrectos” diríamos hoy, de forma directa y cruda… Repasando su filmografía encontramos el mccarthysmo en Acosado (Mickey One, 1965)…

—Sí, y el racismo y la corrupción en La jauría humana, la depresión económica que siguió al Crack del 29 en Bonnie & Clyde, la organización de los movimientos pro-derechos civiles en El restaurante de Alice, el genocidio indio en Pequeño gran hombre, el escándalo del Watergate en La noche se mueve (Night Moves, 1975)… No cabe duda. Siempre ha sido mi intención, pero nunca he querido que fuesen los temas principales de mis películas. Creo que las películas deben ser ante todo historias de personas… Aunque es cierto, ahí están todas aquellas referencias y resonancias totalmente voluntarias.

—¿Cómo el asesinato del presidente Kennedy, que reaparece en varias de sus películas?

—¡Desde luego! En La jauría humana… Sobre todo en La jauría humana, aunque lo he tocado una y otra vez…

—No mucha gente sabe que usted fue asesor televisivo de J. F.K.

—Es cierto. Trabajé con él en los debates televisados, contra Nixon. También Franklin Schaffner, que provenía de la televisión como yo, lo fue. Y la noche antes de que asesinasen a Bob [Robert] Kennedy me ofrecieron tomar parte en la campaña…

—Si le parece podemos repasar ahora algo más detenidamente algunas de sus películas: empecemos por el principio, ¿cómo llegó a El zurdo?

—[Robert] Mulligan había realizado en televisión una emisión sobre Billy ‘El niño’ escrita por Gore Vidal, y sabes que en aquella época muchas emisiones con éxito se convertían poco después en películas. Pese a todo El zurdo tiene muy poco que ver con ella…

—Es un western desmitificador del Oeste, idealizado sobre todo por el cine, que se adelantaba a lo que sería el llamado “western crepuscular”…

—Sí, supongo que no queríamos hacer exactamente un western: Leslie Stevens [el guionista] y yo queríamos hablar, por un lado, de la vida y de la muerte; y por otro, nos interesaba también el nacimiento del mito —un tema que he tratado en varias de mis películas—, cómo nacen y qué hay detrás de ellos.

—Se ha escrito muchísimo sobre la homosexualidad de Billy en la película, ¿de dónde surgió la idea?

—Fue idea mía. Se me ocurrió añadirle a la historia del nacimiento del mito una homosexualidad latente. Billy se arroga el deber de vengar a aquel viejo al que estaba tan unido… y así empieza todo.

—¿Fue una ayuda conocer tan bien el texto cuando rodó El milagro de Anna Sullivan?

—Sí, cuando rodé la película ya la había dirigido en Broadway y en televisión, pero había otra dificultad: los personajes en los que se inspiraba estaban aún vivos y por tanto trabajábamos con límites bastante precisos. Estaba claro que el personaje central debía ser Anna y que debíamos estudiarla reconstruyendo el mundo a su alrededor.

—Después de la agridulce experiencia de El zurdo, rodó El milagro de Anna Sullivan lo más lejos de Hollywood que pudo, en Nueva York si no me equivoco…

—Efectivamente, la hicimos en Nueva York. Ya te he dicho que después de mi debut me fui de Hollywood y estuve a punto de dejar el cine.

—Con La jauría humana el nivel de su desencuentro con Hollywood alcanza su techo…

—Sí, fue una experiencia traumática, muy dolorosa, de la que prefiero no hablar. Sam Spigel y Warner Bros me engañaron…

—Un periodo interesantísimo de la historia de su país, el de la lucha por los derechos civiles…

 

—Interesante y terrible, sí… En aquella época un grupo formado por intelectuales y hombres de negocios liberales —entre los que estaba Brando, por ejemplo— organizábamos reuniones y actos en Hollywood en favor de los movimientos sociales.

Acosado anticipaba ya ese toque intelectual y europeo que chocó tanto con Bonnie y Clyde, un soplo de aire fresco para el cine norteamericano…

 

—En aquella época, como te decía, yo relacionaba el cine con Europa. Había estado en París, donde ví mucho cine y conocí a Truffaut y a Godard. Hablamos muchísimo de cine y pronto me di cuenta de que nuestras ideas sobre el cine tenían mucho en común. Pese a ser un poco excesiva, sigo creyendo que Acosado es una película muy interesante y arriesgada.

 

A pesar de que en todas sus películas hasta la fecha y posteriormente lo siguió siéndolo en la mayor parte de su obrala violencia era un elemento importantísimo, cuando se estrenó Bonnie y Clyde la manera en la que ésta presentaba la violencia fue todo un shock.

 

—Verás, Hollywood siempre tuvo una doble moral, no sólo con la violencia, también con el sexo. Yo quería estar cerca de la realidad y por tanto traté de eliminar la distancia que las películas hollywoodienses marcaban.

—Me imagino que es una película que le persigue: no se puede leer su nombre sin que inmediatamente después se cite Bonnie y Clyde, aunque, por otro lado, su influencia en el cine norteamericano posterior es enorme.

 

—¡Es cierto! Puede que su influencia en el cine de hoy en día no sea tan rastreable, pero soy consciente de que en muchísimas escuelas de cine en todo el mundo se sigue estudiando, lo cual me enorgullece.

El restaurante de Alice y Pequeño gran hombre tienen en común estudiar y denunciar el control represor ejercido por la autoridad sobre las minorías. A pesar de estar ambientadas en dos épocas bien distintas, Vietnam estaba detrás de ambas…

 

—Sí y no. El verdadero tema de El restaurante de Alice era la negativa de un grupo de jóvenes a ir a la guerra, a Vietnam, mientras que Pequeño gran hombre hablaba del genocidio, un asunto tan vivo hoy como hace ciento cincuenta años. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta Iraq, no ha dejado de repetirse. Y también en Vietnam, por supuesto.

Pequeño gran hombre es una nueva revisión de un mito con un tono de relato picaresco que remite a una tradición literaria europea, ¿de dónde lo sacó?

 

—Había algo en la novela de [Thomas] Berger, que mezclaba historia, aventuras y humor, pero tienes razón, conocí la literatura picaresca cuando estudiaba en Italia. Y luego está, por supuesto, El Quijote, una de las más grandes obras maestras de la literatura, que leí por primera vez hace muchos años…

—Jack Crabb es un magnífico ejemplo de la saga de outsiders que protagonizan muchas de tus películas. Usted afirmó en una ocasión que “toda sociedad tiene un espejo en sus inadaptados”, ¿porqué le interesan tanto?

—Siempre ha habido un buen número de comportamientos humanos considerados anormales que no han tenido cabida en el cine. Por eso, me interesan los outsiders, los inadaptados. Y sigo creyendo que ellos aportan una visión muy interesante e inusual de la sociedad, que debe ser lo suficientemente inteligente para prestarles atención si quiere saber en qué falla, cuáles son sus puntos débiles.

 

—Una de sus películas menos conocidas es Visions of Eight (1973), un film colectivo sobre las Olimpíadas de Munich’72, en el que también participaban Milos Forman o John Schlesinger. ¿Cómo recuerda esa experiencia?

 

—¡No éramos un mal grupo de directores! Estaban también Mai Zetterling, Claude Lelouch… Mi intención original era seguir la carrera de un joven boxeador —un chico negro muy prometedor que estaba en prisión— hasta los Juegos Olímpicos. Se trataba de reconstruir el mundo de este chico y la película acababa con su primer puñetazo en las Olimpíadas. Todo el mundo daba por hecho que iba a ganar el Oro en Munich. Y ¿qué pasó…? Que ni siquiera llegó a clasificarse. Rodamos muchísimo sobre su entrenamiento en la cárcel, a su familia, y no valió para nada. Así que finalmente me encargué del salto con pértiga, que me interesaba, sobre todo, por ser uno de los pocos deportes verticales…

¿Qué fue de todo aquel material que no se utilizó?

—Le pertenece a David Wolper [el productor del film]. Él es el propietario de la película y de todo aquel material. Probablemente nadie lo verá jamás.

—Hablábamos antes de los ecos del asesinato de Kennedy que resuenan en varias de sus películas, La noche se mueve es una de ellas, y, en mi opinión, una de sus mejores películas

—Es de la que, personalmente, estoy más orgulloso. Y sí, también, por debajo, está lo de Kennedy, aunque tenía que ver sobre todo con el Watergate.

—Una vez más subvirtiendo los géneros, o al menos experimentando con ellos…

—Sí, es una historia de detectives en la que el verdadero misterio no se resuelve, algo que sucede a menudo en la vida real. Jugamos con las expectativas del espectador, que se guiaba por su conocimiento del género. Además, yo formo parte de una generación consciente de que no tiene las respuestas…

—Sin embargo, a partir de Georgia (Four Friends, 1981), y especialmente con Agente doble en Berlín (Target, 1985) y Muerte en invierno (Dead of Winter, 1986), su carrera cobró una nueva dirección un poco más complaciente y más comercial también… Se que varias de ellas fueron encargos o proyectos que aceptó en el último momento…

— Sí. Muerte en invierno surgió exactamente así. No es, en realidad, un film mío. El hijo de un viejo amigo había escrito un guión y me pidió que les ayudase a él y unos amigos que estaban tratando de recaudar algún dinero para hacer la película. Era un guión bastante bueno así que se lo envié a Howard Lang Jr. de la Metro, que me dijo que la haría si yo hacía de supervisor de la película. “De acuerdo —le contesté—, estos chicos son gente inteligente y muy capaz”. Pues bien, lo que sucedió fue que este chico, que había escrito el guión y que iba a ser el director, sabía tanto sobre cine, sobre tantas películas, que era incapaz de conseguir un punto de vista propio. Decía: “Venga, poned la cámara aquí igual que Hitchcock”. Toda una mañana intentando algo y de repente cambiaba de opinión y trataba luego de hacerlo “al estilo Orson Welles”. De modo que lo que sucedió fue que rodaron así durante dos semanas y yo empecé a recibir llamadas de la M.G.M. preguntándome “¿qué sucede con la película?”. Habían oído decir a algunos técnicos que trabajaban en ella que en todo el día tan sólo eran capaces de rodar una toma buena. Así que le dije entonces a mi mujer que nos fuésemos de vacaciones al Caribe y que nos desentendiésemos del proyecto. (Risas) Recuerdo que era viernes por la noche. Al final no nos fuimos de vacaciones…

—Un guiño divertido de la película es que el personaje del malo, el que interpreta Malcolm MacDowell, se llama Joseph Lewis que es, precisamente, el del director que realizó la versión original de la película, My Name is Julia Ross (1945).

 

—Sí, tal y como te he dicho, ese chaval lo sabía todo sobre el cine. Conocía de memoria la película original, que yo jamás había visto…

—Es un pequeño film de serie B, un thriller de escaso presupuesto que se ha convertido en un film de culto dentro del cine negro americano. Ya sabes, con una atmósfera muy oscura y opresiva, estéticamente muy estilizado… Lewis firmó unos cuantos clásicos dentro del género: El demonio de las armas (Gun Crazy/Deadly is the Female, 1949), So Dark the Night (1946), Agente especial (The Big Combo, 1955), etc.

—Ni siquiera sabía que existiera antes del rodaje. Es interesante eso que dijiste del cambio en mi carrera. Verás, lo que sucedió entonces es que el cine, o mejor dicho, la industria, cambió. Las películas comenzaron a basarse más y más en los efectos especiales. Yo tenía dos hijos pequeños y una mujer y tenía que seguir ganándome la vida, así que tuve que hacerlas… No es que me pagarán estupendamente por hacer Muerte en invierno, pero en cambio si lo hicieron mucho mejor por Georgia, que fue además mucho más interesante de hacer. Es una película de la que me siento más cercano. Pero Agente doble en Berín, en cambio, la hice sólo por el dinero. Y por la posibilidad de poder rodar en Paris, ese fue el otro motivo, he de confesarlo. Siempre había querido hacer una película allí, trabajar en Francia con algunos viejos amigos… ¡La película no tenía nada que ver conmigo!

—Poco después volvió a trabajar para la televisión. Hizo dos telefilmes: The Portrait (1993) e Inside (1996), y, según he leído, Inside llegó a estrenarse en las salas de Estados Unidos debido a su enorme éxito en la tele…

—Sí, en efecto. La película se pasó diez o doce veces en la televisión que era lo que estipulaba el contrato y después el productor decidió estrenarla en las salas, y ahora está también en DVD… Es una película que resultó un gran éxito, financieramente hablando, y de la que me siento bastante orgulloso. Sí, me gusta la película. Tuvimos bastantes problemas al rodarla, fue un rodaje muy complicado, pero los tres actores principales eran magníficos. Muy buenos. La verdad es que, de una forma u otra, me gustan todas mis películas. Todas son hijas mías, aunque las últimas —salvo Inside— no son buenas. Creo que las mejores son Pequeño gran hombre, Bonnie & Clyde y El milagro de Anna Sullivan.

—¿Trató de volver a rodar después de Inside?

—No. Sentí que el cine se había terminado para mí. De veras. En cambio sí que he hecho bastante teatro.

—Es cierto, y también se que ha producido algunas cosas para la televisión, como la serie Ley y Orden, por ejemplo.

—Bueno, solo fueron unos pocos episodios…

—Y también realizó un episodio de la serie Central Street…

 

—Sí. [Sidney] Lumet la rodaba con equipos digitales pero de la misma manera que trabajábamos nosotros antiguamente en la televisión. Me pareció estupendo. Pensé que de esa manera se podía rodar una película en muy pocos días, así que me apeteció probarlo y funcionó. Estaba rodando el mismo día que atacaron las torres gemelas, el 9/11, y fue una locura…

 

—¿Qué le parece el Hollywood de hoy?

—Creo que trata de llegarle al público, una audiencia inmensa, sólo con grandes medios: impresionantes producciones, vestidos bonitos, espectaculares efectos… Es un gran negocio: se trata de ganar dinero —cuánto más mejor—, de qué y quién van a estar de moda el año que viene… No me interesa. Hollywood, hoy en día, está más interesado en el desarrollo tecnológico que en buscar temas importantes, que en la interpretación, etc; así que cuanto menor sea cada vez el papel de los diálogos, el peso de las interpretaciones… mejor. Así son los mayores éxitos de taquilla ahora. Como desde siempre en Hollywood, la industria gasta demasiado dinero en superproducciones mientras que, al mismo tiempo, surgen pequeñas películas muy interesantes. Ahí están los hermanos Weinstein de Miramax que empezaron comprando una película independiente irlandesa. Ellos se dieron cuenta de algo evidente, que existe un público para el cual el entretenimiento no es suficiente y que apoya a producciones pequeñas que considera más interesantes. Como Entre copas (Sideways, Alexander Payne, 2004), por ejemplo, en mi opinión una buena película… En cambio, cuando ví Million Dollar Baby (íd., Clint Eastwood, 2004) le dije a mi mujer: “esto es un telefilm, es exactamente lo que nosotros hubiésemos hecho en la televisión”, pero está realmente bien hecha y ha recaudado un montón de dinero…

—¿De verdad cree, tal y como afirmó hace unos años en una entrevista para la revista Cineaste, que Hollywood camina hacia su propia destrucción?

—Bueno, durante el período de los últimos quince años, en los que los efectos especiales se han desarrollado enormemente, han surgido nuevos directores con talento. George Lucas era alguien con bastante talento, pero ahora solo le preocupa el dinero. Steven Spielberg demostró un gran talento en sus primeras películas, en Loca evasión (Sugarland Express, 1974), un talento enorme pero ahora… Coppola, en cambio, es magnífico. Es el mejor. Altman es muy inventivo, muy novedoso, pero me resulta difícil sentirme emocionado por sus películas. Viéndolas pienso a menudo: “muy inteligente, qué bueno”, pero no me emocionan. De Scorsese me gustan, sobre todo, sus primeras películas: Malas calles (Mean streets, 1973), Toro salvaje (Raging Bull, 1980)que son geniales, aunque creo que después se ha convertido en un caso representativo de un cine más comercial y, seguramente, un tanto complaciente… hecho pensando un poco en la taquilla, en ganar un Oscar, obtener un gran reconocimiento público, etc. Sin duda Coppola es el mejor de todos ellos. Es un genio, aunque de vez en cuando tenga que trabajar por dinero… Algo que nos ha ocurrido alguna vez a todos. Siendo director de cine trabajas mucho tiempo en cada proyecto. Sacar adelante Pequeño gran hombre me costó seis años. Sin embargo no recuerdo exactamente cómo funcionó en taquilla… En cualquier caso no gané mucho dinero con ella.

—¿Y de los actuales?

—Me gusta mucho Alexander Payne. Es un gran director. Y también Jim Jarmusch y Wes Anderson. Creo, de hecho, que ahora mismo hay bastantes directores con talento, a pesar de que muchos de ellos no hayan mostrado aún todo su potencial, no hayan realizado aún sus películas más conseguidas, más perfectas. Una pequeña revolución está surgiendo en la industria gracias a estas pequeñas productoras nuevas, a pesar incluso de la parte más importante de la industria que sigue preocupada únicamente del entretenimiento… que se piensa tan sólo en el presupuesto, en la cantidad de público que irá a ver la película, etc. Trabajar así, de esa forma, es horrible, siempre con alguien controlando lo que haces. Lo peor que le puede pasar a alguien es tener que controlar el trabajo de otro y tener que decirle constantemente: “Eso no está bien. No, no lo estás haciendo bien”, y trabajar en ese tipo de películas es tener que hacerlo siempre así. Es imposible trabajar en esas condiciones, siendo constantemente interrumpido en tu trabajo… Ahora hablo desde mi propia experiencia: si yo fuese el dueño de un gran estudio, jamás me entrometería en las películas sino que trabajaría en ellas. No interrumpiría el trabajo de los demás. Eso nunca funciona. Está bien contar con varios puntos de vista distintos, es útil, pero haciéndolos contactar…

—Muchos de sus colaboradores han ganado el Oscar: Anne Bancroft y Patti Duke, Estelle Parsons, Burnett Guffey… Sin embargo, usted no lo ha conseguido nunca. ¿Qué opina de los premios, entendidos como el reconocimiento de la industria?

—Francamente, no me importan lo más mínimo, me dan exactamente igual. Nunca he vivido en Hollywood y nunca he concebido el cine a la manera hollywoodiense. Realmente los premios y el reconocimiento de la industria son un juego corporativo, así que no les concedo importancia. ¿Industria? Se supone que él cine debería ser arte, y no industria. Nunca me he sentido muy cómodo en Hollywood, sólo he vivido allí unos meses cuando hice El zurdo y, por desgracia, cuando rodé La jauría humana. Siempre he vivido en Nueva York.

 

Extracto de una entrevista realizada en Madrid el 24 de abril de 2005

Traducción y edición: Santiago Rubín de Celis