«No! What are you saying? Huh? What do you want? You think I’m a puppet, huh? Think I’m a puppet, gonna do a little… fucking puppet dance! I’m the boss of my own brain, so give it up!… I’m gonna go for walk.»
Marty en La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2012)
Hace cinco años, la sencilla pero penetrante Villa Amalia (Íd., Benoît Jacquot, 2009) llegaba al alma del espectador con la historia de una pianista que, tras sorprender a su pareja besándose con otra, decide dejar toda su vida atrás y trasladarse a Italia, a una casa alejada de toda civilización. Fría en su avance, con escasos diálogos, nos obligaba a reflexionar junto a la protagonista sobre los logros de la vida, sobre lo que es y no es importante y, por encima de todo, sobre el para quién vives, si para ti o para una sociedad que te encasilla según tu supuesto estrato social y teórica misión a cumplir para alcanzar el “éxito”, a saber: estudiar, casarse, tener hijos, trabajar, ascender, darlo todo por y para la empresa…
Desde entonces, y más en una época de crisis mundial como la que nos está tocando vivir, este tipo de propuesta no ha dejado de llegar a la gran pantalla. Ejemplos, varios: desde la más que olvidable Come Reza Ama (Eat Pray Love, Ryan Murphy, 2010) hasta la rareza – griega, claro –que es L (Íd., Babis Makridis, 2012), pasando por la por muchos pendiente de descubrir The company men (Íd., John Wells, 2010), o incluso la ya citada La cabaña en el bosque, que nos invita también a especular sobre la existencia o no del libre albedrío en nuestro núcleo social, entre sus múltiples e interesantes mensajes. Así que, de forma intimista, de forma ligera, utilizando el drama o la comedia, acompañando a un personaje indeseable o a uno con el que podamos sentir un mayor vínculo, partiendo de una sacudida profesional o sentimental… no son pocos los filmes que responden a nuestra universal necesidad de preguntarnos, y soñar, con el qué pasaría si consiguiésemos superar nuestros miedos y nos atreviésemos a hacer lo que queremos realmente, rompiendo con la estricta educación moral recibida. Filmes que pretenden en escasas dos horas hacernos ver que la decisión está en nuestras manos y, por muy obvio que parezca, la realidad es que nos es muy difícil dar el paso. Porque nadie quiere sentirse como un simple títere, moviéndose según los intereses de otro, u otros… aunque muchos sigamos haciéndolo, consciente o inconscientemente. Como Marty. Como Carl Casper.
Carl… Es ahora el turno de Jon Favreau. Como ya hizo Joss Whedon regalándonos esa exquisitez que sí es Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, 2012), el director decide descansar entre la realización de esas superproducciones que tan bien se le dan y sumarse a proporcionar ese optimismo que tanta falta nos hace, ese sentimiento de ¿falsa? libertad, en forma de comedia, con #Chef.
El prolífico actor, guionista y director parece auto-regalarse el poder relatar una historia simple y que se nos antoja dirigida básicamente a las generaciones nacidas en los años 60 y principios de los 70, esos que ya iniciamos la vida que nuestros padres querían que tuviésemos pero que, por algún imprevisto –llámese realidad– nos hemos salido de ella en mayor o menor medida. En definitiva, toda una generación que no ha cumplido el supuesto sueño –americano o no– y que, según Favreau, además ha quedado en gran medida desconectada de lo que ofrecen las nuevas tecnologías. Pero no importa, porque la película va a dar respuesta a todo: demostrar la importancia de ser fiel a tus ideales y no dejarse pisar por las opiniones de otros; ensalzar la importancia del apoyo de los amigos, y saber cuál es la diferencia con los compañeros de trabajo; edulcorar la relación con los ex, que seguro puede ser mucho mejor de lo que pensamos –llegando a extremos paradójicamente tan previsibles como insospechados, por no querer creerlos; entrometerse en la relación con los hijos para aleccionarnos sobre nuestro egoísmo; y hacernos un repaso del funcionamiento de twitter, tan exhaustivo que incluso la traducción española no ha podido evitar convertir el título en hashtag, y que no obstante acaba obviando lo de la restricción a 140 caracteres (y también que ya se pasó la época de intentar sorprender y aleccionar al espectador sobre el doble filo de las redes sociales, como si se tratase de una nueva tecnología. Tienes un e-m@il (You’ve Got Mail, Nora Ephron, 1998) nos conquistó porque el correo electrónico aún estaba al alcance exclusivamente de unos pocos, pero, ¿twitter?). Si todo ello lo vamos conectando con primeros planos de comida a lo Burger King (eso sí, sólo durante más o menos la primera parte del filme, que luego se dará más protagonismo a los pájaros/tweets volando) que, por cierto, no siempre acaban de encajar con el mensaje de las imágenes del montaje en paralelo… tenemos la comedia ligera del verano, completamente olvidable no por su contenido sino por la excesiva cantidad de momentos preparados para tocar la fibra, y la neurona, del espectador… que acaba por quedarse, con suerte, con lo menos importante.
Así que el director firma una comedia estándar, con incursiones al subgénero romántico que sigue a rajatabla, y monta un argumento clásico para asegurar que avanza con ritmo (cosa que, lamentablemente, pierde en alguna ocasión), y entretiene al espectador que busca, exclusivamente, divertirse. Y es entonces cuando nos preguntamos si, en realidad, Favreau está triunfando. Al fin y al cabo, igualmente nos estamos dando cuenta de que quiere ir algo más allá, que es lo más importante.
Pero #Chef tiene varias cosas buenas. La conexión cine/comida es una de ellas. Independientemente de que no parece aspirar a ser película del subgénero culinario, en cuyo caso la comida debería ser el centro del filme, Favreau aprovecha a hacer un repaso por lugares con especialidades emblemáticas. Por otro lado, es imposible no pensar que #Chef tiene algo de autobiográfico: el crítico gastronómico podría ser perfectamente un crítico de cine, y la publicista, esa que no escucha, una clara referencia a los intereses comerciales de las majors. Sin embargo, el mayor acierto reside en la conjunción guion/casting. Favreau no lo tenía difícil para conseguir a los mejores, pero es que además el guion que él mismo firma es un excelente ejercicio de definición de personajes. Aunque alguno de ellos no aparece en pantalla más de cinco minutos, comprendemos a la perfección su forma de ser, les conocemos rápidamente y, aunque le falta tiempo para explicar más y profundizar en la relación pasada y presente del protagonista con alguno de ellos (los dos cocineros son un claro ejemplo de esto), a nivel global la conexión con todos es inmediata. Excelente trabajo el de Oliver Platt que es imposible nos caiga mal aun con todo lo que pasa gracias a sus expresión facial, y qué decir de Robert Downey Jr., sublime en su propia auto parodia protagonizando tres minutos de pura excentricidad, mano a mano con un Favreau que se nota ha escrito el papel a su medida, que para algo es el director.
En definitiva, #Chef es el “buen rollo” llevado a la máxima expresión, que suma mensajes ya conocidos pero los pone al alcance de un público mayoritario, y con menos insistencia dentro del desarrollo global del argumento para no perder ese halo de sencillez comercial. ¿Entretiene? Sí. ¿Se disfruta? También. Entonces, ¿funciona? Por supuesto. Porque necesitamos finales felices, por muy inverosímiles que sean. La inverosimilitud, simplemente, la deja sin poso. Poco más.