Tropical Malady

¡Como humo se va!

El cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul, se convirtió en uno de los autores más importantes y reconocibles del nuevo milenio, después de recibir el gran premio del jurado en Cannes 2004, por precisamente el título que nos ocupa. Incluso la prestigiosa publicación francesa Cahiers du cinema, no dudo en calificar Tropical malady como uno de los tres mejores trabajos de la década, junto con Elephant (íd., Gus Van Sant, 2003) y Mullholland Drive (Mulholland Dr., David Lynch, 2001). El autor ya había llamado la atención en Europa, dos años antes con su anterior realización, Blissfully Yours (Sud sanaeha, 2002), que revelaba su particular mirada y su concepción del tempo y el espacio fílmico. Sin embargo, esta película evidenciaba también otras características habituales del cine del director, empezando por un obtuso ensimismamiento y una tendencia al misticismo más simplón. Aún así, los brillantes veinte minutos finales, con una subversión absoluta del tempo narrativo y una emocionante comunión de los personajes con el espacio, conseguían elevar el alcance de una propuesta tan pretenciosa como vacía. Obviando, su siguiente trabajo, la pretendida transgresión pop que es The Adventures of Iron Pussy (Hua jai tor ra nong, 2003) codirigida por Michael Shaowanasi, que sigue siendo una de sus realizaciones más marcianas, Tropical Malady, parte de los hallazgos anteriores para conformar el que hasta la fecha es su filme más característico y reconocible.

Weerasethakul, intenta crear un nuevo cine de los sentidos, utilizando recursos poéticos y rompiendo con buena parte de las reglas expositivas, para tratar de construir una experiencia fílmica renovadora. Al igual que pongamos James Joyce con su imprescindible Ulises, el autor recogiendo los restos del lenguaje trata de, una vez destruidos, reconstruirlos y llevarlos a nuevas tierras inexploradas, erigiendo originales cimientos fílmicos. El espectador debe asumir que no se encuentra frente a una narración ordinaria y que por tanto su rol necesariamente ha de alterarse. Ha de estar dispuesto a ser sorprendido, manipulado e incluso alejado del filme en ciertas ocasiones. No hay más normas en la película que la propia conciencia. Y es que Tropical Malady intenta ser una suerte de fantasmagoría llena de enigmas que no podrán resolverse y el público deberá aceptar para entrar dentro del misterio que se oculta. Ahora bien, si las intenciones teóricas del cineasta son loables, mucho más cuestionables son los resultados.

Dividida en dos partes complementarias pero bien diferenciadas, el auténtico corazón de la pieza se encuentra en el segundo episodio. Desvanecidos la trama, los diálogos y los personajes, nos adentramos en las profundidades de la jungla para seguir al cazador (Keng, coprotagonista de la primera parte) en busca de la presa, el fantasmal tigre en que un chamán se ha transformado. La jungla y sus sonidos se tornan los principales protagonistas de este fragmento que se pretende libre y espiritual. Pero, poco parece hallarse, detrás de la bella utilización compositiva de los ramajes, a excepción de un exceso de autocomplacencia y vacío, que por muy de moda que esté en buena parte del cine contemporáneo, no conduce a ninguna parte. La supuesta pureza estética o el lenguaje reinventado no dejan de ser apuntes anecdóticos en una propuesta que naufraga por su propia ambición y torpeza. En el misticismo y espiritualidad que respira la cinta, antes se atisban las peores ideas del libro más irrisorio de Paulo Coelho que la serenidad de, por ejemplo, Rabindranath Tagore. Las hipotéticas nuevas experiencias sensoriales subjetivas de este fragmento, que consisten, entre otras lindezas, en intertítulos pretenciosos, hilarantes diálogos con mandriles (convenientemente subtitulados) y, sobre todo, en las penurias artísticas para camuflar la nada que transmite, en definitiva, todo el metraje, nos hacen añorar incluso la primera parte de la película, mucho más convencional, pero también más sólida, a pesar de lo poco interesante que resulta lo que cuenta. Con una peculiar delicadeza que en parte toma de Blissfully Yours, Weerasethakul, narra la bonita historia de amistad, que culmina en enamoramiento, del soldado Keng y su amigo Tong. Ciertos momentos, en especial algunos planos que poseen una rara belleza (los dos amigos sentados bajo la lluvia), y unos diálogos muy literarios pero también muy bellos, compensan un conjunto deslavazado y previsible, toscamente realizado.

El principal problema de Tropical malady es que jamás llega a fascinar o interesar. No tiene ni un ápice de la capacidad fundacional ni el alcance revolucionario o introspectivo del Ulises, por seguir con una obra (en este caso literaria) que intenta plantear una nueva forma de abordar su propia existencia. Todo esto, por supuesto (la reestructuración de la praxis fílmica o la búsqueda de que el espectador pueda interactuar con la realización) no dejan de ser divagaciones e impresiones que pueden estar muy lejos de las verdaderas razones que impulsan a Apichatpong Weerasethakul a construir su mirada. Pero lo que sí es significativo en nuestros días es el boom del Nuevo cine asiático y como determinada crítica ha creído ver en propuestas, que en demasiadas ocasiones, no pasan de curiosas, incuestionables piezas para entender el cine del nuevo milenio, cuando en muchos casos no son más que humo. Y es que buena parte del cine contemporáneo más representativo y en teoría más arriesgado no es más que una nada absoluta, camuflada tras un envoltorio estético brillante. Bajo las cuidadas (e incluso hermosas) imágenes de Jaco Van Dormael o Wong Kar Wai no hay nada, aparte, claro, de embelesamiento. Salvando las distancias, en los trabajos del cineasta tailandés, se observa mucho de esta tendencia, tan apreciada por cierta crítica, que catalogando título tras título como obra maestra, parece intentar ser la más moderna y cool del momento. Siendo positivos, lo mejor que puede decirse de un filme como el que nos ocupa es que es una rareza, una relativa curiosidad, que nada mucho más a favor de la corriente imperante de lo que pretende. Lo de considerarla, junto a dos trabajos tan discutibles, como Elephant y Mullholland Drive, uno de los mejores títulos de la década, tan sólo indica el lamentable estado de buena parte de la crítica, cada vez más aquejada de ceguera y amnesia, que como señalaba, parece encantarse con el humo que no va a ninguna parte.