Ojos azules, ni llores ni te enamores
Sería muy cómodo reducir El Niño (Daniel Monzón, 2014) a una película fronteriza de policías y narcotraficantes que a veces se parece a The Wire (Bajo escucha) (The Wire, 2002-2008. HBO), a veces a Contra el imperio de la droga (The French Connection; William Friedkin, 1971) y a veces a Corrupción en Miami (Miami Vice; Michael Mann, 2006). Pero también sería injusto y miope. Porque, bajo sus ropajes de thriller policíaco vibrante (que no confuso) y musculoso (que no testosterónico), oculta una confrontación generacional que define a las bravas, con dolorosa precisión, el momento social de nuestro país. Por eso no hay buenos ni malos, ni justos ni injustos, porque los que, en realidad, se enfrentan son los baby boomers que representa el policía Jesús (Luis Tosar) con los ni-nis a los que da cuerpo El Niño (Jesús Castro). A un lado, los que creyeron que, superado el lastre del franquismo, y gracias al acceso del proletariado a la educación superior, iban a poder cambiar una sociedad caciquil que la crisis ha revelado que sigue siendo igual de indigna, de desequilibrada. Por el otro, los que se asoman a la edad adulta con un erial raquítico como horizonte, y que han aprendido que sale más a cuenta convertirse en tronista de Mujeres y hombres y viceversa (2008-?. Telecinco) que sacarse una carrera. Y ambos, dándose de cabezazos contra unas estructuras de poder –al fin y al cabo, el comportamiento de las mafias del narcotráfico no está muy alejado del de las grandes empresas– que se ríen de la disidencia de las hormigas que pasan entre sus piernas, y que no dejan más salida que la frustración y la rabia estériles o el dejarse vencer que representa Sergio (Eduard Fernández).
De la misma manera que, viendo a Jesús, no podía dejar de ver en él a un «Popeye» Doyle ni tan putero ni tan fetichista, pero igual de obsesivo y de rencoroso –incluso comparten un antagonista extranjero etéreo, casi fantasmal: uno Alain Charnier (Fernando Rey), el otro el Inglés (Ian McShane)–, la primera vez que aparecieron en pantalla tanto El Niño como su mejor amigo, El Compi (Jesús Carroza), me acordé casi de inmediato de Álvaro Pérez y de Jacinto Bobo en Obra 67 (David Sainz, 2013). Porque, de forma similar al creador de Malviviendo (2008-2014), Monzón y Jorge Guerricaechevarría deconstruyen el empleo habitual del gracejo andaluz como generador automático de gags –si un personaje habla con acento del sur, culturalmente parece que hay que reírse sí o sí–, y ensombrecen, secuencia a secuencia, un universo inicialmente definido por la luminosidad, por el desenfado, hasta hacerlo casi irrespirable. Igualmente, ese desparpajo que, en principio, define tanto a los protagonistas de Sainz como a los de Monzón, representa con eficacia su inocencia vital, la vulnerabilidad emocional que esconden tras su pose de tipos duros: cuando, en ambos casos, acceden a un mundo paralelo, desconocido para ellos –el de un asesino en serie que, a priori, no lo parece, en un caso; el del tráfico de hachís desde África, en el otro–, se encuentran desprotegidos ante una realidad que les supera, por mucho que, en su actitud de post-adolescentes cínicos, pretendan hacer ver que no es así.
No sé si alguna vez se han rodado en nuestro país persecuciones acuáticas como las que muestra El Niño. Sorprende que, en un país peninsular como el nuestro, con una parte tan grande del territorio viviendo cara el mar, nuestro género policíaco –numéricamente irrisorio en lo cinematográfico, pero con títulos sobradísimos de interés– haya obviado semejante extensión virgen. Y consciente de ello, Monzón se recrea en ella, deja que tome preeminencia en sus encuadres, que guíe las acciones y las decisiones de sus personajes y, sobre todo, que marque las set pieces más espectaculares de la función, que son las que, en lo superficial, pueden traer a la memoria al Mann de Corrupción en Miami –más que nada por esa imagen tan icónica de las lanchas cabalgando sobre las olas, elevando espuma por los aires, y que tan bien define la necesidad de libertad de su joven protagonista–, cuando en realidad su ambición estética sintoniza con la claridad y el hiperrealismo de los thrillers de los años 70. Los propios actores son los que conducen los coches, guían las barcas y se miran en la distancia cuando se enfrentan en movimiento –cfr. el estupendo momento en que Jesús sale de un costado del helicóptero de la Policía, escopeta en mano, para ordenarle al Niño que detenga la lancha rápida en la que se desplaza–, y gracias a ello la película trasciende su propia naturaleza de relato policíaco y se convierte en un enfrentamiento no tanto moral como emocional entre dos hombres, de edades muy distintas, que intentan encontrarle sentido, a la desesperada, a sus respectivas existencias. Sin importarles lo más mínimo perder la vida por el camino. Como si fueran personajes de Melville –y los ojos de Castro fueran como los de Alain Delon–.