Nostalgia de gueto

Esa cosa llamada cine gay

«La heterosexualidad es el opio de las masas»
The Raspberry Reich. Bruce LaBruce

«En una sociedad donde todo está prohibido se puede hacer todo; en una sociedad donde se permite algo, sólo se puede hacer algo»
Saló o los veinte días de Sodoma
(1975), de Pier Paolo Pasolini

Cualquier corriente artística que se etiqueta no hace más que autolimitarse. Lo peor es cuando no se etiqueta a sí misma, que es casi siempre, sino que la etiquetan empresarios. O políticos. O políticos aspirantes a empresarios. O viceversa. Todo ello ha contribuido para que el cine gay actual sea un cúmulo de imposturas, tejemanejes, ingenuidades y lugares comunes: cualquier cosa menos un arma de provocación o revulsión. Aunque quizá sea igualmente ingenuo echar sólo la culpa a los de arriba. Ahora más que nunca es el propio gay quien no quiere ser definido como desviado o anormal, olvidando precisamente que es en ese orden y en esa normalidad donde viven, crecen y se alimentan los auténticos monstruos. Es triste pensar que la epopeya que han protagonizado los homosexuales durante el último siglo, con una conquista progresiva de derechos y libertades, concluya precisamente donde empieza la angustia del hetero convencional: en la familia, en la pareja, en la aceptación social y en la aplastante y abúlica normalidad. En paralelo, el colectivo pierde fuerza como grupo contestatario y alternativo, quedando algunas de sus anteriores reivindicaciones como un eco, lejano y superado, de otros tiempos más difíciles. Mientras, uno se pregunta hasta qué punto la sociedad acepta la diferencia y hasta qué punto la amolda a unos cánones preestablecidos. ¿Qué queda entonces? La nostalgia de gueto.

Me dirán algunos, no sin razón, que los logros individuales son más importantes que las películas. Aun así, escribiendo desde esta posición no tengo más remedio que anteponer el cine a la vida. Es casi obligatorio. Y este cine que tantas emociones nos despierta existe, entre otras cosas, porque hay fricciones, enfrentamientos, desacuerdos, y quedan terrenos que conquistar. Cuando se van alcanzando estas metas, el cine también muere un poco. Porque su cometido ya no es tan necesario, aunque muchos se empeñen en que sí y lo que se produce a partir de entonces ha que ser por fuerza artificioso e impostado. El arte necesita de los tabúes, de la marginación, de la división del mundo entre buenos y malos, de la clandestinidad, de la prohibición, incluso de la injusticia para sobrevivir. Requiere de una búsqueda continua de alternativas, pero no de alternativas que nazcan dentro del sistema como vías válidas de acción y pensamiento, sino de movimientos que vayan directamente en contra de lo establecido, atacando sus bases y proponiendo otras soluciones y otros mundos, posibles o no, mejores o peores que el presente. Y cuando todo esto se esfuma porque la desidia colectiva hace que no sea posible siquiera planteárselo, ¿qué nos queda? La nostalgia de gueto.

«(…) ya nadie quiere ser contracultura, es algo que queda como reaccionario, sectario, profundamente antidemocrático e incluso liberticida»
Fanzine Jo Tía! Número especial Japón. Editorial

Añorar la furia de Valerie Solanas cuando las mujeres han accedido a un terreno antes impensable puede parecer estúpido. Es el mismo sentimiento que nos lleva a recordar con cariño a los Panteras Negras en un momento en que existe un presidente afroamericano en la Casa Blanca. Pero no conviene despreciar a la ligera la honestidad de esta nueva nostalgia de gueto; la pérdida de alternativas y la paulatina desaparición de lo anormal es una de las consecuencias más evidentes, e inquietantes, del mundo globalizado. Porque a mí, lo que me asusta no es tanto la defensa a ultranza de la familia y los valores tradicionales de los partidos conservadores, que no hacen sino mantenerse coherentes con su discutible ideología, sino la progresiva instrumentalización del discurso homosexual llevada a cabo tanto por los partidos progresistas como por la mayoría bienpensante, y el empeño entusiasta de los cabecillas del movimiento por formar parte de una fiesta organizada y alentada por un sistema que les dio la espalda, abogando por una integración incondicional que, por fuerza, ha de pasar por la pérdida de sus principales señas de identidad. El circo mercadotécnico actual, con una irregular alternancia de exhibicionismo hortera y victimismo de andar por casa, plagado de doctrinas y estereotipos familiares y políticamente correctos, poco o nada tiene que ver con lo apuntado, en otros tiempos, por novelistas como Burroughs o John Rechy, y realizadores tan personales, y diferentes entre sí, como Fassbinder, Pasolini, Genet, Cocteau, Jack Smith, Warhol, los hermanos Kuchar, Morrissey o Anger.

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El compromiso social y político de la causa gay post-Stonewall acabó cristalizando, entre otras cosas, en las llamadas imágenes positivas. La pretensión del lobby gay de que los homosexuales en el cine aparecieran limpios, moralmente intachables. Los estereotipos de la mariquita loca y del gay triste fueron oportunamente desterrados. El SIDA, que en un principio tomó sus principales víctimas dentro de los homosexuales, influyó considerablemente en esta toma de conciencia. Lo malo es que con la matraca de la imagen positiva, todos salimos ganando menos las películas. Y aunque estas batidas tengan sus fuertes defensores, yo soy de los que piensan que el fin no acaba por justificar los medios. Algún día convendría revisar películas relativamente celebradas en su momento como Compañeros inseparables (Longtime companion. Norman René, 1989), Trilogía en Nueva York (Torch Song Trilogy. Paul Bogart, 1988) o Philadelphia (Demme, 1993), para darnos cuenta de que, en el fondo, poco hay que rascar tras su valor testimonial y sus buenas intenciones.

La cosa fue a peor cuando esta supremacía de la imagen positiva se alió con las peores formas del cine indie, dando lugar a un cine gay de usar y tirar, doctrinario, banal y pomposamente triunfalista, carente de sentido del humor incluso en sus vertientes más ligeras (se lo preguntaba Román Gubern el 12 de agosto de 2010 en El País: «Ahora que la causa gay es políticamente correcta, al incursionar en el chiste y la caricatura, puede resultar socialmente y comercialmente peligrosa»). Alberto Mira, autor del minucioso y muy lúcido Miradas insumisas (Egales) es, a juicio de quien esto escribe, excesivamente optimista con esta tendencia, aunque tiene razón en reconocer que su radicalidad ha menguado con los años y que a día de hoy, afortunadamente, podemos disfrutar de una variedad de perspectivas ligeramente mayor.

Pero gran parte del daño ya está hecho, y no deja de ser sintomático que numerosos miembros de la comunidad gay y aledaños (léase mariliendres) reaccionen airadamente contra la instrumentalización por parte de grupos políticos y medios de comunicación, y contra el estereotipo del gay moderno, generando una homofobia festiva, selectiva y mucho más consecuente de lo que parece. Es la única forma de entender ciertas declaraciones, hechas desde el humor o el cinismo pero  a fin de cuentas sinceras, y que himnos tan salvajes como el envenenado Maricones, no gracias [1] del grupo gallego Superputa se reciban con carcajadas y vítores por parte de sus supuestos objetos de burla. Son los homosexuales reaccionando contra sí mismos, dirán los poco informados; no: son los homosexuales reaccionando contra una imagen pública en la que no se reconocen.

Pese a que no sean pocos los activistas que insisten en su necesidad «ahora más que nunca”, el mismo Orgullo Gay es, también, otra artimaña. Alejandro Melero, en su incisivo Placeres ocultos (Notorious ediciones), describe el Orgullo de los primeros años como una reunión mínima y clandestina donde cada uno de los invitados se jugaba poco menos que el pescuezo. Los años la han convertido en algo institucionalizado, con la desconfianza que debería despertarnos sistemáticamente cualquier manifestación organizada desde el poder. En un momento en el que el mundo hetero pierde gas y enseña algunas de sus carencias, el reino del arco iris vuelve a hacer bandera del sexo libre. La culpa de que a día de hoy los heteros vivan su sexualidad de una forma más reprimida que los homosexuales sólo cabe achacársela a ellos mismos; sin embargo, este intercambio de consignas también acarrea serios peligros. Curiosamente, un autor como Juan Manuel de Prada, hoy tan asociado a posturas tradicionalistas al menos en cuanto a su actividad periodística se refiere, esbozaba en 2001, en las páginas del diario ABC, algo parecido a nuestra nostalgia de gueto, a propósito de la celebración del Orgullo: «El clima de fanfarria, con unas gotitas de astracanada y desvarío surrealista ha acabado por resultar inofensivo (…) La apertura higiénica y demoledora de tantos tabúes no merece el corolario de la parodia (…) La delgada línea que separa la reivindicación de la carnavalada está a punto de ser traspasada; nadie contempla con tanto regocijo y satisfacción esta posibilidad como los enemigos de los homosexuales, que quieren verlos convertidos en irrisorios monstruitos de feria». Si este texto es homófobo, alguien me tendría que volver a explicar el concepto.

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De manera complementaria, es curioso comprobar cómo en ciertas comedias populares realizadas por heteros persiste la esencia de la comedia de mariquitas, condimentada con un mensaje integrador y buenrollista que parece más una claudicación que un emblema. Así, en Tango para tres (Three to tango. Damon Santostefano, 1999), el macho alfa se hará pasar por gay para acercarse a la chica que le gusta, o en la sandleriana Os declaro marido y marido (I now pronounce you Chuck and Larry. Dennis Dugan, 2007), el triunfador homófobo cambiará su actitud frente al colectivo homosexual después de pasar por un proceso similar. Sobre todo en esta última, el didactismo del mensaje final pretende redimir, en parte, el tono condescendiente de muchos de sus chistes. No es el caso de la más aguda In and out (Frank Oz, 1997), uno de los pocos casos dentro de la comedia popular donde el protagonista sí llega a abrazar la vida homosexual en una resolución que habría sido impensable en los teóricamente más desmadrados setenta [2].

«Los discursos que arremeten contra la represión, ¿son un ataque a los mecanismos del Poder que han operado libremente hasta entonces, o por el contrario son parte de la misma red histórica que pretenden denunciar (y que sin duda representan) y que llaman “represión”?»
Michel Foucault. Historia de la sexualidad (citado en Alejandro Melero Salvador, Los placeres ocultos)

Hemos visto como, desde comienzos de los noventa, y al margen de las pataletas de la derecha, la causa gay pasó a ser socialmente aceptada y aplaudida por esa mayoría progresista tan asentada y orgullosa de su tolerancia como obcecada y, a la postre, manipulable. El cine que se hizo bajo las directrices de esa etiqueta se las apañó para desterrar esa imagen sucia del homosexual, haciendo crónica de su sufrimiento. Esto nos lleva a recordar títulos,  poco a nada memorables más allá de su función social, tanto en sus enfoques dramáticos (Get Real Simon Shore, 1998, La belleza de las cosas —Beautiful thing. Hettie MacDonald, 1996, Los juncos salvajes Les roseaux sauveages. André Techiné 1996…) como en su vertiente humorística y supuestamente despendolada (Todos están locas Pédale dulce, Aghion, 1996, Hombres, hombres, hombres Uomini, uomini, uomini. Christian de Sica, 1995, The fluffer Glatzer y Westmoreland, 2001, Billy´s Hollywood Billy´s Hollywood Screen Kiss. O´Haver, 1998, todas ellas entre el histerismo y la ñoñería). Por no hablar de otras muestras no menos oportunistas y políticamente correctas, como la inserción del fenómeno drag en las carnes de la comedia vitalista y popular To Wong Foo. Thanks for everything, Julie Newmar (Beeban Kidron, 1995), del lesbianismo en el relato de superación de sobremesa Sólo ellas… los chicos a un lado (Boys on the side. Herbert Ross, 1995), o la transexualidad reconvertida en savia de melodrama indie (Transamerica. Tucker, 2005). Cuando el clima real ya no está tan contaminado y la fuerza de los enemigos reales ha menguado de forma considerable, cuando la homofobia es lo políticamente incorrecto y no al contrario, las películas gays caen en el ridículo retratando batallas inanes en busca de una cierta épica o, al menos, de una complicidad: la censura de libros de contenido lésbico en una librería de barrio (Better than chocolate Anne Wheeler, 1999) un padre entusiasta de Richard Nixon (Dorian Blues Tennyson Bardwell, 2004 ), el problema de comunicación con la familia (¿Entiendes? Pourquoi pas moi? Giusti, 1999) o el choque con el universo femenino (Tormenta de verano Sommersturm. Marco Kreuzpaintner).

Si esto ya aparece más que subrayado en el cine independiente, tanto más en el de los grandes estudios. Hollywood ve en el movimiento gay una excusa inmejorable para plantear sus historias de superación personal, abordadas desde una perspectiva alegórica, costumbrista, hagiográfica o las tres cosas a un tiempo. El resultado ha proporcionado obras de notable valía en su formulismo oscarizable y a buen seguro hace más mella en la audiencia global que las propuestas marginales, pero la distancia con algunos de los directores más personales, como Fassbinder, es la misma que media entre El color púrpura (The color purple. Spielberg, 1985) y el cine blaxploitation… es decir, no se trata de una continuación, ni de una evolución, sino de una desviación, incluso de un reciclaje interesado de elementos. La gran maquinaria de la globalización ya estaba en marcha, nos gustara o no. Por su parte, series como Queer as folk (2000-2005) o The L Word (2004-?) aportan su granito de arena a esta homogeneización de escaparate, ofreciendo una perspectiva glamourizada, falsamente atrevida a lá Sex and the city, con la nada disimulada intención de despertar la envidia y la curiosidad del público hetero.

Y un caso muy significativo es el de la parodia Not another gay movie (Todd Stephens, 2006). En su deseo de parecerse a la comedia heterosexual, el cine gay ha acabado por adoptar la totalidad de sus tics y claves, sus carencias, su mecánica y su caligrafía, hasta tal punto que cuando aspira a burlarse de sí misma, a su comedia no le queda otra que calcar la fórmula ajena cambiando el sexo de los protagonistas. De este modo, la comedia gay no deconstruye ni reescribe; se limita a bajar la cabeza y reconocer su subordinación al modelo.

Paulatinamente alejado de su marginalidad original, el cine lésbico vendido como tal avanzó por dos caminos muy bien diferenciados: el del panfleto (Lynne Ramsay, la primera Rose Troche) y el de la fábula social. Los riesgos y problemas del primer enfoque son evidentes; los del segundo, no menos graves. El mismo concepto de fábula ya nos da pistas sobre una intención aleccionadora, que suele implicar una poetización del encuentro amoroso entre mujeres. Esta idealización, subrayada por la opción estética, es marcadamente asexual, lo que desde mi punto de vista ya constituye un error de base. Muy lejos de la furia reivindicativa de Silvia ama a Raquel (Diego Santillán, 1978), las películas actuales sobre lesbianas, de Fucking Amal (Lukas Moodyson, 1998) a Elöise (Jesús Garay, 2010), retratan sus historias y encuentros con una contención y una estética de postalita que no siempre las hace cursis, pero casi siempre más ingenuas y falsas. No creo que sea disparatado comparar esta opción con el punto de vista –a mi juicio, tanto o más desnortado- de algunas popes del feminismo contemporáneo como Erika Lust, puesto que ambas parecen empeñadas en alejar sus películas de todo lo que el espectador tenga codificado como correspondiente al cine heterosexual. En el caso del cine lésbico, desterrando el componente erótico a fin de castigar al público voyeur. En el caso de Lust, pretendiendo que el nacimiento de un cine pornográfico de mirada femenina pase forzosamente por la reversión de los códigos de género y una desmesurado refinamiento de la forma.

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Al otro lado nos encontramos con otros directores que aún reconociéndose homosexuales o al menos bisexuales prefieren adoptar las maneras del cine hetero porque se sienten fascinados por ellas, o se divierten reinventando esos mitos a través de una mirada ambigua, una reconstrucción vitriólica o simplemente una mayor sexualización de las formas. A diferencia de, pongamos, George Cukor o James Whale en el pasado, no permanecen dentro del armario cinematográfico por obligación, sino por voluntad propia, bien porque desconfían del cine militante, bien porque su imaginario personal es fundamentalmente heterosexual, como le ocurre a muchos gays, o bien porque prefieren cambiar la industria desde dentro. Las películas de John Waters, Francois Ozon, Gregg Araki (cuya filmografía alterna muy astutamente códigos heteros con otros claramente homosexuales, y ha ganado en interés conforme ha ido peleando por librarse de sus etiquetas originales) o Joel Schumacher representarían ejemplos muy variopintos de esta tendencia. Hallamos, por tanto, una de las claves de esta reflexión: el cine gay gana enteros cuando se muestra ambiguo y reacciona contra su etiquetado, y se hunde irremisiblemente al ceder a las peligrosas tentaciones de la autoconciencia.

Por supuesto que también existen excepciones estimables dentro del cine más militante. Y esto nos lleva a la actualidad, y a figuras como John Cameron Mitchell y, sobre todo, Bruce LaBruce. Con todo, cabe señalar que incluso LaBruce ha caído alguna vez en sus propias trampas: hablo de la muy decepcionante Otto, Up with dead people (2008).  Pero… ¿cómo no vamos a calificar de imprescindible a alguien que ha parido lo más cercano a una Obra Total del Cine Gay: The Raspberry Reich (2004)? Irreverente pieza de buscada incomodidad, este título de culto gusta de rebuscar en la estética callejera y macarrilla de Richard Kern o el primer Waters, con una mirada sobre la revolución tan venenosa y en el fondo amarga que casi parece digna de los Monty Python. Que su rabia sobreviva de aquí a unos años ya es otra historia.

«La homosexualidad como expresión erótica y artística tiene que liberarse del activismo gay, que sistemáticamente simplifica temas y elude sus implicaciones»
Camille Paglia. Vamps & Tramps

Uno de los más claros distintivos de esa mayoría acomodada que antes señalábamos es su firme convicción de que ya no quedan tabúes por romper. No hay quien les baje del burro de que lo que ellos defienden y toleran es de puro sentido común y las cosas que se quedan fuera de su campo de visión están ahí porque no tienen cabida en un mundo democrático. No vale la pena explicarles que el concepto de lo que es monstruoso, aberrante o aceptable también ha cambiado con el paso de los años. Está claro que a día de hoy una película como Get Real, o como Los dos lados de la cama, tiene a esta mayoría como una parte muy representativa de su público objetivo, lo que nos confirma lo que ya temíamos: que este cine ya ha perdido todo el interés revulsivo que pudo tener en su momento, y propuestas como The Raspberry Reich sólo pueden ser entendidas como audaces y crepusculares cantos de cisne. Pero esto no debería llevarnos a engaño: siguen existiendo tabúes en el cine, como persisten en la sociedad.  Ahí están, sin ir más lejos, los terroristas, los violadores y los pederastas [3].

No se trata, por supuesto, de fenómenos equiparables, principalmente porque sus actos acaban afectando y perjudicando a terceras personas. Sería un irresponsable (aun más, un cretino) si pretendiera establecer una comparación entre una persona que se limita a vivir su sexualidad de forma consentida con otro adulto, con quienes la imponen por la fuerza desestimando las consecuencias. Con todo, pido a mis lectores que hagan un pequeño esfuerzo. El cine, sobre todo si aspira a un cierto grado de subversión, no debería desestimar jamás las oportunidades de explorar aquello que provoca un rechazo generalizado. Profundizar en ello, interrogarlo, conseguir que de esta experiencia surjan más interrogantes, quien sabe si reveladores. Entre nosotros, la pederastia se percibe como un tabú porque constituye una amenaza a la infancia e indirectamente a la familia, uno de los pilares del modelo actual de sociedad [4]. La violación es, a su vez, una amenaza contra la propiedad privada, una propiedad que trasciende a la vivienda: el cuerpo de cada uno. El terrorismo es una amenaza contra el sistema en sí mismo. Aspira a volarlo por los aires para empezar de cero. Los representantes del sistema, que de tontos no tienen un pelo, han establecido asimismo unos mecanismos de protección descomunales contra estos fenómenos; tanto es así que hasta su apología ya constituye un delito. Debería hacernos pensar que la sola mención, en una barra de bar o en un minúsculo blog, sobre estos temas desde una perspectiva no ya apologética sino simplemente ambigua ya nos convierte en sujetos encarcelables, no únicamente ante la opinión pública sino ante la ley. Pero poco o nada puede hacerse ante el hecho de que cada cineasta, como cada adolescente, tenga en su interior a un terrorista. El adolescente desde tiempos inmemoriales ha repudiado el sistema establecido, cuestionando sus normas y obligaciones con una furia que se atenúa y disipa con la llegada de la edad adulta. En su empeño, las más de las veces obsesivo, por dinamitar el sistema, el adolescente tiene dos opciones: o bien lo hace de verdad, como un terrorista o un violador, una alternativa que no recomiendo, o bien utiliza el arte como catarsis. Desde mi punto de vista esta segunda opción es perfectamente legítima, aunque no son pocas las noticias que hoy nos recuerdan los límites que siguen imponiendo algunos a la representación, y el ya mencionado delito de apología, que pese a abarcar distintas cosas, precisar otros matices y conducir, forzosamente, a otros debates, no deja de constituir, también, otro escollo insoslayable desde el punto de vista creativo.

Si descartamos de entrada esta perspectiva, para mí, ya les digo, indisociable al concepto de underground (o al de un underground redivivo tras los daños del huracán Indie), lo único que nos queda es imposición de pensamiento y ombliguismo a granel. Ese peligroso qué diferentes que somos pero cuánto nos queremos porque nos aceptamos. Ese nocivo Hemos llegado a un punto en la historia en el que podemos dictaminar lo aceptable y lo inaceptable. Ese brutal Seamos intolerantes con los que consideremos intolerantes.

Confiemos en que el cine todavía pueda seguir poniendo en jaque nuestros puntos de vista, ahondando en aquellas zonas oscuras que siguen torturándonos en la intimidad. A estas alturas, uno ya ha perdido toda esperanza en cine gay social y moralmente subversivo, más que nada por lo que ha quedado más que subrayado en estas líneas: que el gay no está dispuesto a correr el riesgo de sacrificar su integración y porque la causa homosexual ya es políticamente correcta. Pero eso no significa que no queden muchas habitaciones sin luz, muchas ventanas cerradas, y muchos armarios ocultos tras la polvareda del buen rollo. El cine, ahora, tiene el poder y la responsabilidad de remover esa gran montaña de ropa sucia, juntarla y arrojárnosla a la cara.


[1] “Vosotros, invertidos, ¿Qué os creéis? ¿Que tenéis derechos? ¿Que sois personas? Si Franco levantara la cabeza se daría con la tapa en las narices. Deberíais iros con vuestros apestosos culos dilatados a trabajar de verdad y dejaros de mariconadas. A mí si me preguntan lo tengo muy claro, pues digo: maricones, no gracias. (…) Pero qué patéticos sois, con esas camisas apretadas y esas cejas depiladas. Compraros un espejo y metéroslo por el culo. ¿Qué os pensáis? ¿Que por ser maricas vestís bien?”

[2] Un caso extremo de esta tendencia podemos verlo en la española Los dos lados de la cama (Martínez Lázaro, 2005), donde la radicalidad del mensaje final (“todos somos bisexuales”) contrasta con las formas de un cine inofensivo y en absoluto contracultural. Da la impresión de que hoy día los componentes más subversivos del pensamiento gay han sido perfectamente asimilados e interiorizados por el público mayoritario, desprendiéndose así de todo componente crítico o iconoclasta, hasta tal punto de llegar a convivir sin problemas con la normalidad más uniforme.

[3] Tanto es así que las únicas películas subversivas desde el punto de vista moral son las que abordan de una perspectiva distinta alguna de estas tres realidades. No es extraño que la mayoría de ellas sean anteriores a 1990. Si algún lector tiene dudas de si existen películas que defiendan, aunque sea veladamente, la violación, le recomiendo que revise las interesantes Escándalo en las aulas (Term of trial. Glenville, 1962) y La condena (La condanna. Bellocchio, 1991).

[4] Volviendo a Paglia: «Los daños en muchos encuentros pedofílicos probablemente proceden, como sugieren algunos psicólogos, no tanto del contacto en sí como de la tensión cultural forzada y del secreto que la rodea» (Vamps & Tramps. Editorial Valdemar).