Shirley: Visiones de una realidad

Ficciones a la luz del sol

ShirleycartelDe un tiempo a esta parte la relación entre el cine y el resto del magma audiovisual recuerda a la de la infortunada Ucrania respecto a la madre Rusia. En su momento cofundadora de un imperio y referente obligado en el escenario global, su enajenación del núcleo de poder regional la ha expuesto a todo tipo de amenazas internas y externas, incentivándola en su desesperación a tender puentes y entablar diálogo con cualesquiera interlocutores que le brinden no ya una salida, sino una esperanza.

Si hablamos de otro viejo imperio, el cinematográfico, uno recuerda salir de ciclos de cine y pintura con la sensación de haber contemplado una carísima colección de caprichos personales de los realizadores, muestras de filantropía zarista hacia grandes pintores con biografías miserables. Ahora el escenario ha cambiado. El cine ya no es la verdad ni la mentira 24 veces por segundo, sino sus migajas. La parte mollar se la llevan otras manifestaciones audiovisuales con las que el séptimo arte y sus mecenas negocian en inferioridad, dejando la realidad de la que supuestamente hablan de fondo o, si la ocasión lo propicia, como mercancía. El papel de la crítica termina consistiendo en sancionar estas colaboraciones entre supervivientes como matrimonios de conveniencia a evaluar según la etnia, los ascendientes o el nivel económico de la otra parte.

Shirley01

Por ello y frente a las uniones lujuriosas entre cine y videojuegos, dañinas para los sacerdotes de un statu quo cultural que va perdiendo vigencia, Shirley: Visiones de una realidad de Gustav Deutsch no podía presentar mejor partido: nada menos que el pintor estadounidense Edward Hopper, cuya obra se ha visto revalorizada por diversas exposiciones de eco internacional en la última década. La película propone una colección de escenas representativas de la vida de una actriz de teatro en Nueva York, desde la Gran Depresión a los movimientos antirracistas de la sociedad americana de los años sesenta, pasando por la II Guerra Mundial. Cada fragmento se basa en una obra diferente de Hopper, cuyo cromatismo y perspectiva son mimetizados por la puesta en escena con escasas variaciones.

De la respetabilidad del referente parece derivarse, pues, la subordinación del cineasta a sus coordenadas estéticas y temáticas, desterrando la ilusión de diálogo entre iguales. El austríaco expande un determinado universo a partir de su monolito fundacional (la obra de Hopper) como un jardinero plantando arbustos en torno a un palacio inexpugnable. El resultado es un fanfiction para el circuito de salas de V.O.S. que espeja la relación de este tipo de público con la cultura, dependiente de narrativas artificiales —las claves de un semanario de tendencias, por ejemplo— que salven la distancia entre su realidad y la del autor en cuestión.

Shirley02

Esta narrativa ad hoc al servicio del espectador entronca con la serie conceptual que remata Film ist a Girl & a Gun (2009), en la que mediante un montaje-Frankenstein Deutsch superponía su propio discurso al de otras imágenes extraídas de diferentes películas silentes. Sin embargo, en el film que nos ocupa el préstamo indirecto (no hay material de archivo) abona el terreno a la diégesis de gran relato: la que aúna la Historia que atraviesa la protagonista con sus vivencias íntimas. La contradicción entre este ánimo clasicista y la rigidez derivada de la sumisión a lo pictórico pone a Deutsch contra las cuerdas, obligándole a hilvanar el metraje mediante recursos que condenarían a directores como Ron Howard o Paul W.S. Anderson, tales como la monótona voz en off o los resúmenes radiofónicos del periodo en que se ambienta la escena que prologan. La narración pronto agota el planteamiento estético de partida sin atreverse a ir más allá, fiel a un estatismo ocasionalmente roto por reencuadres tan delicados que, en lugar de episodios de la protagonista, parecen querer transmitir la experiencia del visitante de museo —de hecho, un propósito confesado por el propio Deutsch.

La contextualización arbitraria de la obra de Hopper no es un mero defecto de la película. Tanto la cotidianeidad sublimada de los escenarios del artista como sus influencias transparentes atrapan vanidades, conclusiones ufanas sobre sus intenciones y sobre su percepción del extrañamiento inherente a una sociedad americana que vivía cambios traumáticos. Sin embargo, las figuras de sus cuadros —presentes y ausentes— parecen resistirse a una vana toma de conciencia sobre la realidad de su época. Prefieren acaso recogerse en ese espacio al margen que convenimos en acotar lingüísticamente con la palabra «soledad», a pesar de las connotaciones volitivas que excluye el término y que pueden apreciarse en Morning Sun o en Hotel Room, por ejemplo. Shirley no se levanta sobre este concepto, sino sobre su opuesto: la celebración eucarística de la cultura a través de su consumo colectivo, de la cual queda excluida la mujer de New York Movie y demás almas condenadas a redefinirse con el sol cada mañana.