1. Los recuerdos
No sabía nada, pero ya me sentía un poco mejor». Con esta frase, que cerraba la pesquisa narrada en Rastreador de estatuas (Jerónimo Rodríguez, 2015), empezaré yo este texto, mi parte de la crónica a seis manos. Y arranco por ahí, con esa frase, que me recordó vagamente a la primera que pronuncia el protagonista de Misterios de Lisboa (Raúl Ruiz, 2010) —«yo tenía catorce años y no sabía quien era»—, porque la encontré una forma hermosa de terminar una película, y porque no he dado, en estos días que han pasado, con otras palabras que pudieran ayudarme a empezar a escribir, a desencadenar la escritura.
Llegué tarde a la película de Jerónimo Rodríguez, me confundí de sala y tuve que correr para cazarla a tiempo, y lo cierto es que salí también con una sensación de estar llegando tarde a algún otro lugar. Su dispositivo es tan sencillo que no precisa ni siquiera de formas humanas frente a la cámara. Sentí envidia: ¿por qué no estaba yo rodando algo parecido, si llevo toda la vida dedicándome a eso, a la pesquisa como estado mental, a la búsqueda de algo que no sé ni qué es ni si existe? Rastreador de estatuas es un documental sobre el recuerdo como viaje y el viaje como recuerdo, en el que Jorge, narrador y alter ego del realizador, persigue un busto o una estatua que su padre le habría mostrado muchos años atrás, una estatua de un médico, quizá portugués, quizá Egas Moniz, el padre de la lobotomía, con quien Jorge se topa casualmente viendo Monos como Becky (1999), el documental de Joaquín Jordà. Ese es el punto de partida de una travesía que, para recorrer los senderos de la memoria, conllevará varios viajes desde Nueva York a Santiago de Chile (donde nació Jerónimo Rodríguez y donde se supone que se halla el busto) además de un paso fugaz por Argentina y, al final, Lisboa, la ciudad de los misterios. Lisboa, en la que recalaron aventureros del cine como Alain Tanner o Robert Kramer. Y Jerónimo Rodríguez da cuenta de su viaje mayormente a través de serenos planos fijos, que muy ocasionalmente se desplazan, sólo en algunas ocasiones en que la cámara sube a un coche o a un autobús. Pero la voz del narrador nunca nos abandona, y al mismo tiempo que un recuerdo le lleva a otro, a nosotros también nos es dado poner en relación sus memorias con las nuestras, y compartir la melancolía que siente cuando filma Greenpoint, el barrio polaco de Nueva York en el que reside actualmente, con los lugares que siguen ahí y los que ya no están.
Si Rastreador de estatuas habla de los recuerdos y de cómo se forman, en La propera pell, el último largometraje de Isaki Lacuesta e Isa Campo, que clausuró el festival, el proceso de recordar (o de olvidar) deviene carne de psychotriller. En la película, Ana (Emma Suárez) se reencuentra, ocho años después y tras darlo por muerto, con un joven (Álex Monner) que asegura ser su hijo desaparecido. Con una premisa que, de entrada, recuerda poderosamente al documental El impostor (The Imposter, Bart Layton, 2012), Campo y Lacuesta urden una intriga, turbia y hasta mórbida por momentos, en la que llegamos a experimentar la sensación de no saber si hemos estado lo suficientemente atentos o si se nos han dado todos los datos necesarios para tener la certeza de que el joven es quien dice ser. Me ocurrió a mí, que me quedé sopa durante los primeros veinte minutos y luego tuve que preguntarle a un amigo si durante ese tiempo se daba información relevante. Me contestó que no, que no ocurría gran cosa, e hizo una observación que encontré harto aguda: le había gustado mucho el título de la película, La propera pell, lo encontraba harto apropiado, y es que lo que atrapa del filme es esa idea terrible de que un cuerpo no deja de ser un recipiente, y la piel su cierre externo, un recipiente que puede albergar prácticamente cualquier cosa, como en las ficciones de ciencia-ficción o en las abducciones lovecraftianas. Con todo, salimos habiéndolo pasando bien, habiendo sufrido un poco, pero sin tener claro si existía algo que hiciera esta película necesaria o urgente o diferente, y preguntándonos que era, en primer lugar, lo que había decidido a sus realizadores a querer contar esta historia.
2. El ahora
De las películas que vi en el festival, quizá la que tenía una vocación más realista e inmediata, de hablar de una persona en un lugar en el presente fuera Mountain de Yaelle Kayam. Trata sobre una mujer sola. Una mujer con marido e hijos, cuatro hijos, pero una mujer que está bastante sola. Vive al pie de un cementerio, en un lugar llamado el Monte de los Olivos, y está todo el día sola porque su marido trabaja y llega tarde y los hijos están gran parte del día en el colegio. Y descubre que, por las noches, algunas prostitutas tienen sexo con sus clientes entre las tumbas. Y quizá Zvia, la mujer sola, piense que esas otras mujeres también están solas, o le pique la curiosidad o igual se aburre, es un poco ahí cuando entramos nosotros, porque la película de Yaelle Kayam nos deja con algunas preguntas, y eso está bien, pero también nos dejó algo fríos. Bueno, me dejó algo frío. Soy una sola persona, aunque hable aquí en plural, y a veces también una persona sola. Hay cierto momento, cuando la protagonista del filme zarandea a su hija, que se ha ido derecha a la cama porque no quiere hacer no sé qué, en el que podemos percibir todo el concatenado de interferencias que la cineasta israelí quiere mostrarnos, de gente que no se acaba de entender o de respetar. Y ahora que lo pienso, o que las palabras me han traído hasta aquí, es posible que Mountain trate un poco del frío, de la intemperie, del que nos importe un bledo la gente, y por eso termina en caliente, aunque los colores de la mañana en el Monte de los Olivos sigan siendo fríos.
3. Saudades
Dice la Wikipedia que saudade es un vocablo portugués de difícil definición, y ya no he leído más. Durante un tiempo lo entendí como una especie de nostalgia del futuro, es decir, un anhelar lo que está por llegar, entreviendo que, sea lo que sea, ya sean alegrías o amarguras, estas nos harán sentir. Puede tratarse de una nostalgia de lo que podría ser o de lo que pudo ser. O una nostalgia de la nostalgia, el deseo de volver a desear, de mirar a las telarañas mientras evocamos ciertas imágenes, ciertos lugares, ciertas personas. Ahora, me busco en Google para comprobar que ya había hablado de la saudade en alguna otra ocasión. Supongo que no es tan grave. Todo el mundo se repite. Supongo que será mejor repetirme que olvidar esa palabra. En todo caso, tuve la suerte de enganchar, en el D’A, una doble sesión harto suculenta, una película portuguesa y una brasileña, una teen movie y una especie de slasher deconstruido, John From (2015) de Joao Nicolau y Mate-me, por favor (2015) de Anita Rocha da Silveira. Ambas son propuestas singulares, y me hicieron retroceder un poco a mis raíces, ya que la comedia juvenil y el cine de terror son dos de los géneros de los que me serví para empezar a curtirme como espectador compulsivo.
«Entonces, ¿la vida es esto?», le pregunta su padre a Rita, la joven protagonista de John From, que mira aburrida la televisión al principio de la película. Igual que ocurría en A espada e a rosa (2010), anterior largometraje de Nicolau, los primeros compases del filme transcurren en escenarios absolutamente cotidianos, apartamentos humildes que no bastan para contener el deseo de aventura del cineasta y, por ende, el de sus héroes. El plano que abre la película nos permite ver las chanclas de Rita deslizándose por el puñado de milímetros de agua que inundan su terraza, agua que, como luego descubriremos, ella misma echa por el suelo con un cubo, para remojarse las plantas de los pies, para poder transportarse, ni que sea levemente, a un lugar más refrescante. E igual que ocurría también en A espada e a rosa, John From se desliza progresivamente hacia la fantasía, que primero será evocada, imaginada, pero que se irá adueñará del espacio físico y de los acontecimientos, acompañando ese flechazo veraniego que impulsa a Rita hacia su nuevo vecino, un fotógrafo que le lleva unos cuantos años. Carlos Losilla la definió como un cruce (tan improbable como feliz) entre el cine de John Hughes y las películas de aventuras de Fritz Lang; lo cierto es que John From desprende un candor irresistible, tan raro de ver como desprovisto de cinismo, y además la emparenta con la tradición clásica un cierto sentido del tiempo, un dejar respirar el plano que nos permite saborear indolentemente los torpes avances de Rita en su quimérico proyecto amoroso de verano.
Las velocidades de Mate-me, por favor son otras. Hay que admitir que parecía una película más digna de las Noves Visions de Sitges, o incluso de Midnight X-Treme, que de un festival como el D’A. Lo cual, de alguna forma, la hace todavía más agradecida de ver. Confieso que, cuando terminó, no sabía si se trataba de una broma maravillosa o de otra cosa. Anita Rocha da Silveira parece querer concentrar en sus cien minutos de metraje todos los clichés y situaciones típicas del slasher, ensambladas a modo de entretenido mash-up, y es que quizá sea exactamente eso: los asesinatos que están teniendo lugar en Barra de Tijuca, digeridos a través del punto de vista de Bia, una adolescente en plena ebullición hormonal, sedienta de fluidos e imbuida por las mismas películas que banalizan el horror de la violencia, se convierten en un sueño loco, saludablemente anárquico y tan contagioso como los delirantes himnos cristianos que los adolescentes cantan y bailan espoleados por una especie de predicadora pop en esa extraña capilla cuya cruz es de neón.
4. El porqué de todo esto
De Witold Gombrowicz empecé a leer Pornografía una vez, lo dejé, y algún tiempo más tarde me topé con Ferdydurke, su novela más celebrada, y la devoré. La adoré. Aunque debo confesar que he olvidado en gran parte lo que ocurría en sus páginas, aparte de que al protagonista había un chaval alto que le hacía putadas, interpretado por Crispin Glover en la adaptación de Jerzy Skolimowski, que no he podido ver, y de que había un capítulo en el que Gombrowicz se ponía a desbarrar contra la seriedad y la novela. Creo que toda la novela era un desbarre contra la seriedad y contra el hacerse mayor. Cosmos, el regreso de Andrzej Zulawski al cine después de quince años, adapta otro texto de Gombrowicz. Fue la película con la que cerré mi último Festival de Sitges y será la última sobre la que escribiré aquí, tras volver a verla en el D’A. También fue, para nuestro pesar, la última del realizador polaco, cuya filmografía atravesó pasiones, y posesiones, estruendosas, filmadas desde y para el arrebato, y si en algo nos cogió un poco por sorpresa Cosmos, que no en la pura vida que desprende, fue en su voluntad de navegar, mediante la palabra, hacia la levedad, hacia la conquista y el disfrute de lo efímero. Witold (Jonathan Genet) encuentra un gorrión muerto atado con un hilo a una rama y decide que no se lo puede quitar de la cabeza, que no se lo va a quitar de la cabeza, porque si deshace ese nudo y descubre el porqué de ese nudo quizá podrá desvelarlos todos, saberlo todo. Y ese punto de partida es el desencadenante de una lluvia torrencial de palabras, más cerca de la poesía que de la narrativa. Zulawski no pudo imaginar un final más desbordante para su trayectoria que esta deliciosa extravagancia, en la que la presencia de la gran Sabine Azéma nos remite al cine de Alain Resnais, otro autor que, lo dijo siempre que pudo en sus películas, vino a esta vida a pasarlo bien, y a jugar con la imagen y con las palabras. Es, definitivamente, una película para volverse loco, ya sea en el buen o en el mal sentido, para amarla o para querer colgarse de un hilo, un hilo, empero, lo suficientemente endeble como para devolvernos al suelo con vida. Y seguir viendo películas. Y seguir pasándolo en grande. En el próximo D’A, por ejemplo.