Gozos y sombras
Poco parecen tener en común Sin nombre (2009), la opera prima de Cary Fukunaga, con su segunda película, Jane Eyre. Lejos de los motivos románticos prensados por la pluma de Charlotte Brontë, el debut en la dirección cinematográfica de Fukunaga nos contaba el periplo migratorio de una adolescente y su padre desde Honduras hasta la tierra prometida de Estados Unidos; una historia de espaldas mojadas salpicada por la violencia de las maras. La elección estética embestida por Fukunaga enfatizaba, como no podía ser de otra manera en una producción de esta índole, el aspecto documental de la historia; sin embargo, la especial intensidad con la que el director embellecía la fotografía de la cinta así como el especial cuidado por las composiciones visuales le alejaba de los, más trillados, trabajos de apariencia documental que hacen del uso de la cámara en mano enseña. Con un lenguaje cinematográfico mucho más próximo al cine de corte clásico que al género de cine social, más cercano al cine de las emociones que al de la denuncia política, la adaptación de la obra de Charlotte Brontë no parece ser una operación comercial con la que hacerse un hueco en la industria norteamericana sino que se convierte en un paso coherente en la obra del director de Oakland.
Ahondo un poco más en la cuestión de la improbabilidad de que Fukunaga haya podido vertebrar su nueva película como un acto de negocio hollyowoodense. Además de las seis adaptaciones anteriores, son las más recordadas las de Franco Zeffirelli y Robert Stevenson, he podido situar, al menos, cuatro trasvases del texto a la ficción televisiva (una de ellas dirigida por Delbert Mann). Si bien es cierto que las adaptaciones de textos decimonónicos son, de un tiempo a esta parte, bastante frecuentes (pienso sobre todo en la asiduidad con la que las novelas de Jane Austen son llevadas a la pantalla en los últimos años), también parece indiscutible que no acostumbran a ir de la mano de unas cuantiosas recaudaciones en taquilla. De este modo, con una fuente literaria tan manida y siendo, a priori al menos, un tanto obsoleta, únicamente cabría la posibilidad de acercarse a la obra de Charlotte Brontë para aprehender de ella sus valores más intrínsecos. Y eso, precisamente, es lo que hace Cary Fukunaga.
El director de Sin nombre podría haber realizado un ejercicio de pretendida modernidad, como los realizados por Baz Luhrmann al acercarse a Shakespeare o Francis Ford Coppola al hacerlo a Stoker, pero ha preferido la contención y la salvaguarda del clasicismo de la obra original. A Fukunaga le mueve la fuerza de gravitación de la historia y se mantiene fiel a ella. La obra literaria es un torbellino de emociones, de la misma manera que la película hace bandera de la sensibilidad de los personajes, de los gozos y sombras de lo humanitario, de lo anímico, de lo sensitivo, de lo afectivo, étc. Así, la puesta en escena de Fukunaga, correcta y al mismo tiempo enérgica, consigue revelar la atmósfera de represión —social y sexual— en toda la película; también logra mostrar la fisicidad del maltrato y el desamparo de Jane Eyre justamente como además lo hace con los sentimientos de los personajes, que casi alcanza a cosificar en los planos del filme.
Si la novela arranca con la narración de la protagonista de sus primeros infortunios, cuando a los 10 años es protegida por su tía política al haber quedado huérfana, la película se inicia con la huida de Jane de una mansión —será bastante más tarde cuando sepamos de qué escapaba—. El cuerpo frágil de Jane —excelente trabajo el de Mia Wasikowska, que bajo su rostro marmóreo esconde las ganas de vivir y las inquietudes de su personaje— se desvanece en la sucesión de planos sombríos que muestran su devenir por los terrenos yermos y húmedos de la campiña inglesa. Desde esas primeras oscuras imágenes, Fukunaga muestra claramente sus cartas sobre la mesa, juega limpio: Jane Eyre es un ensayo sobre la lucha contra el destino —y también contra las instituciones establecidas—, es un esbozo sobre la tragedia de vivir y, sobre todo, es una obra que habla del dolor a amar y ser amado. Parecería que diserto sobre una novela romántica y gótica del siglo XVIII… pero lo hago sobre una película realizada en pleno 2011; en tiempos de revuelta e indignación, de crisis e incertidumbres.