Organismo vivo
Uno de los atractivos indudables del cine de Arnaud Desplechin reside en su capacidad para generar un tejido de personajes que, más allá de tramas o relatos, componen por sí mismos el sustento de sus ficciones. Un grupo numeroso y heterogéneo de personajes-tipo que pese a la naturaleza en ocasiones levemente bizarra de sus acciones y comportamientos, devienen finalmente familiares y cercanos, siempre reconocibles para el espectador. Sus películas hacen regresar a la mente aquello de que «en un film debe caber de todo». Esto es así en sus películas, hasta el punto de que Desplechin pareciera vaciarse en cada una de ellas, como presa del pánico a dejar algo fuera, no apuntado, levemente sugerido o enunciado, como sucede también, de algún modo, en la obra de sus admirados François Truffaut y Francis F. Coppola, con quienes comparte, además de esta tendencia hacia el desbordamiento excesivo de la vida a través del cine, la recurrencia por el tema que nos ocupa: la familia y sus derivaciones, ese todo irrenunciable en su cine. De La vie des morts (1991) a Un conte de Noël (2008), la familia, siempre numerosa, poblada de hermanos, abuelos, primos y sobrinos, se convierte en ese centro aglutinador de todas las tragedias, finalmente anestesiadas por la más absoluta cotidianeidad. Pero no nos llevemos a engaño, en los filmes de Desplechin no entramos en los terrenos del drama familiar de querencia por la tragedia clásica (al estilo de los dramas policiales estadounidenses), o del estudiado manierismo disfuncional (al gusto de la previsibilidad indie), aquí, es el espíritu de Renoir el que campa a sus anchas, siempre ecuánime y plural, contagiando de vivacidad rostros y situaciones. En la obra del cineasta francés, como sucedía en El gatopardo (Il Gatopardo, Luchino Visconti, 1963), los movimientos no destruyen los cimientos familiares, sino que terminan por señalar que, pese a todo, nada ha cambiado —como atestigua ese ambiguo plano final de Un conte de Noël, en el que Henri (Mathieu Amalric) y Junon (Catherine Deneuve) se reencuentran al fin como madre e hijo, pero separados por una cortina traslúcida—.
Como señala Hilario J.Rodríguez, el cine de Desplechin, rehuye felizmente las convenciones de guión más arraigadas sobre la presentación y evolución de personajes y tramas, a favor de la acumulación de un magma de acontecimientos, miradas, gestos o palabras, no siempre precisos o conclusos, que terminan por conformar mediante la acumulación pequeños trazos —al modo de los pintores impresionistas en su búsqueda de la luz— un todo sin dejar que ese se concrete en un trazo claramente definido. De algún modo esto es posible porque tras ese cúmulo de acontecimientos dispares se sostiene algo tan inmutable como pueda serlo la historia familiar. Si en La vie des morts lo que reúne a la familia es una defunción —el suicidio de uno de sus jóvenes miembros—, en Un conte de Noël, lo es la enfermedad, pero también el recuerdo de una muerte traumática en el pasado que marcará las futuras relaciones de sus miembros. Así Henri, será rechazado por madre y hermana, pero paradójicamente se convertirá en la salvación del núcleo familiar. Las relaciones paterno-filiales serán también la base dramática de las dos historias que se entretejen en Rois et reine (2004). Allí, Nora (Emmanuel Devos) asiste a su padre (Maurice Garrel) durante sus últimos días y se llevará con ella el secreto de un odio filial inconfesable. Por otro lado, el desequilibrado Ismaël (Mathieu Amalric) tendrá que decidir si toma o no en adopción al hijo de Nora, Paul, que pese a su corta edad, habrá tenido ya tres figuras paternas; en la misma película los padres, casi ancianos ya, de Ismaël, decidirán adoptar legalmente a su sobrino cuarentón pese a tener cuatro hijos propios. Padres que rechazan a sus hijos y padres que deciden establecer vínculos familiares mediante la adopción de nuevos miembros —ahí, de nuevo, encontramos el vínculo con el creador de la trilogía de Antoine Doinel o El pequeño salvaje (L enfant sauvage, F.Truffaut, 1969)—. La familia es para Desplechin un organismo vivo, que se mueve, sufre mutaciones, cambia; y cuyos comportamientos y relaciones nunca son unilaterales sino que están matizados a través de tantas permutaciones como miembros la componen.
Si la familia es el ojo, el centro, la locura será el extremo de ese centro, pugnando por integrarse en él o por librarse definitivamente de sus cadenas. En Comment je me suis disputé… (1996), la vida familiar de Paul Dedalus (de nuevo, Mathieu Amalric) ocupa una pequeña parte del metraje, puesto que la película se esfuerza más bien en retratar el camino hacia la madurez de sus jóvenes protagonistas, pero le otorga, pese a todo, un peso decisivo a sus obsesiones —el temor a la castración femenina, a través del recuerdo de la figura paterna—. La salida del cerrado núcleo familiar será también para la heroína de Esther Khan (2000) la puerta que abrirá el camino hacia su propia realización, pero quizá también hacia la infelicidad. La locura de Esther es la interpretación —ese dejar de ser uno mismo (por tanto, de pertenecer a un núcleo social y familiar concreto) para ser, por un momento, otro(s)—, como lo es la leve esquizofrenia de Henri o Ismaël en Une Conte de Noel y Rois et Reine, que se traduce en una brutal sinceridad (algo, que como sabemos, no suele ser plato del gusto de las reuniones familiares) y el consiguiente rechazo familiar. La sensibilidad exacerbada que corre en paralelo a la demencia o la esquizofrenia, se convierte por tanto, en esa lucha familiar, en lugar recurrente (cf. los personajes de Ivan (Melvil Poupaud) y Paul (Emile Berling), tío y sobrino en Un conte de Noël, revisitaciones del desconocido suicida de La vie des morts o del malogrado marido de Nora en Rois et reine ).
No es de extrañar pues, que el director de Esther Kahn terminara por abordar directamente su propia historia familiar, una y cien veces transfigurada en la ficción, iluminando rincones oscuros, en L’Aimée (2007). Así, Arnaud, el hijo cineasta, regresa a la casa paterna de Roubaix y apareciendo por vez primera ante la cámara aborda a Robert Desplechin, su padre, en busca de la historia familiar —de un modo que recuerda por momentos al reciente filme de Olivier Assayas Las horas del verano (Les heures d’eté, 2008)— permitiendo entrever el origen de ciertas obsesiones recurrentes en sus ficciones: la búsqueda de la figura paterna, la adopción, o el establecimiento de lazos familiares más allá de la propia consanguineidad. L’Aimée es un documental hasta donde pueda serlo, en el que Desplechin conserva sus maneras de la ficción: la planificación impresionista, una puesta en escena que se ajusta a unos personajes en continuo movimiento, la utilización de la banda sonora, la lectura dramática de textos escritos, etc.
Por último, un factor que no debe ser pasado por alto, es el de la conformación, paso a paso, en cada una de sus entregas cinematográficas, de otro tipo de familia . Aquella que componen los intérpretes que encarnan, en sucesivas variaciones casi musicales, a sus personajes. Los rostros, los tipos y los nombres se repiten constantemente, generando sugerentes ecos en la memoria del espectador. Reconocemos en los omnipresentes Mathieu Amalric y Emmanuel Devos, en Chiara Mastroinani, Catherine Deneuve, Marianne Denicourt, Hippolyte Girardot, o Jean-Paul Roussillon las figuras que trazan una genealogía particular, personificando en sus cuerpos y rostros las partes de ese otro núcleo familiar que reencontramos una y otra vez, volviéndose cercanos ante nuestros ojos —como sucedía en Bergman, la tercera de las influencias decisivas en Desplechin, o en otros grandes maestros como Ford, Ozu o Rohmer—. La familia real y la familia de ficción, como hubiese querido el padre de Antoine Doinel, terminan por fundirse.