Esbozos de un año cinéfilo
El tiempo
Milésimas. Segundos. Minutos. Horas. Días. Semanas. Meses. Años. Siempre me ha fascinado la matemática forma con la que los seres humanos ordenamos el caos e intentamos dar un sentido a algo tan imposible de calibrar como el tiempo. Pero lo hacemos. Al menos, en las sociedades occidentales que yo he llegado a conocer y en las que pienso mientras escribo unas líneas que aún no sé dónde me llevarán. No niego que el motivo original de este artículo es hacer balance de lo que ha dado de sí el 2008 cinematográfico, pero quedarme ahí sería tan vano como banal. Tan arbitrario como gratuito. ¿O es que alguien encuentra sentido hoy a ese vicio tan nuestro de clasificar, de ordenar, de canonizar algo tan intangible y subjetivo como el arte? Me diréis que ésa es, precisamente, la función que siempre han tenido los críticos; el rol de especialistas que definen el gusto, que ejercen de intermediarios entre la obra y el espectador. Pero no es así. Por mucho que se empeñe Jonathan Rosenbaum en su loable libro «Essential Movies». Y menos aún en unos tiempos en los que las nuevas tecnologías han facilitado el acceso a la cultura y los expertos de antaño han perdido su condición tradicional, viéndose obligados a reinventarse o a admitir, contra sus propios principios, que la suya ya no es la única verdad absoluta y que existen espectadores —en todas las disciplinas artísticas, pero sobre todo en una de tan joven como el cine— dispuestos a ofrecer recorridos alternativos y personales a unas enseñanzas que, de tan trilladas, de tan repetidas y asimiladas, han perdido ya su razón de ser y se han demostrado anquilosadas. El futuro es, por tanto, nuestro, de los cinéfilos. Somos deudores de las teorías del pasado, pero no creo que debamos ser esclavos de ellas. Múltiples experiencias y sensaciones han condicionado nuestros últimos 365 días de cine. Dejemos, sin miedo, que éstas hablen por nosotros y expresen las inquietudes e intuiciones que han ido creciendo progresivamente en nuestro interior. Sólo así seremos capaces de dar con un balance sincero y singular de otros doce meses que, casi sin avisar, ya han llegado a su fin.
La herencia familiar
En mi caso particular, no deja de sorprenderme que —en el año en que, por una serie de afortunadas coincidencias, he podido ver más películas que nunca— sean, precisamente, dos libros los que me hayan dado las claves para comprender tal empache audiovisual. Las lecturas en cuestión son «El lobo estepario» de Herman Hesse y «El sitio de Viena. Huellas de Fritz Lang» de Carlos Losilla. Menos distanciadas de lo que cabría suponer por su distinta naturaleza, ambas obras se enfrentan al legado del humanismo…y lo cuestionan. “El fascismo es el resultado de la melancolía segregada por el malestar de la cultura, por la decadencia de civilización”, escribe el crítico catalán y uno se siente tentado de aceptar su tesis. Luego, éste añade lo siguiente: “La pérdida de un ámbito cultural interrumpe una sensación de continuidad que es una representación a gran escala de la herencia familiar” y el eco de fondo resuena mucho más alto. ¿Hasta qué punto existe esta idílica transmisión paterno-filial? ¿Cuándo la hemos perdido? ¿Es el humanismo un cuento de hadas sin fundamento? Cincuenta años antes que Losilla, Armanda, uno de los célebres personajes de Hesse, ya albergaba dudas parecidas y nos daba pistas para un debate amplio que se sigue demostrando vigente: “(…) lo que en los colegios se llama “Historia Universal” y allí hay que aprendérselo de memoria para la cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es sencillamente una superchería inventada por los maestros de escuela para fines de ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse. Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte.” Demoledoras palabras, éstas, que expresan el comprensible desencanto del novelista alemán y que me llevan a pensar en la que —para el que esto suscribe— es la obra fílmica más relevante entre todas las estrenadas en España durante el 2008: Las horas del verano.
Alejada formalmente de los rasgos que definen el mejor cine de Olivier Assayas (Irma Vep, Demonlover, Boarding Gate), esta película culmina, sin embargo, la radiografía que el director francés ha ido dibujando del presente y nos enfrenta a varios de los grandes temas que planean en el citado ensayo de Losilla. Desde la decadencia de la cultura occidental hasta la pérdida de sus raíces. Desde la falta de referentes morales hasta la compleja búsqueda de la identidad. Todo ello, claro, en un relato familiar condenado a la deslocalización, al olvido, a la pérdida irremediable de una conexión entre la generación actual y las precedentes, preocupadas en propagar un gran relato humanista que ahora ya nos ha dejado de interesar. ¿Hemos perdido, por tanto, nuestras vinculaciones con el pasado? ¿Hemos olvidado ya las grandes enseñanzas y los grandes fracasos de los últimos siglos? Es difícil de decir. Pues si bien formo parte de una juventud —nacida alrededor del año 80— despolitizada, consumista, fragmentada y obsesionada por los placeres fugaces, no puedo más que sentir en el cogote los ecos de una tradición que subyace en muchas de mis actividades diarias y que, de algún modo, emerge —en su peor versión— en uno de los filmes más comentados de esta temporada: la también francesa La cuestión humana. Si bien abusa de un cierto tono discursivo, esta pieza de Nicolas Klotz es ejemplar en su doble condición: histórica y contemporánea. Porque, a su vez, revive (y recuerda) el gran hundimiento de la civilización occidental —el fascismo— y captura esa suerte de extrañamiento —en secuencias como la de la rave— tan propio de algunos momentos de mi generación y de muchas de las más apasionantes cintas actuales (Inland Empire, sin ir más lejos).
El espejo desquebrajado
Este equilibrio entre presente y pasado me lleva a preguntarme si ver La cuestión humana es un ejercicio relevante para entender mejor el mundo que me ha tocado vivir. Y no lo tengo del todo claro. Pues la película remite a un ámbito muy concreto del capitalismo del que no formo parte y que, por más inri, ha entrado en crisis. En mi búsqueda de referentes tampoco me sirve aquella famosa frase de François Truffaut en la que el director de Jules et Jim afirmaba haber preferido siempre “el reflejo de la vida a la vida misma”. He visto muchos filmes este año y, en la mayoría de las ocasiones, sólo he descubierto un espejo desquebrajado que, en vez de proporcionarme una visión embellecida o feliz de la realidad, no hacía más que recordarme sus miserias y sus debilidades. A lo mejor, la culpa no es mía. Quizás, como bien destacaba Louis Scorecki, tanto los jóvenes turcos de Cahiers como los espectadores parisinos de los 60 vieron en el cine “el sueño de una totalidad reencontrada y soberana” tras el desastre humanista de la Segunda Guerra Mundial y eso es algo que —añado yo— difícilmente puede repetirse en la era posmoderna y de terrorismo sin estado que nos ha tocado en suerte.
En una línea similar a la del crítico francés, Susan Sontag aseguraba, años atrás, y con cierta melancolía que “la cinefilia era el inigualable tipo de amor que inspiraba el cine. (…) un arte como ningún otro: quintaesencialmente moderno; distintamente accesible; poético y misterioso y erótico y aún más, todo al mismo tiempo. El cine tenía apóstoles (era como una religión). El cine era una cruzada. El cine era una manera de mirar el mundo. Los amantes de la poesía o la ópera o la danza no piensan que “sólo” existe la poesía o la ópera o la danza. Pero los amantes del cine piensan que sólo existe el cine. Piensan que las películas lo encapsulan todo, y de hecho lo hacían. Eran al mismo tiempo el “libro del arte” y el “libro de la vida”. Ahora, sin embargo, los filmes contemporáneos sólo pueden seguir jugando ese mismo papel en nuestro imaginario particular. Pues me temo —y lo digo sin resentimiento nostálgico— que la sociedad se ha transformado profundamente en las últimas décadas y que el cine del presente ya no proporciona respuestas plausibles a nuestros conflictos. Nunca las hubo tampoco en las cintas más misteriosas de la modernidad, pero hoy, más que nunca, las películas nos descolocan constantemente como espectadores e incluso en las piezas que más nos recuerdan en su forma a las que habitaban en el paraíso perdido (y no del todo real) del clasicismo —como son las estupendas No es país para viejos, El incidente, Pozos de ambición, La noche es nuestra o la no estrenada Tokyo Sonata— no encontramos la nitidez del blanco y negro de antaño y sólo vemos ambigüedad, amoralidad y desconcierto.
En cualquier caso, a estas alturas del texto debo admitir que mi exposición del panorama cinematográfico del 2008 está resultando un tanto limitada y ventajista. Pues es bien sabido que, aun con las complicaciones de la industria, siguen surgiendo grandes y medianas producciones —algunas de ellas muy interesantes, como Wall-e, Hancock o El caballero oscuro— que no parecen obsesionadas en recuperar (o cuestionar) esa herencia —del cine, de la familia, de una forma de ver el mundo— que a algunos tanto nos preocupa y que se limitan a sacar provecho —comercial y artístico— del actual paradigma audiovisual, de la influencia de otras artes —del cómic a los videojuegos— y de los gustos de un público que sólo suele responder efusivamente ante estrenos de gran calibre; ante acontecimientos bien publicitados y, en la mayoría de los casos, maniqueos y de fácil digestión. Eso no quita tampoco la existencia de un considerable número de apetecibles propuestas pequeñas —de filmes “termita”, que diría el fallecido Manny Farber— que, sigilosamente —y tras ser proyectados generalmente en festivales— van encontrando, poco a poco, su público y acaban convirtiéndose en referentes de un considerable sector de la cinefilia. En este último grupo entrarían Sehnsuht (Nostalgia) de Valeska Grisebach y 35 Rhums de Claire Denis. Ambas obras —premiadas en distintas ediciones de Gijón— ponen de relieve la existencia de un cine de cuerpos y miradas que, en su aparente sencillez argumental, esconde un gran trabajo tanto de puesta en escena como de dirección de actores. Sendas películas, además, nos dejan dos de las escenas de baile más bellas, táctiles y espontáneas del año: una al son de Robbie Williams y otra al de los Commodores.
La palabra
Recuperando, nuevamente, el sendero humanista al que antes hemos hecho tantas referencias, me veo obligado a expresar unas palabras sobre el mayor cineasta —en todos los sentidos del término— de esta corriente en peligro de extinción. Éste (ya lo habréis adivinado) no es otro que Manoel de Oliveira, figura emblemática de este año por su inusitado centenario y por la relevancia que, progresivamente, su obra ha ido adquiriendo dentro de la historia del cine. Como muy bien recordaba en un coloquio el profesor Àngel Quintana, el veterano cineasta portugués es deudor de la primitiva tendencia conocida como Film d’Art. Aquella corriente francesa de estirpe aristócrata que, antes de la eclosión de Eisenstein y Griffith, propuso películas teatrales, históricas o literarias en respuesta a lo que ellos consideraban que, en esos momentos —durante la primera década del siglo XX—, era el cine: un espectáculo popular, de feria. Esos precursores no llegaron muy lejos con sus teorías elitistas y, con el paso de las décadas, todos olvidaron su iniciativa. Oliveira, no. Y tras coquetear con el documental y un cierto realismo, emprendió una carrera en solitario que, especialmente a partir de los 70, supo jugar con los mecanismos de la representación y demostrar que el cine no sólo era imagen sino también sonido, palabra. Sus películas, claro, no eran para todos. Sino sólo para los que aún creían en esa línea imaginaria (y casi ilustrada) que une todas las artes y confiaban en la vigencia de unos textos declamados frente a la cámara y olvidados ya por el conocimiento popular. De ahí surgieron complejas propuestas —algunas fallidas, no vamos a negarlo— que, asimismo, fueron mostrando un progresivo interés por la intrahistoria de la comunidad, por la lengua y por esa herencia familiar-cultural que tanto perseguía Losilla en las huellas de un ser de identidad desdoblada como Fritz Lang.
En esas llegamos a la última etapa de la carrera del cineasta portugués, la más felizmente anacrónica y desconcertante de todas. Quizás por su asombrosa condición física, quizás por el saber acumulado, Oliveira parece haber adoptado una distancia irónica respecto a su obra y respecto a nuestro presente. Algo que queda patente en un filme tan capital como Una película hablada. Una pieza que, tal como su nombre indica, sigue confiando en la vigencia de la palabra (otro tema que seguía cuestionando, en su vertiente lingüística, la antes citada La cuestión humana) y que, a su vez, no deja de ser un chiste intelectual (y demoledor) sobre el mundo neocapitalista y sobre el humanismo al que tan apego siente el responsable de El Valle de Abraham. Asimismo, tanto la película de Klotz como la de Oliveira —vista en las retrospectivas que se le han dedicado este año al director de Oporto en Barcelona y Madrid— me obligan a cuestionarme sobre la que, a mi modo de ver, debería ser otra de las grandes preocupaciones del hombre contemporáneo: los eufemismos. Dada mi condición de periodista, siempre me ha obsesionado el uso correcto de las palabras, la forma precisa (y justa) de informar y de decir las cosas por su nombre. Todos sabemos que no es lo mismo matar que asesinar, desaceleración que crisis, educación que adoctrinamiento, normalización que imposición. Pero, por mucho que Plutarco —como bien advertía el columnista Javier López Facal— nos lo recordase dos mil años atrás: “Lo que los modernos dicen de los atenienses, de que atenúan los aspectos desagradables, denominándolos con palabras favorables y bonitas, y los disimulan con elegancia, llamando compañeras (hetairas) a las putas (pornas), contribuciones a los impuestos, guardias a los retenes urbanos u hogar a la cárcel, comenzó con Solón”, conviene, más que nunca, no caer en los mismos errores del pasado y huir de este tipo de engaños propios de una sociedad amante de la falacia y de lo políticamente correcto.
El humorismo
Algo que se acentúa cuando uno enciende la televisión o navega por ciertos foros de la red de redes. Ahí se descubre que, desde Occidente, no sólo hemos perdido el interés por todo lo que no tenga una utilidad práctica —económica, vamos— sino también por la forma de expresarnos como individuos. Mermándose así tanto el uso correcto del lenguaje como la educación o los “valores” —es un término ambiguo, lo sé— que tan reaccionarios siguen pareciendo para un importante sector de la sociedad. Quede claro que, cuando me refiero a estos conceptos, no lo hago pensando en las otrora prestigiosas instituciones que “guiaban” (es un decir) al pueblo —de la Iglesia a los partidos políticos— sino en una serie de referentes —aún no tengo claro de qué tipo— que hoy no existen y que deberían servirnos para convivir pacíficamente dentro de nuestro sistema presuntamente democrático. No sé. A lo mejor, la única alternativa es construirnos nuestro propio código de valores —como hacía el profesor de Jiu-Jitsu de la recomendable Cinturón Rojo— o encontrarlo en los personajes de la literatura, en los pocos filósofos que quedan o en el cine.
Durante el 2008, mi búsqueda ha sido en vano, pero he dado, al menos, con una serie de películas que, aun siendo ideológica y formalmente más conservadores que revolucionarias, me han dado pistas sobre mi generación. Pienso en comedias fallidas y un tanto auto-conscientes como Zohan o Tropic Thunder, pero, sobre todo, en filmes como Paso de ti, Superfumados o Hermanos por pelotas. Aunque me pese, en estos últimos trabajos he visto reflejado un microcosmos —principalmente, masculino— que conozco muy de cerca y del que, en cierto modo, formo parte. Según dicen las estadísticas, los nacidos en los 80 seremos los primeros ciudadanos occidentales en disponer de un nivel de vida inferior al de nuestros padres. Y, queramos o no, la hoja de ruta que ellos nos marcaron ya no puede ser posible. Madurar y elegir un camino a seguir no es, por tanto, precisamente fácil y, a lo mejor, no nos queda otra que tomarnos los dramas con cierta guasa mientras solucionamos nuestras crecientes neurosis. No por casualidad, el humorismo era, precisamente, la solución que Harry Haller —el lobo estepario de Hesse— encontraba ante todas sus preocupaciones existenciales. A él —un ser sensible y de gustos cultos— le horrorizaban sus coetáneos, los amantes del fox-trot, la guerra y el jazz desenfrenado. A mí, tampoco me convence el sentir del presente, pero no me queda otra que aprender a convivir con él. Con un poco de suerte, el sendero humanista no se perderá del todo y, ante la mediocridad general, siempre nos quedará el sentido del humor. O el cine. O las pequeñas sensaciones de la vida. O las conversaciones con quienes también se sienten incomprendidos. Espero que así sea. Porque sino esta divagación —más o menos cinéfila— habrá resultado un ejercicio inútil y despediré otro año sin saber quién soy ni hacia dónde vamos.