La saga Austin Powers

James Bond, a la altura del betún

Como es sabido, Mike Myers se forjó entre los ya míticos pasillos del programa de televisión Saturday Night Live (VV.AA., 1975-?, NBC), cantera de cómicos que posteriormente dieron el salto a la gran pantalla como Dan Aykroid, John Belushi, Chevy Chase, Eddie Murphy, James Belushi, Billy Crystal, Martin Short, Randy Quaid, Joan Cusack, Robert Downey Jr., Anthony Michael Hall, Damon Wayans, Jon Lovitz, Ben Stiller, Adam Sandler, Rob Schneider, Chris Rock y Will Ferrell entre otros muchos. Con el paso de los años, los cómicos del Saturday Night Live han demostrado con creces confeccionar un humor al límite de los tolerable, por lo general, vapuleado por los sectores más conservadores de Estados Unidos e incluso por la crítica cinematográfica que década tras década lamentaba los derroteros por los que se aventuraba la comedia americana obviando los clásicos como Hawks, Cukor o Edwards. Pero lo cierto es que el tiempo ha demostrado que lo que ha salido de ese mítico programa, en mayor o menor medida, han ido marcando época. Hoy se recuerdan con agrado y admiración las primerizas películas de Aykroyd, Chase o Belushi, tal vez dentro de unos años, pase lo mismo con Sandler, Ferrell o el propio Myers. Entiendo que cueste ponerse en el supuesto, pero la historia es lo que nos ha enseñado.

Mike Myers se dio a conocer a nivel internacional gracias a Wayne’s World. ¡Qué desparrame! (Wayne’s World, 1992). La película, dirigida por Penelope Spheeris era en realidad la materialización de una historia concebida y escrita por Myers que esbozaba con bastante precisión los parámetros del humor irreverente del actor, una comedia destinada fundamentalmente a un público joven, con una importante parcela dedicada en exclusiva al sexo y sin hacer ascos a las cuestiones más escatológicas y menos digestivas a ojos de un público moderadamente conservador. La película resultó ser un éxito inesperado y nadie se lo pensó demasiado para poner en marcha una secuela, Wayne´s World 2 (1993), un film donde las excusas dramáticas y los hipotéticos hallazgos narrativos eran lo de menos. La película volvía ser un vehículo de lucimiento para Myers, de nuevo guionista y protagonista y su director, Stephen Surjik, un mero asalariado encargado de encuadrar lo mejor posibles las ocurrencias del actor y guionista.

Regreso a los 60

James Bond, tras siete años de letargo en las pantallas de todo el mundo debido a una serie de cuestiones legales ligadas a los derechos de autor del personaje, regresó flamante a la gran pantalla con Goldeneye (Martin Campbell, 1995) bajo un nuevo y prometedor rostro, Pierce Brosnan. El agente secreto más famoso del mundo volvía a estar de moda y cada nueva producción suponía un tambaleo cultural que afectaba a los cuatro puntos cardinales. La factoría Bond estaba dispuesta a tirar la casa por la ventana y la segunda aventura bajo los rasgos de Brosnan no se hizo esperar. El mañana nunca muere (Tomorrow Never Dies, Roger Spottiswoode) costó el doble que Goldeneye y se estrenó, como es tradicional, en los últimos meses de 1997, en noviembre. Pero ese año fue distinto, a Bond le había salido un imitador, un personaje que ponía en evidencia sus anacrónicas costumbres, sus fosilizados orígenes y que además, reventaba los pilares sobre los que se construía el mito; los villanos, las mujeres, la acción… Con muy buen ojo comercial, Austin Powers se estrenó cinco meses antes que El mañana nunca muere, en un momento en el que la fiebre Bond estaba en todo su cenit, parecía lógico pensar que una parodia de las aventuras de 007 se saldaría con un generoso éxito. Y no se equivocaron.

Con un modestísimo presupuesto de 17 millones de dólares (Goldeneye costó más de 50), Mike Myers diseñó un personaje absolutamente hilarante instalado en los años 60 que por un capricho obra de un tirano loco, se veía obligado a convivir con los adelantos de la década de los 90. La idea, como premisa era formidable, porque ejemplificaba por si misma y con bastante exactitud la propia esencia de James Bond, un personaje nacido en 1952 (año de publicación de la primera novela de Ian Fleming, Casino Royale) que por un capricho —esta vez comercial— de un tirano —el de la industria del cine— se veía obligado a desenvolverse entre accesorios, escenarios y situaciones de finales del siglo XX.

Además, lo interesante de la propuesta de Myers radicaba también en la mirada burlona y abiertamente estereotipada que el actor y guionista vertía sobre los convulsos años 70. Enfrascado en un traje-tipo, caricaturizado y extremado hasta el disparate, el personaje se daba a conocer en una secuencia de apertura de créditos ciertamente desternillante, Austin Powers bailando de forma ridícula e invitando a bailar a todo el que le rodea, un divertido y pegadizo tema musical que pasaría a identificar al personaje y a representar bastante bien su espíritu de nostalgia pero a la vez, burlón de unos -difíciles- años pasados.

Myers, peligrosamente histriónico pero al cabo de un rato, moderadamente soportable, se dejaba querer en Austin Powers debida a la ingenuidad propia de un hombre venido del pasado que además, se pasea por el mundo creyendo que lo sabe todo y que siempre domina la situación. Un poco como James Bond, Powers parece controlarlo todo aunque claro, nunca termine de controlar nada y su atractivo hacia las mujeres, también un poco como Bond, se hacía ciertamente inexplicable. Como en todo 007 que se preciara, no faltaría la, en este caso, la obligada chica Powers, en esta ocasión la bellísima Elizabeth Hurley. Como sucedía en Wayne’s World, el sexo gozará de un generoso espacio en Austin Powers, pero por fortuna, el material que Myers tiene entre manos es demasiado valioso y le ofrece demasiadas oportunidades como para centrarse en el humor escatológico de corte sexual. Aun así, Myers diseña una escena que con ayuda de su director, Jay Roach [1], consigue combinar algo muy difícil en la comedia moderna, un punto de sutileza que progresivamente se va tiznando de humor grueso casi, sin darnos cuenta, como ocurre cuando Powers se pasea desnudo por una habituación ocultando su pene de modo estratégico aunque aparentemente indiferente, entre los objetos que hay entre él y la cámara.

Por no faltar, obviamente, a Austin Powers no le faltaba, claro, el no menos obligado villano de la función. Directamente inspirado en el mítico Blofeld de Sólo se vive dos veces interpretado en su día por Donald Pleasence, Myers, sabiéndose la estrella del invento y en muchos sentidos el principal responsable, no perdió la oportunidad de enfundarse él mismo en el nuevo —y modificado— rostro de ese émulo de Blofeld que Meyers rebautizó como el doctor Maligno, un nuevo ejemplo de su sencillez y por otro lado, efectividad cómica. El doctor Maligno, como Powers, ejemplificaba con bastante precisión las máximas propias de todo villano-Bond, empezando por su físico y terminado por sus disparatadas aspiraciones de dominar el mundo.

El invento como digo, salió bastante bien. El film está salpicado de chistes ciertamente ocurrentes (como esa imagen de Powers atascado en un pasillo porque es imposible de avanzar o retroceder con su vehículo que se ha quedado encajonado) y aunque el humor escatológico y las referencias más o menos vulgares estuvieran presentes, el conjunto resultaba lo suficientemente equilibrado como para ofrecer un film políticamente incorrecto, pero a la vez, simpáticamente hilarante y disparatado.

Powers y más Powers

Como bien manda el mandamiento no escrito de Hollywood, a todo éxito le sigue una secuela. El arranque de Austin Powers 2. La espía que me achuchó (1999) ya hace temer un título bastante inferior al original. El simple hecho de basar toda la secuencia de los títulos de crédito en uno de los chistes —visuales— mas acertados de Austin Powers, era de por si una apuesta peliaguda, pero si además, ese chiste inicial, se aumenta y se estirar hasta perder su sustancia original, el resultado termina por resultar decepcionante. Y en esencia, eso es Austin Powers 2, un film más o menos bien fundamentado, erigido sobre una idea ingeniosa y con garra, que se agota nada más arrancar debido a su exceso de confianza en aquellos aspectos, que no sé quién sugirió, habían sido los más graciosos en la primera película. De este modo, entra en escena uno de los personajes más graciosos para medio mundo pero que a un servidor le dejó completamente frío, Mini-Yo (Verne Troyer), una especie de doble reducido del doctor Maligno que una vez más nos viene a mostrar de una forma muy gráfica como Myers destruyó sus propios aciertos a base de extremarlos, de hincharlos, o en este caso, de encogerlos.

Austin Powers. El miembro de oro no vino a enderezar el asunto precisamente. El film tiene un arranque ciertamente divertido e inesperado para un producto de esta naturaleza. Contando con la colaboración de personajes del calibre de Steven Spielberg, Tom Cruise o Kevin Spacey, Meyers planteó un simpático y prometedor punto de partida a través de la recreación de un rodaje que se propone llevar a la pantalla grande las aventuras de Powers. La idea como digo, divertida, tenía además la suficiente materia prima como para haber desgranado los entresijos del cine dentro del cine a partir de los modelos diseñados por el cine de 007, pero a Myers parece que le pudo el total convencimiento de que podía seguir amasando millones sin reflexiones demasiado espesas sobre algo tan abstracto como el cine dentro del cine. En este Miembro de oro (el título del film, como ocurre en la segunda entrega, ya lo dice casi todo de la película, sus intenciones y su finalidad, al contrario que en el largometraje original, otra señal que distancia esta película con sus secuelas), Myers convencido de su irresistible capacidad cómica, añadió a su particular galería de personajes a el conocido como Gordo Cabrón (en ingles, Fat Bastard, Gordo Bastardo), superlativa demostración del mal gusto, vulgaridad y exagerada manifestación de lo grotesco. Si Mike Myers había encogido su ingenio para la concepción de Mini-Yo en La espía que me achuchó, en El miembro de oro el actor y guionista hizo lo contrario, infló un chiste hasta convertirlo en algo desmedido.

Imagino que Meyers lo único que estaba haciendo, sobre todo con  una película como El miembro de oro y un personaje como el Gordo Cabrón, era aguantar el tirón de las nuevas comedias, donde cada vez más, el concepto gusto se evaporaba de un manual de estilo que sólo buscaba el humor a través de aquello que nunca se había querido mencionar cómo nunca se había querido mencionar. El problema es que, una idea, una concepto, en su origen, puede tener su potencial. El humor basado en lo grosero o en lo vulgar, no tiene por qué ser necesariamente reprobable. Pero también parece cierto que no todos van a tener gracia siempre que se extralimiten más allá de las fronteras del denominado buen gusto. Es más, que un actor, un guionista o un director, tenga gracia una vez explotando los recursos del humor más extremo, no significa que siempre lo vaya a tener. Que sea infalible.

En este sentido, creo que la serie de Austin Powers es un termómetro bastante aproximado de las particularidades de esta nueva —y arriesgada— comedia americana, de su fecha de caducidad condenadamente prematura, de su público objetivo y de sus intenciones, así como de su aguante ante una misma fórmula. En suma, Austin Powers nos dice cuales son las máximas a partir de las cuales configurar un producto de éxito destinado a un público adolescente, sin ninguna pretensión y si una masiva presencia sexual, donde los límites del gusto no existen y donde todo vale. También nos dice como este tipo de comedia no puede sobrevivir demasiado tiempo, como sus fórmulas se agotan demasiado pronto, pero sobre todo, como este cine, es casi seguro, no pasara la historia. Pienso que películas como Austin Powers sólo supondrán un apunte a pie de página como una serie de largometrajes que en realidad, dicen mucho de la época en que si hicieron y del público que las consumía masivamente, pero muy poco de los hipotéticos genios o si lo prefieren, de la fugaz genialidad, de quienes las concibieron.


[1] Jay Roach dirigirá las tres películas de la saga Austin Powers, pero su impronta personal se verá absolutamente eclipsada por el guión de Mike Myers y en general, por sus ocurrencias en el plató de modo que Roach se dedicaría a poner un poco de orden técnico en el rodaje. De hecho su otra saga de éxito, Los padre de ella, en esencia, no se diferencia demasiado de Austin Powers y su único punto de distancia es la presencia de Myers en esta última. Por cierto que Roach lleva sumergido en la televisión desde 2005, lo que confirma nuestras sospechas de que no se debe tratar un cineasta particularmente dotado de un universo personal demasiado excelso.