Pasan los días en el FICXixón post-Cienfuegos y, entre polémicas de diversa índole, alguna que otra proyección cancelada y fabadas caseras —sin tocino, por favor—, seguimos al pie del cañón deglutiendo todo el cine que tenemos a nuestro alcance, asimilándolo como buenamente podemos y, faltaría más, compartiendo nuestras impresiones con vosotros, aunque nos veamos obligados a aporrear el teclado a altas horas de la madrugada y tengamos que salir pitando de nuestro alojamiento a las nueve para llegar al pase de prensa de turno en los Cines Centro de Gijón.
La famélica Sección Oficial apenas ha mostrado signos de mejoría durante las dos últimas sesiones. Por aquí hay una película que está ganando bastantes adeptos, pero vuestro insensible servidor se ha quedado como un témpano durante los noventa minutos que dura. Hablamos de California Solo (SOF), uno de los numerosos títulos a competición provenientes del último Festival de Sundance. El filme de Marshall Levy —que parece una reescritura descafeinada de la extraordinaria Un lugar donde quedarse (This Must be the Place, Paolo Sorrentino, 2011)— nos lleva hasta una granja de la California profunda donde un rockero escocés retirado vive su día a día sin sobresaltos, descargando cajas y comerciando con productos paridos por la Madre Tierra. Su relativa estabilidad se ve amenazada cuando, a causa de un ridículo delito cometido quince años atrás, ha de enfrentarse a una posible deportación. Esto implicaría mirar cara a cara a los demonios de un pasado del que creía haber huido para siempre… La factura de California Solo evoca decenas de producciones indies de las últimas dos décadas, revelando desde los primeros compases su carácter de producto prefabricado y sin inventiva. Ni siquiera Robert Carlyle, en una interpretación previsible y calculada, sacude y despierta una película adormilada, adocenada.
Tras Viaje a Surtsey —de la que escribimos unas líneas en la primera crónica—, hemos podido acceder a las otras dos películas españolas a competición. En la primera de ellas, La venta del Paraíso, Emilio Ruiz Barrachina adapta una novela de su autoría que se basa en la acumulación de tragicómicas situaciones que podrían haber sido extraídas de cualquier pieza del gran Miguel Mihura. Por bizarra, absurda, desquiciada y desinhibidamente naif, esta sátira social que, lejos de cualquier signo de autoironía, se toma bien en serio a sí misma, es incluso defendible —y, si no, esperad a que caiga en manos de Pablo Vázquez. Un filme, al fin y al cabo, honesto y transparente en cuanto a lo que busca y a sus estrategias para conseguirlo. Justo lo opuesto a lo que ocurre con la nueva aventura tras las cámaras de Jordi Mollá, que en su tercera película, 88, toma las riendas de un thriller psicológico que emula las líneas maestras de Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997). Un artefacto narrativo complicado —no confundir con complejo— que intenta sumergir al espectador en los laberintos de la identidad, donde el deseo y su represión funcionan como motores de una locura que termina por dinamitar la frágil estabilidad familiar de los protagonistas. De alguna forma, Mollá hace de su trabajo una parodia no deliberada de la obra que le sirve como fuente evidente de inspiración; el problema es que el desarrollo del guión parte de una lectura claramente superficial del cine de David Lynch. La pretendida mímesis de unos códigos audiovisuales que ya todos conocemos muy bien da lugar a un fracaso no sólo estrepitoso, sino además irrisorio. Porque 88 no parece consciente de su estupidez, y, como consecuencia, se obceca en ostentar, una y otra vez, sus incontables deficiencias.
Pero no todo ha sido nefasto y, por fin, ha aterrizado en la Sección Oficial un filme-terremoto, profundamente ambicioso e indisimuladamente marciano. La reacción generalizada ha oscilado entre la indiferencia y la irritación, aunque un reducido puñado de defensores se ha atrevido a emerger de las alcantarillas críticas, entre los que se cuenta quien firma este texto. La deslumbrante About the Pink Sky —ganadora del Premio a Mejor Película en el Festival de Cine de Tokio— es un ejercicio inefable e insólito que arranca con una cita en flashforward y que parece heredar, a la vez, el minimalismo y las disquisiciones morales propias de un Robert Bresson y el histerismo de un Sion Sono. Izumi, una colegiala que pasa sus horas de clase evaluando las noticias de los periódicos o jugando a los bolos, encuentra una cartera con 300.000 yenes y decide quedarse con el contenido. Un suceso que genera una cadena de acontecimientos que la llevarán a meditar acerca de la acuciante necesidad de intervenir en una realidad que, a menudo, sólo percibimos a través de su ondulante reflejo en los medios de comunicación; de ahí esa apariencia desdibujada que obtiene el mundo en el filme, gracias a la elementalidad de los recursos dramáticos, al tratamiento casi abstracto de los espacios y a un blanco y negro que desrealiza los entornos físicos. El dinero es algo más que un leit motiv: es ese elemento omnipresente que configura los afectos y urde las relaciones entre sujetos y objetos. ¿Acaso la percepción del mundo que tienen Izumi y sus compañeras es menos limitada que la del niño enfermo, incapaz de contemplar el exterior porque lleva meses ingresado en un hospital? Quizás no haya un afán de generar realidad más puro en todo el filme que ese impulso del crío hospitalizado por capturar, dar forma y plasmar una verdad interior que él cree universal: el cielo, al atardecer, lo tiñe todo de rosa.
Las problemáticas de Viaje a Surtsey resuenan, aunque con un interés indudablemente mayor, en la argentina Villegas (Llendes). Dos primos que han escogido caminos marcadamente diferentes viajan juntos de Buenos Aires a la localidad de General Villegas para asistir al funeral del abuelo de ambos. Esteban y Pipa respiran un desprecio sordo por el otro, lo cual da lugar a más de una situación jocosa; pero la buddy movie que es al principio pronto deja paso al reencuentro con unos orígenes que, con el transcurso del tiempo, ya les son extraños. Leve y ligera sólo en apariencia, la película de Gonzalo Tobal traza con precisión y seguridad los contornos de una generación, sin dejar que la calmada sobriedad de la puesta en escena interfiera con la intensidad sensitiva de la propuesta.
En Crulic: The Path to Beyond (AnimaFICX), la directora Anca Damian reconstruye, sirviéndose de la animación, la biografía de Claudiu Crulic, un lumpen-proletario rumano que falleció en una prisión de Krakovia mientras protestaba debido a un crimen que no había cometido haciendo huelga de hambre. Damian, en un gesto muy noble, decide darle la oportunidad al propio Crulic, ya muerto, de contar su vida. Una triste historia que pone en cuestión el correcto funcionamiento de los Estados de Derecho como sistemas de organización que garantizan la seguridad de los ciudadanos bajo su amparo. La única gran debilidad a tener en cuenta es que, a menudo, las animaciones ilustran con puntillosa fidelidad lo que nos está transmitiendo la voz en off; por eso, echamos de menos una relación más lírica entre palabras e imágenes. Lo que más llama nuestra atención, no obstante, es el amplísimo arsenal de técnicas de dibujo y animación de los que se apropia la cineasta para relatar su sórdido cuento: todo un ejercicio de estilo capaz de hacer que cada secuencia rompa con los presupuestos formales de la anterior.
A mí me fascina que Carballo vaya diciendo por ahí que el modelo de Gijón es «Austin, que ha cogido el relevo de Sundance», entiendo que porque Sundance está adocenado, o algo así. Pero como bien dices, en Gijón hay un buen puñado de películas que vienen de Sundance y que son totalmente inanes. ¿No podría aplicarse su propio cuento? Acabo de salir de Hello I Must Be Going y es otra en la frente.