Hacia rutas salvajes

Mapa del sentimiento humano

Hace un par de años, conocí a una persona parecida a Christopher McCandless. Con la carrera universitaria terminada y pasado un mes desde que comenzara a trabajar, decidió abandonarlo todo, desprenderse de sus pertenencias y vivir en el monte con lo básico. La intención no era tanto entrar en comunicación directa con la naturaleza, sino percibir la vida por sí mismo, sin la mediación de ningún factor externo. La vida, hasta cierto punto, estaba demasiado contaminada por las relaciones —sociales, laborales, sexuales, sentimentales, etc.— y su sentimiento era que cada vez la sentía menos propia y más pública, como si su interior se desarrollara desde fuera. Por eso, vivir en una zona rural con la menor comunicación, con las relaciones más elementales, era quizá la mejor forma de dar sentido a una vida, la suya, que parecía la combinación de diferentes puntos de vista de sus seres queridos.

En aquel momento y durante el visionado de Hacia rutas salvajes, tuve la misma sensación. De alguna forma, ambos me hicieron pensar en la necesidad de aceptar el mundo en nuestros propios términos. Todos confiamos en el mundo, porque entendemos esto último como un amasijo de personas, de relaciones, de experiencias que siempre están ahí, situándonos a modo de brújula emocional. Así, de nuestra confianza en el mundo se desprende nuestra confianza en nosotros mismos, en la medida de nuestras posibilidades. Sabemos que podemos hacer una tarea por difícil que sea, así como percibir en qué punto reside nuestro límite. Pero, en ocasiones, sentimos cómo todo eso a lo que llamamos vida, se define a través de una cadena causal de acontecimientos tan compleja que la sentimos como ajena, como si no formara parte de nosotros. Fruto de ese sentimiento, intentamos desentrañar todo lo que de misterioso pueda tener nuestra experiencia para así recuperar la confianza.

En su camino hacia la descivilización, McCandless rompió con su pasado e, incluso, con su nombre, que cambió por el de Alexander Supertramp. A partir de ese momento, se dedicó a una vida itinerante en la que el peso de la naturaleza salvaje aplastó a la cultura. McCandless dejó de ser McCandless y su afán por asimilarse a lo poco que quedase aún intacto, no vinculado en forma alguna a la civilización, le llevó a convertirse en un desarraigado y, en consecuencia, a perder progresivamente su humanidad. El estado salvaje fue operando en silencio hasta convertir al propio Christopher en un extranjero de paso, aquel que no entiende una cultura pero quiere participar de ella, y al final acaba fracasando en su intento porque le queda demasiado por aprender y no dispone de tiempo suficiente para hacerlo.

Unos días después de ver el filme de Sean Penn, llamé a mi amigo —su aventura duró apenas tres meses— y le comenté mis impresiones sobre McCandless y sus ideas. Le dije cómo acabé la película con la sensación de haber visto el proceso de desaparición de una persona. Al fin y al cabo, cuando nace Alexander Supertramp todo el mundo quiere reconocerlo como el hijo que nunca tuvieron, el novio que fantasearían con tener o el amigo al que puedes confesarle tus mayores secretos. En todos ellos, Alex deja una huella que les ayuda a seguir adelante, porque les da esperanza. Pero todos ellos quitan un poco de la personalidad de Christopher para quedarse con la que no existe, con la de Alexander, una figura nómada que por voluntad propia no puede establecer un vínculo fuerte con la civilización si quiere alcanzar a vivir de la forma más natural posible.

Mi amigo sólo me dijo una cosa. De esa cosa nació la necesidad de escribir este texto: Durante los tres meses de descivilización, sólo pensaba en cómo la fuerza de los lazos sentimentales puede hacernos familiar lo ajeno. No es que echara de menos a su familia, a su novia o a sus amigos, sino la paradójica libertad que sus relaciones producían sobre un mundo demasiado marcado por las obligaciones y los dictados hacia los que él no sentía pertenencia alguna. Por eso, entendió que debía regresar el mismo día en que dijo ‘te echo de menos‘ y nadie contestó. El mismo día en que percibió que dejaba de ser humano para convertirse en un recuerdo.

Como Alexander, tal vez mi amigo consiguiera realizar algo que Jon Krakauer —el autor de la novela en la que Penn se basó— o yo sólo podemos poner por escrito. De lo que no me cabe duda es que tanto a él como a mí esta historia nos ha servido para entender de qué forma podemos pensar el mundo en nuestros propios términos. Esta forma no es otra que a través de nuestra identidad emocional, de nuestro contacto con los otros, que a menudo acaba siendo el que nos hace sentir vivos en el mundo.