La Duquesa de Langeais

La fascinación de la trama

Nunca me he encontrado tan comprendido como leyéndoos» le escribía Goethe, desde Weimar, a Nerval, que acababa de traducir su “Fausto” por vez primera al francés. Es muy lícito pensar que Balzac hubiera hecho lo propio hoy con Jacques Rivette, uno de sus más fervientes admiradores y, junto al Epstein de L’Auberge rouge (1923), el mejor adaptador cinematográfico de su obra. La Duquesa de Langeais (Ne touchez pas la hache, 2007) es un (otro) ejemplo de ello. Rivette sabe lo que significa traducir en términos cinematográficos la escritura de Balzac, esas “frases largas interrumpidas por los acontecimientos, los saltos vertiginosos; una forma de contar las cosas, por decirlo de alguna manera, saltando las menos importantes” [1]. Todo esto tiene por resultado una fidelidad doble: la del guión respecto al texto del autor de “Los Chuanes”, no solo en términos de los acontecimientos de la trama sino incluso de estructura, y la de la identidad absoluta de los actores (Balibar y Depardieu sobre todo, pero también Ogier y Piccoli) con sus personajes.

El gusto del cineasta por las sociedades secretas y los asuntos tenebrosos, que encontramos ya desde su primera película, Paris nous appartient (1960), y que reencontramos nuevamente en Out One (1971), Le pont du Nord (1982), Secret défense (1988), explica su fascinación por la Historia de los trece” [2]. Casi cuarenta años después de Out One, Rivette la retoma con La Duquesa de Langeais, una historia de amor (aunque seguramente sería más preciso decir de desamor) doloroso y aciago entre Antoinette de Langeais (Jeanne Balibar), casada con un duque al que no vemos en toda la película, y el oficial Armand de Montriveau (Guillame Depardieu). Drama pasional en cuatro actos (1. Armand/ 2. Antoinette/ 3. Armand/ 4. Armand/Antoinette [3]), el relato se construye en torno a dos declaraciones amorosas, una de él y otra de ella, que llegan demasiado tarde, y a un último desencuentro marcado por la muerte de Antoinette, convertida en monja de clausura en un monasterio balear. Como es habitual en su cine, Rivette utiliza una estructura circular con dos largos flashbacks como corazón del relato, que en esta ocasión proviene de la obra de Balzac, numerosas elipsis e intertítulos que le sirven como mecanismos para agrupar una narración en la que el paso del tiempo y la causalidad de los acontecimientos resultan decisivas. El cineasta “se toma al pie de la letra que un relato es lo que difiere de su propio final y que lo que se opone a este final es el propio relato. Porque sobre todo es un juego y el goce del juego es morir de ganas por que se termine y al mismo tiempo desear ardientemente que continúe” [4]. Esto es lo que se ha denominado su fascinación por la intriga, uno de los conceptos recurrentes a la hora de analizar su cine. La idea de juego domina todas sus películas. La ficción es en sí misma un juego (o si lo preferimos, un complot). Un juego de los actores, que desempeñan los papeles de personajes dentro de esa ficción, pero también de esos mismos personajes que la activan, permitiéndola progresar, estancarse, explotar… Sus relatos no avanzan jamás, por lo tanto, en base a encadenamientos férreamente lógicos, no tienen la falsa apariencia de la precisión realista, sus mecanismos, en fin, no se eslabonan en una línea recta sino que divergen, se nos escapan entre los dedos. Una soltura que tiene su origen en su propia concepción libertaria de la creación cinematográfica según la cual el rodaje es ante todo una búsqueda, una revelación: “la ficción —le reconoce el cineasta a Serge Daney en la emisión de Cinéma de notre temps, Jacques Rivette, le veilleur— que se crea al mismo tiempo que el rodaje”.

¿Y qué decir de la puesta en escena? Recurrir al teatro y a su dramaturgia se ha convertido en un lugar común del análisis de su obra. Es cierto que Racine y Corneille parecen ser dos de sus mayores influencias, también el que el ambiente teatral ha inspirado o servido de telón de fondo una y otra vez a sus películas (Paris nous appartient, Noroît, El amor por tierra, La banda de las cuatro, Vete a saber); “todas las películas —ha confesado— son sobre el teatro: no existe otro tema” [5]. Sin embargo, a pesar de su predilección por las tomas larguísimas y estáticas donde el movimiento interno dentro del plano suple a cualquier movimiento de la cámara, de su obsesión por el trabajo con los actores, La Duquesa de Langeais demuestra claramente su fidelidad a un ideal del cine que le emparenta con sus queridos Renoir, Rossellini y Mizoguchi, enunciado allá por 1968, muy preciso: “intentaba que [mi cine] estuviera conforme con esa idea del cine encarnada por Renoir, es decir, un cine que no impone nada, en el que se intentan sugerir las cosas, verlas aparecer, en el que hay, en primer lugar, un diálogo, en todos los niveles, con los actores, con la situación, con la gente que nos encontramos durante el rodaje, en el que el hecho de rodar la película forma parte de la película misma” [6]. Esa capacidad de auto-fabulación de sus textos es la que le permite a Rivette transformar la ficción en verdad, o, si lo preferimos, en palabras de Adriano Aprà, “la tentativa de una salida del teatro y su juego de máscaras para llegar a ser una representación de la «vida»”.


[1] Declaraciones de Rivette recogidas en Douin, Jean-Luc: «”Ne touchez pas la hache”: filme la passion qui torture» en Le Monde, 27/03/2007.

[2] Ibid.

[3] Ver al respecto Thirion, Antoine: “Ne toucnez pas la hache: Etourclissant” en Cahiers du cinéma nº 621, marzo 2007, pp.10-11.

[4] Chevrie, Marc: “Las aventuras de la ficción” en V.V.A.A.: Jacques Rivette «La regla del juego» (Filmoteca de la Generalitat Valenciana/Filmoteca Española, Valencia/Madrid, 1991), p. 56.

[5] Declaraciones de Rivette a J. Aumont, J-L. Comolli, J. Narboni y S. Pierre: “El tiempo se desborda” en La Nouvelle Vague: sus protagonistas (Paidos, Barcelona, 2004), p. 193 [Trad. Miguel Rubio].

[6] Ibid., p. 169.