En este año que se cumplen cien del nacimiento de Albert Camus (Mondovi, Argelia, 1913‒Villeblevin, Francia, 1957), desde las páginas de esta revista, y en concreto desde las páginas de esta sección que siempre nos permite un acercamiento tangencial o directo a otros planos, a otras manifestaciones y sensibilidades, queremos hacer un pequeño, humilde homenaje a este gran personaje que se ganó un lugar en el mundo de la cultura por derecho propio: por su honestidad y por su resistencia. Por su valor.
Como muchos otros intelectuales de su época, Camus fue un pensador lúcido y un escritor total, por sí mismo y porque las convulsas circunstancias de aquella Europa rota, de aquel mundo absurdo, le impusieron la lucidez y el afán de absoluto a través del apurado recurso hacedero: novelista, dramaturgo, periodista, ensayista, filósofo y podemos decir hasta documentalista por la cantidad de apuntes biográficos y de color local que dejó escritos en sus Carnets, este francés de origen argelino, este pied noir orgulloso de serlo, tocó todos los palos habidos y por haber.
Su polémica con Jean Paul Sartre, el otro, que luego pasó a ser el único, gurú de alargada sombra de la cultura francesa del momento, y por tanto de casi todo el mundo occidental, hizo que muchos tomaran partido, posturas aparentemente irreconciliables, en algunos casos por simpatía, en otros por afinidad ideológica, según las personas y sus respectivas vanidades. En su mastodóntico, árido y pretencioso, aunque muy completo e interesante libro sobre el autor de La náusea (Le nausée, 1938), El siglo de Sartre, el polémico y controvertido pensador Bernard‒Henri Lévy sostiene, parafraseando una cita muy popular durante aquel tiempo de posguerra, que en determinado momento fue preferible, más acertado, más lógico e inteligente, haberse equivocado con Sartre que haber tenido razón con Camus: la altura filosófica del primero sobrepasaba con mucho la de nuestro homenajeado autor; y el compromiso férreo de éste con los débiles y los desamparados poco tenía que hacer con los grandilocuentes discursos de aquel otro defensor de todas las revoluciones. Sin embargo, en un reciente artículo publicado en 2010 en un periódico de nuestro país, este mismo autor defendía, arrepentido es mucho decir, pero quizá algo más sobrio, comedido según se desprende de sus palabras, una nueva versión de los hechos: finalmente es Camus quien tiene razón; es Camus quien acierta: del lado del testarudo mediterráneo están el rigor y la valentía. También el tiempo, sobre todo gracias a la perspectiva que trae pareja y es capaz de refutar argumentos, aunque sean los de uno mismo.
Y es que la influencia de Albert Camus, como intelectual y sobre todo como narrador, es incontestable. Existen novelistas que con un solo texto de repercusión han logrado reconocimiento, prestigio y admiración: por ejemplo, Walser, Roorda, Fântâneru, abrieron el camino paralelo y equivalente de los Kafka, los Perec o los Cârtârescu. Pero son muy pocos los casos como el de Camus, de un escritor que con únicamente tres novelas indiscutibles, El extranjero (L’étranger, 1942), La peste (La peste, 1947) y La caída (La chute, 1956) sin contar, por supuesto, la cantidad ingente de textos, artículos o pequeños ensayos, ni tampoco las novelas póstumas La muerte feliz (La mort heureuse) y El primer hombre (Le premier homme) con cuya publicación el propio autor no sabremos jamás si habría estado del todo de acuerdo, se haya convertido en un referente y un estímulo para montones de novelistas posteriores. Sólo nos viene a la mente el caso similar, parejo de Ernesto Sabato, con sus tres grandes y maravillosas novelas publicadas en intervalos perfectamente regulares de tiempo: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abbadón el exterminador (1974).
Estas tres novelas fundamentales del siglo XX fueron siempre publicadas por la editorial francesa Gallimard, referente de su tiempo, vanguardia de sus letras nacionales, famosa por haber aceptado los manuscritos de Marcel Proust cuando otros los habían rechazado; y aquel apunte no es anecdótico: la susodicha editorial mantuvo una actitud cuanto menos ambigua durante la ocupación nazi, y después de la liberación de París a manos de los aliados pudo seguir publicando, al contrario que otras editoriales, como la dirigida por el fascista y gran escritor Pierre Drieu La Rochelle. El propio Albert Camus se hizo cargo de la dirección de la colección Espoir de la editorial, y con el tiempo las posturas políticas del sello Gallimard se radicalizaron peligrosamente hacia la izquierda: fruto de esta conversión de corte leninista es el lamentable por injusto hecho de la no publicación de la novela del enorme escritor argentino Manuel Puig El beso de la mujer araña (1976), llevada al cine en el año 1985 por el director brasileño de origen argentino Héctor Babenco; película candidata a cuatro premios Oscar, y de los pesados, los correspondientes a película, director, actor y guión adaptado, de los cuales sólo consiguió el merecidísimo que obtuvo William Hurt. Y es que Gallimard había publicado anteriormente toda la narrativa de Puig, pero esta historia donde el personaje homosexual condiciona, subyuga al férreo revolucionario no cuadraba en absoluto con las nuevas pretensiones de la empresa francesa.
Dejando a un lado estas y otras historias, y dado que nuestra revista siempre se ha centrado en la creación escénica, con sus particulares visión y narrativa, queremos hacer algo de hincapié en la relación de nuestro autor con el teatro; o más bien del teatro con nuestro autor. Albert Camus llega al mundo del teatro como llega a todas partes: por el camino recto y firme, directo de su compromiso con los que sufren. En el año 1935 Camus se adhiere al Partido Comunista y crea, gracias al esfuerzo desinteresado de sus conocidos incondicionales, el Théâtre du Travail, un pequeño grupo de teatro de amigos en Argelia, territorio éste donde la presencia del partido era meramente testimonial, y que en realidad era también una forma de acción política: junto con el teatro coexistían una especie de universidad popular y un cineclub previamente fundado por los socialistas de la colonia. En el folleto de presentación de este grupo teatral se decía, según nos cuenta Herbert Lottman en su soberbia e indispensable biografía sobre Albert Camus (publicada en España por Taurus en 1994), que el grupo tiene conciencia de sus límites y sus debilidades; y pide ser juzgado por sus actos, no por sus intenciones. Camus en estado puro. Sus primeras representaciones fueron El tiempo del desprecio (Le temps du mépris, 1935) de Malraux, un crudo homenaje a las víctimas del nazismo, y una versión libre del clásico Fuenteovejuna (c. 1612) de Lope de Vega: las debilidades citadas en el folleto quedan de manifiesto: el compromiso político está desde ya en escena. Es este mismo compromiso de Camus con el pueblo argelino el que motiva su expulsión del partido: para la dirección, la opresión de la gente de la colonia no contaba; y los intentos de Camus por organizar y cohesionar a los verdaderamente suyos a través del comunismo toparon con la cerrazón y la intransigencia de toda la vida.
Es por este motivo, y porque el autor de El mito de Sísifo (Le mythe de Sisyphe, 1942) no iba a darse tan pronto por vencido, que en 1937 funda otra compañía llamada Théâtre de L’Equipe (a cuyos miembros dedicó una de sus piezas más representativas): con tan sólo cuatro obras representadas en todo su haber, a saber, una adaptación libre de La Celestina (1499) de Fernando de Rojas, El retorno del hijo pródigo (Le retour de l’enfant prodigue, 1907) de André Gide, El paquebote «Tenacity» (Le paquebot Tenacity, 1920) de Charles Vildrac y una versión más que ambiciosa de Los hermanos Karamazov (Bratia Karamázovy, 1880) de su tan admirado Dostoyevsky, el grupo de Camus cosechó elogiosas críticas por parte de la prensa local de su Argel natal. Por esa misma época nuestro autor anda ya muy avanzado en la escritura de la versión definitiva de la que sería su primera obra de teatro, Calígula (Caligula) otro prototipo más de hombre absurdo, y cuya publicación no sucedería hasta 1941. Después, como es sabido por todos los que hemos devorado devotamente su obra, seguirían El malentendido (Le malentendu, 1944), El estado de sitio (L’état de siège, 1948), Los justos (Les justes, 1950) y Los posesos (Les possédés, 1959). Y entre tanto, también relacionado con este mundo teatral, inclinación lógica y natural de grandes cineastas como Bergman, suceden la participación, por expresa petición del autor, de Albert Camus como actor, evidentemente antes de la proverbial polémica, en la archiconocida obra de Sartre A puerta cerrada (Huis clos, 1944) y su adaptación del Réquiem por una monja (Requiem for a nun, 1950) del ya por entonces Premio Nobel William Faulkner. ¿Pero qué sucede con Albert Camus en nuestras tablas?
En un país como el nuestro, de larga y alargada por influyente y pantagruélica tradición teatral, con dramaturgos de primera desde hace muchísimos años, con representaciones todos los años a lo largo y ancho de nuestra geografía, con obras de autores autóctonos y también de otras nacionalidades, no es de extrañar que la obra del francés, su repertorio más señero, haya ocupado desde antaño un lugar privilegiado; aunque es cierto que no preponderante, nunca evidente, pero sí sonado, absolutamente imprescindible, dentro de los formatos teatrales que más han triunfado en nuestro territorio.
Por este motivo, la presencia de Albert Camus, y en concreto de su obra Calígula, ha sido constante e ineludible. En seis ocasiones, nada menos, Calígula ha formado parte del cartel del teatro romano de Mérida: la primera en el año 1963, siendo ésta además la primera representación de esta obra fundamental del francés en nuestro país, y la última en 2007, coincidiendo con el cincuenta aniversario de la muerte de su creador. Muchos actores, y muy diferentes, han sido los encargados de reencarnar en tan enorme recinto a tan insigne personaje, con la dificultad añadida de tener que recrear un modelo absolutamente reflexivo e intelectual como el que pretendió y consiguió Camus, que debe enfrentarse constantemente al estereotipo demencial, casquivano, caprichoso, cruel e histriónico que la historia con mayúsculas, con razón o sin ella, nos ha legado, y todos nosotros hemos asumido como veraz. De la mano de José María Rodero por partida doble, en el gran estreno nacional y también en 1982, casi veinte años después, pasando por el reciente icono televisivo Imanol Arias o el magnífico pero encasillado Luis Merlo, la arriesgada figura del supuestamente enloquecido y francamente doliente, melancólico emperador romano propuesta por el autor galo no ha sufrido jamás erosión ni menoscabo, cosechando siempre éxitos de público y de crítica; que alguna que otra vez presumimos han tenido más que ver con el renombre del autor y del personaje, amén de la mitología y la fascinación que arrastran rutilantes ambos, que de la propias interpretaciones principales.
Asimismo, Calígula formó también parte, como no podía ser de otra manera, de la amplia nómina de obras representadas en uno de los programas de televisión más longevos y mimados por el público en España, como fue Estudio Uno: el programa, consistente en una representación teatral televisada, comenzó su andadura allá por el año 1965, siguiendo el fenómeno europeo de la época auspiciado por las cadenas públicas de televisión, las únicas por otra parte en ese momento, tanto de Francia (con su programa Au théâtre ce soir) como de Gran Bretaña (con la emisión de Play of the Month). Y después de una emisión de más de veinte años, casi de forma continuada, tuvo un parón de quince años, para recuperarlo a principios del siglo XXI, siguiendo la filosofía de sus inicios. De nuevo es el gran José María Rodero quien se pone en la piel del jerarca imperial, allá por el mes de octubre del año 1971, bajo la dirección de un relativamente joven Jaime Azpilicueta, convertido hoy en día en uno de los mayores empresarios teatrales y promotores de musicales de nuestro país, con multitud de títulos y de representaciones dentro y fuera de sus fronteras; como son My fair lady, El hombre de la Mancha o la versión más reciente, y todavía en cartel mientras escribimos estas líneas, de Sonrisas y lágrimas. La segunda proyección de la obra que nos ocupa en el programa Estudio Uno tuvo lugar hace más diez años, en 2001, esta vez dirigida por el trasgresor, provocador, mítico retratista de la marginalidad Eloy de la Iglesia. El popular director de títulos tan emblemáticos y reconocibles como Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983) o La estanquera de Vallecas (1986) supo demostrar su oficio y sus maneras en uno de sus últimos trabajos antes de fallecer en 2006. Y hasta la fecha, la última vez que hemos podido disfrutar de Calígula ha sido en el año 2010, interpretado por Sandro Cordero y gracias a la compañía L´Om–Imprebís, creada por el propio director de la obra, Santiago Sánchez, cuando todavía era un adolescente y empezaba a trabajar en el mundo del teatro colaborando con el mítico Albert Boadella y Els Joglars.
Pero si bien Calígula ha sido y será una obra referente, quizá típica, aunque no por este motivo tópica ni muchísimo menos fácil, de baja categoría o inferior, más extraño, también celebrado a tenor de la acogida que tuvo en su momento, o mejor sería decir en sus dos momentos puesto que un par suman las representaciones llevadas a cabo en nuestro país, ha sido el estreno de las dos diferentes, aunque con muchos puntos en común, versiones de La caída. En un breve espacio de tiempo, el que va entre los años 1998 y 2003, pudimos asistir a la puesta en escena teatralizada de esta magnífica novela de Camus; si no la más certera en su planteamiento, debido a la grandeza sintética y eminencia literaria de El extranjero, quizá la de mayor enjundia desde un punto de vista filosófico de su tríptico existencialista, y sin duda la de un simbolismo más logrado, con el permiso y el beneplácito de La peste. Tanto es así, que las traducciones al castellano llevadas a cabo y respectivamente por el gran poeta José Ángel Valente y la escritora Rosa Chacel para El extranjero y La peste aún siguen en pie, incólumes, mientras que el texto de La caída se ha visto revisado, aunque no muy sustancialmente, en un par de ocasiones.
Sin haber sido concebida como una obra de teatro, ni haber pensado jamás en dramatizarla, la última novela de Camus se presta a tal acción por su contenido y su forma: el tremendo y sugestivo monólogo inclemente con el género humano, la espeluznante y soberbia confesión de la que vamos poco a poco siendo testigos siempre de la mano de ese patético y peripatético filósofo, profeta del malconfort, extraño apóstol y más que seguro único representante de la extravagante y sufriente masonería de los jueces-penitentes, convertido por las puercas vueltas de la vida en un cicerone esquivo y demencial de Amsterdam, ciudad por otra parte no elegida ni mucho menos al azar por nuestro autor. Como hemos comentado antes, la primera representación tuvo lugar durante el año 1998; y la segunda a lo largo de 2003. Y sin desmerecer a Pepe Martín, actor y director de sí mismo (nos viene rápido a la mente la manida frase de esas películas judiciales cuando se habla del abogado que se defiende a sí mismo), encargado en la primera de dar vida al superviviente Jean Baptiste Clemence, a quien pudimos ver en el teatro Bellas Artes de Madrid, fue Francesc Orella, premio Max al mejor actor protagonista por su papel en esta obra, quien nos cautivó en la segunda, metido por completo en su personaje y dirigido a la perfección por Carles Alfaro, en las tablas del teatro de La Abadía: ambos supieron trasladar a su espectáculo, y nunca mejor dicho, las enseñanzas de uno de los grandes dramaturgos españoles del siglo XX, el madrileño Alfonso Sastre, quien preconizó, teorizó y puso en práctica la llamada tragedia compleja: a través de un hecho o un personaje grotesco, irrisorio (jamás gracioso), asistimos a la pobreza espiritual del ser humano, a todas sus deficiencias. La tragedia compleja es tal porque el hombre es propiamente consciente de su degradación y la imposibilidad de redención (no como en la tragedia clásica, cuyos héroes sólo lo son en manos de un destino ciego, de unos dioses caprichosos; o como en el esperpento valle-inclanesco, donde la atrofia moral y hasta física de los personajes les impide aquella conciencia necesaria para la pena y la verdadera, auténtica desesperación). Todo esto es aplicable de inmediato a La caída, donde la aniquilación de un ser humano se hace evidente, y se presiente; también se siente, en ambos sentidos de la palabra.
Entre las últimas representaciones de la obra dramática de Albert Camus en España se encuentra la que en el pasado año 2012, y con motivo del bicentenario de la Constitución de 1812, el Centro Andaluz de Teatro llevó a cabo a lo largo de tres meses poniendo en escena El estado de sitio. Camus traslada la peste a la ciudad de Cádiz, convertida así en centro universal donde acaban puestas en jaque las posibles virtudes del hombre, que el francés quiso irreductibles y recíprocas para sus semejantes. La epidemia es moral, y la necesidad de solidaridad se antoja absolutamente imprescindible: sólo el sacrificio desinteresado podrá librar a los habitantes de esta pequeña ciudad‒estado de sus miedos ancestrales, que todavía amenazan en cada puerto: una obra deudora del tiempo en que fue concebida, y a pesar de esto, como toda la obra de nuestro autor, de una vigencia que asusta y que demuestra la enorme talla de su autor, su clarividencia: o simplemente su profundo conocimiento del espíritu humano con todas sus consecuencias. Además de esto, también resulta interesante la elección de España: en una carta a un crítico de la época, Gabriel Marcel, quien reprochó desabridamente tal elección, Camus replica con un breve artículo donde deja claro el motivo: ¿por qué España? Porque muchos han perdido la memoria; porque fue en España donde “los hombres de mi edad vimos cómo la injusticia triunfaba en la historia”.
Pero si alguna adaptación de la obra de Camus ha sido esperada y querida durante mucho tiempo ésa ha sido, sin ningún género de duda, la de su texto El malentendido. Es ahora, en 2013, aprovechando el aniversario que citamos al principio, cuando esta obra vuelve a los escenarios, en colaboración con el Instituto Francés y la Embajada de Francia; y lo hace bajo la dirección de Eduardo Vasco, quien durante siete años estuvo al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, impulsando un proyecto arriesgado que tenía como eje central la recuperación del público para este tipo de espectáculos. Tampoco es desdeñable la nómina de intérpretes: la enorme Julieta Serrano, el bregado Ernesto Arias y la sentida Cayetana Guillén Cuervo. Esta obra se estrenó, dirigida por el gran Adolfo Marsillach, en España en el año 1969, de la mano y por el empeño del matrimonio Fernando Guillén y Gemma Cuervo, que recién habían formado su propia compañía y acababan de tener a la tercera de sus hijos. Y es precisamente ella, Cayetana, quien, por consejo de su padre, cuyo reciente fallecimiento hace que la representación se revista también de póstumo, evidente homenaje, revisa concienzudamente esta gran tragedia contemporánea, este texto que jamás pasará de moda. Tanto se notan estas ganas de revisión y homenaje que la actriz se ha hecho con los derechos en exclusiva de la representación en nuestro país del texto de Albert Camus.
La historia es conocida por todos: el regreso del hijo pródigo a la casa de su madre y su hermana, convertidas en asesinas por las tristes circunstancias de una vida miserable. Pero ese regreso, que sucede de incógnito, y la imposibilidad de verdadera comunicación, tema central en la obra de Camus, precipitarán la tragedia. Y en este caso aún es más cierto, mucho más incluso que en la citada Calígula, ya que la obra se enmarca dentro de la tradición clásica preconizada por Aristóteles en su Poética: tres actos, principio, medio y fin; unidades de tiempo, lugar y acción; paso del personaje del héroe de la dicha al infortunio; y catarsis final: todo esto resumido aquí de manera muy sucinta. La trama rondaba tiempo atrás por la cabeza de Camus, siempre inmerso por costumbre en un par de proyectos diferentes, puesto que en su novela El extranjero (en concreto en la Parte II, capítulo 2) el protagonista reconoce que distrae las horas muertas dentro de la cárcel leyendo y releyendo de un recorte de periódico la grotesca historia encontrada bajo su jergón de un checo que regresa a su patria y es asesinado a martillazos por su madre y su hermana, la cuales, tras descubrir la verdad, se suicidan; la primera ahorcándose y la segunda arrojándose a un pozo: todo muy similar al núcleo de El malentendido. De nuevo el absurdo, primera etapa del pensamiento de Camus, es el eje central de la narración, el desencadenante de toda la tragedia. Pero aquí, por primera vez, ya está presente el siguiente peldaño de su escalera filosófica: la rebeldía; aunque todavía de una manera embrionaria, casi pasiva porque aún se refugia en la desesperanza.
En esta representación de 2013 está todo esto. Y también está la fidelidad máxima al texto original: salen a escena todas las palabras del autor francés, cargadas de simbolismo, preñadas de lirismo, trascendentes y eternas; y sin embargo, por más que este hecho pudiera pesar negativamente a priori en la fluidez de la interpretación o en la comprensión de la historia, nada de esto ocurre ya que los actores se encargan de hacer carne el pensamiento, acercando desgarradoramente el mensaje tan pesimista que encierra la obra a todos los espectadores, hayan estado o no familiarizados alguna vez, o siempre, con la corriente existencialista. Porque al final no queda espacio para la esperanza: lo deja bien claro con su negativa rotunda ese criado que cruza de cuando en cuando la escena sin decir una sola palabra en toda la obra, tan sólo en el clímax final, ese criado que tiene en su mano la posibilidad de redención y reconciliación pero que escoge la destrucción y la caída de sus prójimos, que no sus semejantes. Es bien conocido el ateísmo de Camus, pero este criado casi mudo es un trasunto del único dios que el filósofo francés está dispuesto no ya a creer pero al menos sí a aceptar: un dios ciego e indiferente por la suerte de sus criaturas; que es otra manera, puede que la más sutil, de negar su existencia al despojarle de los atributos que por definición le otorgan todas las creencias (muy similar en esto al dios‒araña del maestro Bergman, con toda su carga de silencio y miseria).
Nunca le hemos olvidado, pero es tiempo de volver a Camus, de revisar su obra, escudriñar el compromiso tras las palabras. Quizá esta nueva representación de su malentendido sea un nuevo comienzo, otro más después de muchos. Quizá realmente estemos condenados a repetir una y otra vez los mismos errores, nuestra pesada piedra de Sísifo. No obstante, y siguiendo las palabras de su libro de Crónicas (Chroniques, 1950), debemos luchar por encontrar lo que hay de valioso en cada hombre, para que “el hombre vuelva a sentir ese amor por el hombre sin el cual el mundo sólo sería una inmensa soledad”.