Ante la devaluación de la cultura del esfuerzo en nuestro sociedad hemos ido articulando discursos sobre el éxito basado en el innatismo de las habilidades. Quien logra triunfar no es porque se haya esforzado para lograrlo, es porque tiene un talento innato para su campo. El problema es que alcanzar el éxito no es tan sencillo. Aunque el talento es una pieza necesaria para lograr cualquier cosa, entendiendo por talento el conjunto de dones que nos hacen superiores a los demás en un determinado campo —sean genéticos o coyunturales, ya que el mayor don de todos es nacer con el dinero suficiente como para no tener que preocuparse de la subsistencia—, sin un poco de suerte que nos haga estar en el momento adecuado en el lugar indicado y una cantidad desproporcionado de trabajo, el talento no es nada más que papel mojado. Tener talento implica tener potencial para ser bueno en un determinado campo, no ser bueno por nacimiento. Sin trabajo duro, suerte y talento es imposible llegar lejos.
Whiplash (íd., Damien Chazelle, 2014) trata de eso, de llegar lejos, de los sacrificios necesarios para ser el mejor en algo, desde la perspectiva de un prometedor joven batería del mejor conservatorio de EE.UU. Prometedor joven, un Miles Teller venido arriba, que se encuentra de repente en la big band de un psicópata llamado Fletcher, con un J.K. Simmons en estado de gracia, que no dudará en llevarle más allá de sus límites. Físicos, mentales, emocionales; sangre, sudor, estrés. ¿Y todo para qué? Para el jazz, para la posteridad. El amor por el jazz de todos los involucrados está muy por encima de su salud física o mental, de su pretensión de ser personas válidas para la sociedad o siquiera para sí mismos. Sólo pueden pensar en la eternidad, en la posibilidad de rozar con la punta de los dedos el parnaso sólo abierto para los mejores. Se olvidan de vivir para poder vivir eternamente, incluso cuando es más probable que le recuerden sus familiares y amigos que no sus hipotéticos fans que podrían conseguir si, al final, resultan ser el nuevo Charlie Parker.
Dado que en esta historia el papel central recae sobre el jazz, es lógico que su papel en el diseño sonoro sea determinante. Whiplash es un brillante ejercicio de estilo donde el diseño musical ha sido mimado con un cuidado excepcional, haciendo accesible un género tan hermético como el que nos ocupa incluso para los neófitos, que se fusiona a la perfección con un trabajo visual rayano lo obsesivo, que alcanza cotas de prodigiosa minuciosidad en el tour de force final de la película. Forma y fondo bailando en común para crear un estilo propio, un discurso uniforme perfectamente hilado.
Visto lo visto, es lógico que la obra de Chazelle haya venido precedida por el clamor de crítica y público. Porque hablar de Whiplash es hablar también de su director. Director que se encarga también del guión y, de igual manera que consigue brillar de forma excepcional en la planificación visual y sonora, no consigue empacar con el mismo buen gusto la totalidad del guión firmado: ya sea por un subrayado discursivo excesivo —la cena de Andrew, el protagonista, con su familia machaca innecesariamente el subtexto de la película— o por la sobrexposición dramática —la repetición simbólica de la sangre, la decisión absurda de Fletcher de engañar a Andrew en el último concierto, la actitud de Andrew hacia su novia durante la segunda mitad de la película—, el guión introduce giros dramáticos que, aunque logra resolver no sin buen gusto, empañan la labor mucho mejor pulida del resto de sus elementos.
Otra posible crítica viene por su narrativa, por cómo ha enfocado el conflicto entre ambos personajes. Whiplash no se posiciona, no juzga, sino que transmite el mensaje del enfrentamiento de estas dos psiques destruidas, sólo vagamente conectadas con la humanidad normativa, sin entrar en ninguna clase de juicio ético-moral. Eso o bien la hace brillante o bien reprobable. Al poder conectar con dos monstruos de la naturaleza, divide también toda posible visión crítica al respecto como ya lo hicieron antes otras películas recientes —como es el caso de Foxcatcher (íd., Bennett Miller, 2014), Nightcrawler (íd., Dan Gilroy, 2014) o, muy especialmente, Perdida (Gone Girl, David Fincher, 2014), todas ellas enfocadas en personajes capaces de hacer cualquier cosa para lograr sus objetivos— con las cuales está emparentada: juzgar si merecía la pena todo ese esfuerzo, toda la crueldad plasmada en cada uno de sus fotogramas, depende sólo del espectador. Juzgar si son monstruos porque carecen de cualquier clase de humanidad o porque son genios por encima del común de los mortales sólo puede contestarlo el que presencie este duelo imposible.
¿Son sus fallos de guión, que podríamos ignorar, y su ambigüedad moral, que cabría debatir si es objeto del arte juzgar, suficientes como para devaluar nuestro juicio al respecto de la película si en todos los demás aspectos resulta incontestable? Ese es un debate abierto que deberíamos espolear. Por lo demás, no podemos negar que Chazelle es demasiado prometedor como para que podamos pasar por alto esos pequeños fallos, ¿por qué? Porque tiene talento, esfuerzo y esa pizca de suerte necesaria. A lo mejor el maltrato sistemático tampoco convierte a nadie en Charlie Bird, a lo mejor reconocer el trabajo duro y ser constructivo es el único modo de hacer crecer a un artista. Pero eso ya es otro tema: es parte del debate.