I
Hans Zimmer sobre Richard King: “Richard siempre está cruzando la línea que separa los efectos de sonido de la música”.
Richard King sobre Hans Zimmer: “Para Hans, los sonidos son música”.
Hans Zimmer (compositor musical) y Richard King (supervisor de montaje de sonido y diseñador de sonido) han trabajado codo con codo en El caballero oscuro (The Dark Knight. Christopher Nolan, 2008), Origen (Inception. Christopher Nolan, 2010) y El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises. Christopher Nolan, 2012). Por su labor en los dos primeros films citados, King ha ganado sendos Oscar.
II
La asociación de sonidos electrónicos a la música del cine no es nueva. Desde los años cincuenta del siglo XX, muchos creadores han tratado de potenciar a través de efectos sintéticos el impacto de la banda de sonido sobre las imágenes. No tanto para contribuir a los efectos emocionales de la banda sonora, como para amplificar nuestra sensación de hallarnos sumidos en una experiencia de conjunto, que haga imposible disociar lo visto de lo escuchado.
El ejemplo más célebre de aquella época lo constituye la banda sonora de la película Planeta prohibido (Forbidden Planet. Fred M. Wilcox, 1956), compuesta por Louis y Bebe Barron. En la actualidad, el trabajo de los Barron, que emplearon únicamente circuitos electrónicos de elaboración casera para concretar la música del film y que fueron precursores posteriormente a la hora de grabar en casetes de cinta magnetofónica, puede sonar todavía más pintoresco que cuando se fraguó. Sin embargo, ha devenido modelo de reconocimiento de un universo a partir de la miscelánea de sonidos e imágenes, como sabría evocar Mars Attack! (íd. Tim Burton, 1996). La emisión de ciertos sonidos en la sala como parte de los créditos iniciales de Planeta prohibido, previa por tanto a la proyección de imágenes con los ingredientes fantacientíficos a que correspondían tales sonidos, supuso una pequeña revolución en el medio, ratificando la idea que el cine no solamente se basa en la imagen: Depende de otras herramientas para cumplir con una efectividad absoluta sus propósitos.
Un sonido inédito para 1956 tomaba por tanto papel significativo en el cine. Es imposible comprender el susodicho carácter revolucionario de este logro de los Barron sin recordar que la música de cine sufre desde sus inicios el síndrome de Cenicienta y, en buena medida, continúa sin ser valorada como expresión artística independiente; siempre sufre a expensas de las imágenes que está destinada a “decorar” y la innovación no ha sido uno de sus puntos fuertes, por mucho que hoy queramos ver en sus muestras más reconocibles obras artísticas independientes o incluso rompedoras.
III
La música de cine —apelativo que manifiesta en sí mismo una minusvaloración como rama artística autónoma— ha sido reflejo casi siempre de los cambios musicales y sociológicos del momento y no ha propiciado movimientos de auténtico relieve, como sí ha sucedido en los casos de la pintura o el propio cine. Al contrario, la música de cine se ha visto influida a menudo por corrientes coetáneas de cariz popular y, en sus orígenes, debido a la huida de numerosos compositores judíos de la Europa nazi a Estados Unidos, por la música clásica; en especial la compuesta durante los siglos XVIII y XIX, hasta que a mediados del siglo XX nuevas influencias como las de Schoenberg, Stravinsky o el jazz tomaron el testigo referencial.
Poco mejoró la situación en épocas posteriores. Pese a haber sido sacudida la música en los setenta por la escena londinense y antes, en los sesenta, por el jazz progresivo, la avant garde neoyorquina, los Beatles, los Rolling Stones, o por John Cage, que mantuvo trato con Louis y Bebe Barron y también fue pionero en la creación de música con medios electro acústicos así como en la preparación de pianos para obtener sonidos no musicales al pulsar sus teclas; su composición más renombrada, 4´33”, iba más allá al ser una obra para ese instrumento en la que el mismo permanecía en silencio y era el ruido ambiente el que se aspiraba conformase la música.
Por otra parte, durante los periodos apuntados, compositores punteros de la industria como Vangelis, Philip Glass, Brian Eno o Peter Gabriel no mostrarían demasiado interés en aunar fuerzas como movimiento musical/cinematográfico que les hiciera más determinantes, que otorgase una argamasa intelectual o ideológica a sus bandas sonoras. Les bastó, se condenaron, a una suerte de apoltronamiento en un ámbito de por sí excluyente y hermético como es el del séptimo arte, en el que muchos proyectos y sus integrantes se concretan en base a las relaciones y el lobbismo.
Sintomáticamente, compositores como los citados sí supieron agruparse en torno a proyectos que nada tenían que ver con el cine, revelando quizás con ello su desprecio por este medio. ¿Mero recurso para obtener jugosos ingresos? El desprecio y el utilitarismo de estos músicos encuentran parcial justificación en las infinitas concesiones del cine a lo crematístico. Si las palabras son las creadoras de un ámbito en perjuicio incluso de lo que aportan quienes lo integran, el desarrollo de cualquier producción cinematográfica prima ante todo conceptos económicos —presupuesto, distribución, recaudación, un largo etcétera— que, no descubrimos nada, acaban por ahogar los conceptos creativos, presos en demasiadas ocasiones de lo que redunde en una taquilla sustanciosa.
IV
En el campo de las bandas sonoras populares, hay que esperar a 1968/1969 para toparse con dos de ellas planificadas con libertad absoluta y convertidas, quizás como consecuencia, en iconos culturales para toda una generación: la correspondiente a 2001: Una odisea del espacio (2001: A Spacial Odyssey. Stanley Kubrick, 1968), que redefinió nuestra relación con la música clásica y la de esta con las imágenes; y la de Buscando mi destino (Easy Rider. Dennis Hopper, 1969), cuya ambición fue tal que, en palabras de Serge Denisoff y William Romanowski, devino «comentario musical» en toda regla al resto del film. Y es que algo que hoy en día nos parece obvio, la independencia a la hora de expresarse a través de la música, había sido accesoria en el cine desde el albor del sonoro. En el caso del cine facturado por los grandes estudios norteamericanos, el más influyente en la historia de las bandas sonoras, la innovación no fue un factor prioritario, muchas veces ni siquiera entró en la ecuación. Y no solamente en el terreno musical, sino en cualesquiera otros pasos de elaboración del «producto», pues esa era la consideración de las películas durante el supuesto cenit de lo manufacturado en Hollywood.
Rememoramos aquellos tiempos con nostalgia. Pensamos que atravesamos una época nefasta en lo relativo al cine popular, una época dominada por la uniformización y la degradación de lo que una vez fue Edad de Oro. Pero la añoranza es mala consejera. Durante la década de los treinta del pasado siglo, como entre otros nos ha informado Richard Davis, se producían unas quinientas películas anuales en Estados Unidos; las actividades que implicaban su realización estaban directamente bajo el control de los grandes estudios; desde el director hasta el último electricista se encontraban bajo contrato asalariado con esos estudios y tenían que plegarse a sus deseos. Y, en lo relativo a la música, había que seguir reglas mecánicas y estrictas, de manera que cada escena tenía motivos musicales asociados a su género (romance, aventuras, suspense) que preseleccionaba un director musical.
No había un único compositor sino un grupo de ellos, cada uno especializado en un tipo de efectos musicales —balada vaquera, violín quejumbroso para las escenas dramáticas, arpegios para los momentos de terror— que daban lugar a un totum revolutum estilístico en el montaje final. La composición de la música para cada escena se adjudicaba en función de los talentos respectivos de cada cual y, tras dos o tres días de composición frenética —o aburrida, si era la décima película en serie gestada ese mes—, las partituras pasaban al responsable de la orquestación, quien apenas pasados otros dos días devolvía el resultado para que se procediese a últimos retoques. La grabación definitiva y su sincronización con las imágenes tenían lugar en otras cuarenta y ocho horas. En cinco o seis días, la banda sonora de la película en cuestión se había completado y, a la mañana siguiente, se iniciaba con otro título el mismo proceso de producción, digno de Henry Ford.
De estas estrategias, que han impuesto inercias, servidumbres y contrariedades hasta hoy mismo, se infiere que la asociación de melodías o instrumentos a determinados personajes, de tonalidades musicales a escenas según estas fuesen tristes o alegres, no eran, como tiende a creerse hoy, reflejo de la mentalidad creativa de la época, sino el intento de los estudios por acortar tiempos de producción estandarizando la música. Y, de forma perversa, esta estandarización impregnaría el gusto del público, que se acostumbró a unos patrones sonoros que tomaba como naturales y deseables para que acompañasen las imágenes, independientemente de la nueva música que estuviese escuchando ya en otros contextos.
V
Por tanto, el experimento de los Barron descrito al principio de este artículo lo tenía difícil para fructificar. Estaba abocado a ser una excepción. El sonido por sí solo resultaba ajeno a la experiencia convencional de los asistentes a una sala de cine, moldeada desde el advenimiento del sonoro tan solo veinticinco años antes por un empleo de la música melodramático y subrayado. Como fondo para una película de ciencia ficción, la obra de los Barron fue aceptada y les procuró incluso merecida fama, pero lo electrónico se consideraría todavía durante años algo exótico. Las bandas sonoras primaban y continúan primando la utilización o la simulación de música orquestal, generadora por otra parte durante siglos de nuestros disfrutes auditivos. Incluso cuando en los años ochenta del pasado siglo se popularizó la música electrónica, practicada a partir del abaratamiento de los sintetizadores por compositores como el citado Vangelis. A quien, como haría Brad Fiedel para Terminator (The Terminator. James Cameron, 1984), cabe reconocerle la introducción pionera de sonidos ambiente en bandas sonoras como la de Blade Runner (íd. Ridley Scott, 1982).
Viajemos ahora sesenta años en el tiempo, hasta nuestro presente: ¿Quién puede afirmar que asistiendo a un concierto de música clásica ha sido capaz de degustar cada uno de los instrumentos, de reconocer y asimilar sus sonidos con familiaridad? ¿Quién puede asegurar hoy por hoy escuchando una grabación que una música tiene su origen en un piano de cola o de media cola? ¿Distinguimos entre un violín y una viola? ¿Cómo afirmar que los sonidos brindados por estos instrumentos nos son más cercanos, más cálidos, que la melodía de encendido del Windows 95, compuesta por Brian Eno; que los sonidos digitales emitidos por nuestros teléfonos móviles, nuestro despertador o el sensor de apertura de nuestro automóvil? ¿Que una sesión con un DJ que combina durante horas música, sonidos, mezclas de ambos? ¿Cuáles son realmente las experiencias musicales y auditivas que conforman nuestro presente? ¿Nos hallamos en un momento de inflexión en lo tocante a nuestra cultura musical, incluso en su aspecto más básico, los sonidos que la articulan?
¿Qué debemos esperar de las bandas sonoras ante este panorama? Más aun, ¿esperamos todavía algo realmente creativo de ellas? Si han de formar una unidad con las imágenes que miramos, y estas han sufrido una revolución durante los últimos veinte años en base a lo digital, la alta definición, las tres dimensiones, su contaminación por medios y formatos infinitos, hasta adquirir un carácter líquido, mutante, ¿no cabría esperar que la música evolucionase en el mismo sentido, más allá de su realce de los sentimientos que transmiten las imágenes? El espectador contemporáneo puede ver colmados artificialmente sus sentidos, abstraerse de lo concreto no mediante un escape circunstancial y acotado a un determinado escenario y unos horarios de proyección, sino a través de artilugios variados que le acompañan en todo momento y todo lugar. ¿Quién no ha experimentado escuchando una canción a través de su iPod y unos cascos cómo fragmentos de conversación, el ulular de una ambulancia, el estrepitoso cierre de un comercio, parecían fundirse con la música creando una vivencia de lo real a medio camino entre lo material y lo alucinatorio, otro estado de conciencia? ¿Tenemos claro cómo hemos pasado a sentir la música en una época que ha acabado tanto con la acumulación y reproducción ordenada de la misma en formatos físicos, como con nuestra paciencia para la escucha laboriosa, concentrada, ininterrumpida?
El mundo pasa por un cambio sin precedentes en cuanto a la percepción y la gestión de los sentidos. Un cambio que acabará por diluir las fronteras entre lo físico y lo virtual, cooperantes de una inminente realidad aumentada. El cine y la música de cine habrán de adaptarse a esta nueva circunstancia o morir. Afortunadamente, será lo primero, como podemos comprobar por el creciente número de bandas sonoras que incluyen sonidos ajenos a lo definido hasta ahora como música, y que contribuyen a reinventar lo que se entendía por armonía, melodía y ritmo.
VI
La digitalización del cine ha sido analizada una y otra vez en los últimos años. Pero casi siempre a nivel de imagen. El sonido, la banda sonora, han quedado en segundo plano, y los avances realizados en su terreno han sido celebrados por lo general a nivel tecnológico, no tanto artístico. Pero la digitilización, la composición, producción y articulación virtual de la música, han tenido una influencia creativa esencial.
El compositor actual dispone en su propio estudio de las herramientas para concebir y orquestar la música de la película, y para experimentar su combinación con los sonidos registrados junto a las imágenes, a las que puede acceder el mismo día de su filmación vía correo electrónico o almacenamiento en la nube. Como ha detallado Richard Davis, los compositores de hoy tienen además poca relación con los estudios de producción cinematográfica; constituyen empresas independientes a las que, en ocasiones, también se ha encargado elaborar la banda de sonido de la misma película, lo que lleva a una mayor fusión todavía entre esta y la música. Por otra parte, el continuo trabajo con ordenadores e Internet trae aparejado un mayor grado de mestizaje tecnológico y creativo, como el que ha traído aparejada la composición de bandas sonoras para videojuegos, medio en el que ha pasado a destacar sobre la sincronización dramática con las imágenes la creación de ambientes.
Por último, el canto de un pájaro puede muy bien no precisar ya de su recreación instrumento mediante, sino ser grabado por el propio compositor en un jardín, procesado digitalmente, e insertado en la banda de sonido o sampleado como arreglo musical. Y las grabadoras de nueva generación, tan potentes como baratas, brindan hoy por hoy la posibilidad de recoger sonido en varios canales, por lo que un paseo por un parque puede dar lugar a una composición de cámara para árboles, brisa, lluvia y voces de niños. Nathan Johnson, que compuso la banda sonora original de Looper (íd. Rian Johnson, 2012) en base parcialmente a sonidos grabados por él mismo en diferentes entornos y con diferentes aparatos, nos brinda algunas explicaciones al respecto.
VII
Más allá de la citada Looper, abundan en la última década muestras del nuevo paradigma descrito. Prestemos atención a la banda sonora de Generación robada (Rabbit-Proof Fence. Phillip Noyce, 2002), obra de Peter Gabriel. Generación robada desarrolla el grueso de su acción en el desierto, en un camino delimitado por una cerca de metal que separa el territorio australiano colonizado en 1931 por los ingleses del infestado por conejos. La música comienza apoyándose en acordes de violines y piano que poco a poco se desfiguran hasta devenir irreconocibles, dando paso a una abstracción cimentada únicamente en el estremecimiento del metal y en el viento que lo bandea. El objetivo, equiparar las tradiciones occidentales en lo musical con las aspiraciones colonialistas, incapaces una y otra de constreñir el espíritu de identidad propia y libertad que anima a las tres chicas aborígenes protagonistas de la película.
Ese mismo año, David Julyan también practica la abstracción sonora en Insomnio (Insomnia. Christopher Nolan, 2002), aunque en su caso para hacernos partícipes del estado de duermevela física y moral que agita al detective Will Dormer (Al Pacino).
De especial interés es la banda sonora de Shutter Island (íd. Martin Scorsese, 2010), algo lógico si tenemos en cuenta las perennes y fructíferas inquietudes de su director al respecto. Shutter Island atesora sonidos ambiente, voz humana, y una enciclopédida miscelánea de temas musicales añejos de, entre otros, John Cage, Morton Feldman, Nam June Paik y Brian Eno, de nuevo para subrayar un estado mental alterado, el del desdichado agente de la ley Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio).
No puede faltar en este apartado referencia a las obras compuestas para La red social (The Social Network. David Fincher, 2010) y Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo. David Fincher, 2011) por Trent Reznor y Atticus Ross, y para Pozos de ambición (There Will Be Blood. Paul Thomas Anderson, 2007) y The Master (íd. Paul Thomas Anderson, 2012) por Jonny Greenwood. En estos casos, el origen extracinematográfico de los compositores, su falta de prejuicios a la hora de componer, orquestar digital o instrumentalmente, incorporar o manipular sonidos y hasta organizar los cortes que integran las bandas sonoras, da como resultado músicas que se cuestionan en todo momento su supuesto papel en ficciones, por otra parte, deudoras ante todo de la atmósfera.
Pero la banda sonora que ha tenido más relevancia en tiempos recientes, hasta el punto de que su influencia podría ayudar a romper de una vez con la dictadura de la música de cine popular entendida como summa orquestal, una banda sonora no exenta de polémica y objeto de muchas burlas, es la de Origen. Su firmante, el alemán Hans Zimmer (1957), no es ajeno a la polémica, debido a lo prolífico y colaborativo de sus composiciones, y a que su obsesión por casar orquesta, sintetizadores, voces y sonidos a lo largo de cuarenta años de carrera ha pecado para algunos de industrial, superficial y monótona.
Más allá de la celebridad adquirida por el tema atribuido a Origen que sonaba en sus tráilers promocionales, Mind Heist (2011) de Zack Hemsey, celebridad que dice mucho sobre la relación actual del espectador con el cine y con la música de cine, el conjunto de la banda sonora de ese film, como sucederá después en menor medida con El caballero oscuro: La leyenda renace, persigue un efecto totalizador, encadenante de niveles varios de realidad y sueños, que ha requerido en igual medida de la tecnología y la inspiración, del sonido y de la música, de manera que el trabajo de Zimmer y el del diseñador y montador de sonido Richard King han quedado inextricablemente ligados.
En un momento en que los géneros cinematográficos y hasta la naturaleza del cine están sujetos a perpetuo debate, autores como Zimmer han sabido adoptar iniciativas meritorias, que permiten apostar por que en un futuro no muy lejano la composición de música de cine y la elaboración de las bandas de sonido sean reconocidas como una única disciplina.