La casa de los mundos sociales paralelos: inmersión y choque
Un ahondamiento en dos realidades opuestas, un choque entre dos mundos. Esta atractiva premisa fue la que dio inicio al 65 Festival Internacional de Cine de San Sebastián, con la proyección inaugural de Inmersión (Submergence, Wim Wenders, 2017), con Alicia Vikander y James McAvoy como reclamo estelar, que resultó ser una decepción generalizada. El film quiere ser una apasionante historia de amor old style —un espía y una científica se aman y no pueden estar juntos— pero no ofrece ni pasión, ni historia. Los personajes son planos; la química, forzada; y los diálogos, ridículos. Los intentos de hablar de temas transcendentales acaban en batiburrillo, como el terrorismo yihadista, banalizado por el filtro Hollywood, o una crisis existencialista representado por una Vikander biomatemática que estudia el origen de la humanidad y resulta desaprovechada al servicio de las escenas heroicas de McAvoy.
Pese a la decepción inicial, el festival sí que resultó tener mucho de inmersiones profundas y de colisiones entre mundos: en concreto, el de los ricos y los pobres, dos esferas retratadas en paralelo sin dejar que una toque a la otra; universos sociales y económicos que resultan cimientos imprescindibles sobre los que construir los viajes emocionales.
Así, si en Inmersión la ostentosidad de sus protagonistas es tan evidente como exasperantemente normalizada —con unos fantasmas solitarios en un hotel de lujo frente al mar que se llegan a preguntar si alguna vez han conocido a un pobre—, en Call Me by Your Name (íd., Luca Guadagnino, 2017) la vida acomodada es relevante para poder contar una historia de amor homosexual a través de los canones del cine romántico heterosexual, un cine que tradicionalmente obvia las preocupaciones económicas más cotidianas para no distraer de lo importante: el amor, la pasión. Aunque empiecen a resultar repetitivas las películas de veinteañeros en paro con loft en Manhattan, en el caso de Call Me by Your Name la riqueza y la intelectualidad de sus protagonistas no solo no resulta irritante sino que ayuda a normalizar el relato de romance gay. Con una fotografía cálida y colorista, la positividad del film —donde no hay VIH, bullying, padres difíciles, ni tampoco un proceso de aceptación demasiado dramático— es tan importante como lo fue Carol (íd., Todd Haynes, 2015) el año pasado, y está realizada con la misma sensibilidad.
En el otro extremo está Alanis (íd., Anahí Berneri, 2017), que propone una cruda sumersión en la vida de una prostituta sin techo que trata de sobrevivir con su bebé en la jungla de asfalto de Buenos Aires. Es una película fría en colores, en interpretaciones y en unos encuadres que son fijos y algo distantes a la trama salvo en los momentos de apuro de la protagonista, en los cuales la cámara se acerca a sus hombros para no dejarla sola ante el peligro. La pobreza urbana, retratada con realismo por su directora, no se roza siquiera con las vidas de las anteriores películas. No hay salida posible para Alanis e incluso el desenlace, que quiere ser esperanzador, lo es tan solo en los parámetros de miseria en los que se moverá el personaje el resto de su vida: no hay sueño americano, no hay tierra a la vista.
Otras películas sí que comenzaron a intentar poner en relación los dos mundos, con más o menos éxito. La española El Autor (íd., Manuel Martín Cuenca, 2017), una adaptación de la novela de Javier Cercas con un reparto desbordante encabezado por Javier Gutiérrez, habla de la frustración de un escritor mediocre casado con una autora superventas que, en busca de la inspiración, comienza a trastocar la vida de sus nuevos vecinos. Se trata de una premisa que recuerda inevitablemente a En la casa (Dans la maison, François Ozon, 2012), aunque en este caso el foco está puesto en las dinámicas (abusivas) de poder entre un hombre de clase media alta y unos vecinos de clase obrera. Con alguna que otra trama desaprovechada, El autor carece en sus formas de la potente ambigüedad y el in crescendo de tensión de En la casa, y su recurso formal más potente, las sombras de los vecinos proyectadas en el patio del autor, se agota pronto y llega a adoptar un extremo kitsch.
So Help Me God (Ni juge ni soumise, Jean Libon, Yves Hinant, 2017), una de las grandes revelaciones del festival, quiso tender, a su manera, un puente entre mundos. Bajo la premisa de seguir el día a día de Anne Gruwez —una juez de instrucción en cuyo despacho pasan todo tipo de crímenes escabrosos— la película es un reality show disfrazado de documental, de la categoría moral y la elegancia de un programa de Sálvame. El film es un ejercicio periodístico cobarde, pues graba a personas problemáticas en situaciones comprometidas desde la comodidad del despacho de Gruwez, sin atreverse a seguir a los implicados hasta casa y ahondar en el porqué de su tragedia. Con un humor negrísimo y morboso y una fijación especial en ciudadanos inmigrantes de segunda generación, las historias quedan en la superficie, ayudando peligrosamente a la propagación del racismo y la incomprensión entre ciudadanos. La única forma de sobrevivir a este tipo de cine es tomar distancia y reír con actitud crítica. Porque hay algo que nadie —ni el propio Jurado Oficial, que le dio una mención especial en la categoría interpretativa— ha podido resistir: la juez Anne Gruwez es todo un descubrimiento, una mente ingeniosa, una lengua mordaz y una mirada implacable. Recién sacada de un episodio de Keeping Up With the Kardashians.
Donde los mundos opuestos se declaran la guerra abierta es definitivamente en la sueca The Square (íd., Ruben Östlund, 2017), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Se trata de una sátira descarnada sobre el arte contemporáneo, las élites culturales que lo sufragan y fingen entenderlo y los prejuicios contra la pobreza. El film parte de dos puntos de partida sencillos: un museo prepara la exposición sobre la humanidad de las personas y, mientras tanto, su director se dedica a amenazar anónimamente al bloque de pisos donde se encuentra el ladrón de su móvil. A partir de ahí, la trama se retuerce hasta límites surrealistas y Östlund no deja títere con cabeza: se ríe del racismo, el sexo, la fama, las apariencias y el poder de una comunicación corporativa donde el fin justifica los medios. El realizador toca todos los palos de la baraja. Luego coge la baraja y se la tira al espectador a la cara.