Piratas del Caribe

Los muertos no cuentan historias

En sus primeros compases, la atracción de Piratas del Caribe estaba pensada como un museo donde los visitantes de Disneyland podrían comprobar pequeñas escenas de la vida pirata mientras paseaban por una réplica de Nueva Orleans. La Feria Mundial de 1964, la creación de los primeros audioanimatrónicos totalmente funcionales y el sistema de transporte mediante barcas cambiaron por completo lo que era la concepción original del proyecto. Algunos de los mayore talentos de los estudios de animación de Disney como Marc Davids o Claude Coates participaron en los diseños de la atracción configurando personajes y escenarios para la ride y trabajando codo a codo con los imagineers —ingenieros de Disney encargados del diseño y construcción de las atracciones— para crear un entorno totalmente tridimensional.

Los antecedentes de buena parte del equipo en el campo de la animación sirvieron para que la configuración del viaje recordase a alguno de los pasajes oníricos de películas del estudio como Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941), porque si por algo se caracteriza el viaje de Piratas del Caribe es por ser un descenso hacia un territorio desconocido para el visitante. La estructura de la atracción —una gruta a la que se accede media una bajada en cascada— y el diseño de la misma —una introducción a través de la niebla de un pantano de Nueva Orleans— propiciaban la total inmersión en una experiencia que con el pase de los años se ha convertido en referencia a la hora de hablar de la narrativa de las atracciones en parques temáticos.

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Construyendo el mundo de Piratas del Caribe

Buena parte de la filmografía de Gore Verbinski ha girado en torno a la creación de espacios fílmicos en el que poder desarrollar los argumentos y guiones que han ido cayendo por sus manos. Desde su primera película, Un ratoncito duro de roer (Mousehunt, Gore Verbinski, 1997) estableció la importancia de recrear arquitecturas habitables para la mente del espectador, donde el espacio fuese un personaje más de la narración siendo paralelas sus mutaciones y cambios a los de los caracteres de sus películas. Pensemos por ejemplo en La señal (The Ring) (The Ring, Gore Verbinski, 2002) donde el background argumental otorgado por los guionistas al personaje de Samara servía para establecer un microverso propio, tanto visual como iconográfico, que en ningún momento aparecía en el original japonés. Así mismo, la filmación de Chicago en El hombre del tiempo (The Weather Man, Gore Verbinski, 2005) no es un elemento circunstancial y parece fusionarse con el pathos del personaje. Para el cineasta la realidad cinematográfica tan solo es una ilusión imposible de capturar y mucho menos estimulante que la posibilidad de su propia recreación.

Este postulado, la configuración de mundos individuales para cada uno de sus trabajos, sería llevado al límite en Rango (Gore Verbinski, 2011), donde a través de la personalidad de su protagonista principal —un camaleón— creaba una duda acerca de la verdadera personalidad cinematográfica contemporánea y postulaba a los géneros y a su falsa recreación como única vía posible para definir tanto a la película como al propio personaje. Por lo tanto, la elección de Verbinski para dirigir la trilogía de Piratas del Caribe podría considerarse la idónea al fusionarse sus propios postulados creativos con los de la compañía productora, Walt Disney, y al encarnar objetivos comunes tanto con la concepción original de la atracción como con la experiencia sensorial de una visita a una zona temática de cualquiera de sus parques.

El comienzo de Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (Pirates of the Caribbean: The curse of the Black Pearl, Gore Verbinski, 2003) no podría ser más esclarecedor en cuanto a la construcción de una atmósfera introductoria. Una niebla cubre la pantalla, una voz infantil canta Yo Ho (A Pirate´s life for me), la cámara trascurre paralela a la navegación del barco, en un contexto similar al de la atracción de Disneyland, la dirección avanza en raíles para introducirnos lentamente en el contexto de la película y avanzarnos la siguiente imagen, un barco a la deriva tras haber sido abordado por un navío pirata. Una escena que no sólo sirve para presentar personajes y la propia mitología particular de la película sino que se erige como perfecta introducción del universo que intenta crear Verbinski.

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Lo cual nos lleva a la introducción del personaje de Jack Sparrow. Sparrow es la quintaesencia de lo que Walt Disney intentó conseguir cuando ideó la atracción hace más de 50 años la atracción de Piratas del Caribe en Disneyland. Representar la anarquía como valor subversivo en tiempos poco proclives a ello, a la vez que la vendía al núcleo familiar más conservador a través de una serie de diapositivas en movimiento. El personaje en el que se transmuta Johnny Depp no es más que la extensión de la propia filosofía de la atracción. Algo lo suficientemente amoral, libertino y anárquico como para que se pueda vender su sombrero por 30 dólares la unidad a la salida de la película de todos los cines. Su presentación, a bordo de un velero medio hundido, a medio camino entre la épica descerebrada y la desmitificación absoluta no deja de ser por lo tanto una extensión de la filosofía del universo que pretende crear el director.

Una de las características importantes en el proceso de tematización de un parque de atracciones es la constitución arquitectónica de ambientes reconocibles y transitables para el visitante basados más en ideas y recreaciones del colectivo popular que en realidades inteligibles. Una especie de turismo artificial y virtual que tan sólo dista en su carácter puramente lúdico del ofrecido en las agencias de viaje. A lo largo de la primera entrega, tan sólo las recreaciones de Port Royal, Isla de Tortuga y la gruta de Isla de Muerta se crean para mantener la ilusión de exotismo prefabricado en pladur, lo suficiente como para poder ejercer una identificación necesaria para con el espectador y permitir que las posteriores secuelas fueran más allá con la ilusión de habitar en nuevos hábitats lejanos —lo cual es aplicable tanto a Singapur como a ese fin del mundo encerrado en el armario de Davy Jones—.

Tan importante es la construcción de hábitats físicos o virtuales que logren establecer una sensación de identificación como la de recrear esa misma sensación a base de lugares emocionales. Edificar un pathos común para todos los personajes de la trilogía no es un mero margen de la narración principal sino que se está definiendo la propia identidad del universo constituido en la saga. Que todos los protagonistas de la saga se vean incapaces de integrarse dentro de la sociedad establecida —los indiscutibles villanos de las tres entregas son burócratas que representan el horror de la civilización frente a la libertad de la bandera pirata— y compartan un destino trágico no deja de ser una extensión de la propia idea de recreación nostálgica de la idea de aventura que desprende todo el conjunto de la obra. Los propios personajes de la saga no pasan de ser ensoñaciones posmodernas de esa representación icónica del género. El amor trágico entre Will y Elizabeth, el marinero enamorado de La Mar que finalmente acaba consumido por ello, el pirata en busca de la vida eterna con la que poder navegar libremente hasta el fin de sus días, no son ideas, son ideales a los que aspirar. Algo que se vería acrecentado con el paso de las entregas y con la reflexión que se llevaría a cabo sobre la propia saga a partir del éxito de Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra, donde todos aquellos elementos identificativos dentro de la narración, acabaron teniendo una significancia propia en las siguientes películas.

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Verbinski  y la set piece dentro de la trilogía

Hablar de la importancia de la set piece dentro de la configuración y narración del blockbuster contemporáneo es un tema lo suficientemente largo y complicado como para solo reflejarlo como un hecho consabido y únicamente apuntalar su referencia. Sería de muy ingenuos no pensar que buena parte de la fama internacional de Piratas del Caribe se debe a sus escenas de acción. ¿Pero cuál es el papel de las mismas dentro de la trilogía? ¿De qué manera logra conjugarlas Gore Verbinski para que parezcan casi únicas dentro del panorama de películas de gran presupuesto?

Resulta interesante atender a la destrucción del relato tradicional según avanza la trilogía en favor de otras formas, principalmente la escena de acción, que comienzan a sustituir a una narración más tradicional. Si se atiende de modo exclusivo a la primera entrega, encontramos un relato más ceñido a un guión habitual donde las escenas de acción se suceden como puntos de fuga dentro de la aventura y tienen como objetivo la búsqueda de la pureza ahondando en los orígenes del cinematógrafo. Así los duelos de espada aunque remitan de manera esencial al cine de aventuras protagonizado por Errol Flynn, su búsqueda por el abracadabrismo definitivo y la superación constante también las empareja con el slapstick y los orígenes del cine mudo. Escenas como el primer duelo entre Will Turner y Jack Sparrow en el taller o la set piece con una rueda de molino gigante como protagonista que ocurre durante Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto (Pirates of the Caribbean: Dead man´s chest, Gore Verbinski, 2006) no son más que actualizaciones de los postulados de Buster Keaton por un cine donde se transciende los límites de lo físico. No en vano, durante esta película se produce un nada casual homenaje a Siete ocasiones (Seven Chances; Buster Keaton, 1925) con Sparrow huyendo de los caníbales en una isla.

Esta actualización en clave mainstream de axiomas procedentes del cine mudo contrasta por la utilización del efecto digital dentro de la trilogía. Si en la set piece de acción, se busca cierta simplicidad dentro de su particular barroquismo, la introducción del CGI, casi siempre a través de la adhesión al género fantástico, es un constante desafío entre los límites de lo real y lo virtual. Sólo hace falta ver la primera aparición de los esqueletos a través de los ojos del personaje de Keira Knightley, la lucha entre Sparrow y Barbosa que bajo fugaces rayos de luna va reflejando la naturaleza maldita de los contendientes o el propio personaje de Davy Jones, que lleva hasta el límite los confines de la capacidad de la imaginería e ingeniería virtual. Al contrario que otros cineastas contemporáneos, el terreno de lo virtual nunca viola al de lo real en su búsqueda por la imagen posible, sino que se produce una penetración donde los límites de ambos territorios son llevados a los extremos de credibilidad.

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La búsqueda de la imagen imposible se convertiría en una obsesión en los dos capítulos de la saga. Con la desaparición de los corsés de un esquema narrativo tradicional —recordemos que el rodaje de la segunda y tercera entrega no solo se rodaron en paralelo sino que lo hicieron sin tener un libreto definitivo— se convertiría en una obsesión dentro de la planificación de las set pieces dentro de la trilogía. Así pasajes como el de la isla de los Pelecanos solo se entienden dentro de la coyuntura de esa escena imposible donde los prisioneros intentan trepar por un acantilado en una jaula construida por huesos humanos, hiperbolizando hasta casi negar cualquier referencia a la Skull Island de King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack, 1933).

Esa destrucción del relato convencional permite que en estos capítulos de la saga, la  set piece se convierta en el metrónomo de la narración y aquella que hace avanzar a trama a personajes al ritmo de la consecución de la diapositiva perfecta. Así navíos enteros son colocados boca abajo mientras se divisa una puesta de sol imposible, barcos piratas luchan en el filo de un remolino de colosales dimensiones; la esencia está en extraer la belleza dentro del caos narrativo aparente, como ejemplo esa boda en la que culmina la trama amorosa de la pareja de Will y Elizabeth y que es celebrada en una orgía de destrucción, mientras el mundo se colapsa e inmola. A veces, en la destrucción se encuentra la verdadera creación. La articulación de la narración a través de la escena de acción alcanza su máxima expresión en el cine de Gore Verbinski con el reciente estreno de El llanero solitario (The Lone Ranger, Gore Verbinski, 2013) donde presentación y definición del héroe y por tanto de toda la película, se componía a través de dos set pieces.

20.000 leguas de viaje submarino: Ecos del pasado

En los últimos años, la exploración del pasado cinematográfico de Disney y la reflexión sobre su obra y legado se está convirtiendo en uno de los pilares fundacionales de las nuevas producciones de la compañía. Desde la revisitación de los clásicos animados pasados por el filtro de la aventura épica en imagen real —Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland, Tim Burton, 2010) o las futuras Maleficient (Robert Stromberg, 2014) o Cenicienta (Disney´s Cinderella, Kenneth Brannagh, 2014)—; pasando por la dramatización del proceso creativo de alguna de algunos de sus trabajos más conocidos —desde Saving Mr. Banks (John Lee Hancock, 2013) a Tomorrowland (Brad Bird, 2014)—, por lo cual el proceso de remake de 20.000 Leguas de viaje submarino (20.000 Leagues Under the Sea, Richard Fleischer, 1954) que estaba intentando llevar a cabo David Fincher no sería sino el punto final en este proceso de actualización y reflexión sobre el pasado de la compañía. Al fin y al cabo, la película de Richard Fleischer no deja de ser la quintaesencia de las producciones de imagen real filmadas durante el período donde Walt Disney estaba al frente del estudio. ¿Pero y si este proceso de reimaginación de clásicos hubiese comenzado unos años antes? ¿Se podría considerar Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto un remake apócrifo y no oficial de la adaptación Disney del libro de Julio Verne? ¿Hasta dónde llega el proceso de reciclaje de códigos y referentes de aquella película en el segundo capítulo de la trilogía de Verbinski?

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No se pueden escapar los referentes argumentales de la obra de Verne sobre la película de Verbinski. Desde semejanzas como el papel de rehenes de algunos de los protagonistas a bordo de barcos errantes, hasta las semejanzas entre el Nautilus y El holandés errante con sus respectivos capitanes —tanto Nemo como Davy Jones son marineros que repudian la sociedad y recluidos por decisión propia en sus propios navíos—, el pasaje en una isla de caníbales, la aparición de un Kraken como principal incursión en el género fantástico y como clímax de la película, etcétera

Más allá de las coincidencias argumentales entre ambas películas, es la búsqueda de sense of wonder, del contraste entre ficción y la normalización de la civilización, lo que une a las propuestas de Fleischer y Verbinski. Si bien el responsable de Los vikingos (The Vikings, Richard Fleischer, 1958) apuesta por el naturalismo frente al barroquismo y exceso de la producción de Disney, ambas comparten una conquista de la aventura y la extrañeza del elemento fantástico dentro de un contexto de lo épico anclado en un sentimiento de aventura que se retrotrae hacia cierta nostalgia infantil. De ahí por ejemplo que las primeras apariciones del Kraken y del Nautilus resulten casi idénticas en su planteamiento y realización, manteniendo cierta distancia y suspense, hasta su apoteósica visión total, algo que resulta ampliable a la configuración de ambos clímax, donde toda la libertad creativa de ambas películas se cierra en torno a una épica secuencia final donde la épica y el fantástico se dan la mano en la persecución de la aventura perfecta.