Los senderos de Ruiz
Como en toda nación que pierde su democracia de un instante, el Chile recién huérfano de Salvador Allende tiene una primera línea de resistencia en sus cineastas. A finales de los sesenta y principios de los setenta se construye lo que sólo más tarde recibirá el nombre de El nuevo cine chileno, un movimiento fílmico quebrado que se apropia de la construcción identitaria de lo popular. Mientras Pinochet saquea las arcas de la cultura los directores se guardan la identidad del chileno para sí y la vehiculan en todas sus películas como bien dice Chamila “en lo equívoco y en lo poético”. El cine no sólo refleja lo popular, sino que se mezcla con el consumo habitual del autóctono: los propios chilenos se interesan por este nuevo cine que les representa, se vuelve activo y reinventa el folklore y los códigos del país latinoamericano.
Raúl Ruiz se inició en la representación del chileno popular unos años antes del golpe de estado, en una identificación interesada desde el principio en la simbología y los códigos del surrealismo. Aunque comprometido en sus inicios con un cine politizado Ruiz propone guiones más híbridos, fantasiosos y experimentales que sus contemporáneos —más directamente sumergidos en las representaciones crudas y documentales—. Con Tres Tristes Tigres (Raúl Ruiz, 1968) Ruiz nos anticipa lo que veremos en el resto de su filmografía y más concretamente en su obra póstuma, La telenovela errante (Raúl Ruiz & Valeria Sarmiento, 1990-2017). La similitud está presente tanto en guion —en ambas películas el chileno se construye a través de un habla, un tono, un conversar similares que no llegan a ninguna parte— como en términos —ambas hicieron su aparición en el festival de Locarno, la primera lo ganó; la segunda, tras la muerte de Ruiz, supone una oda al realizador—.
La curiosidad de La telenovela errante reside en su capacidad binomial de anclarse en el pasado y continuar siendo vigente y entendible aún hoy. Raúl tomó la telenovela como soporte —este producto cultural constituía el espacio más consumido por la población chilena en los 90— y la vuelve una obra errante y politizada que devuelve en su reflejo las características del público chileno. “La realidad chilena no existe, es más bien un conjunto de telenovelas” afirma el director y así hace referencia a la ligereza de la sociedad chilena pero también critica la homogeneización a la que sometemos hoy en día a las terceras culturas desde las naciones en el poder.
La meta textualidad del film es extraordinaria: unas telenovelas observan, en su cotidianeidad, a otras que a su vez contienen en su interior aparatos televisivos programados para mostrar unas terceras en una serie infinita. Una muñeca rusa en la que títulos y personajes están altamente codificados. Así, la telenovela de “Los retornados” habla de los recién llegados tras el exilio, los otros Ruiz de Chile. “Las retornadas”, sin embargo, son “las esposas de los retornados que las abandonaron, para casarse con unas niñas chicas” en un rechazo al machismo presente en el pinochetismo tardío. Estas recién retornadas ven a su vez la telenovela “víctimas del amor” que bien podría coincidir con sus gustos reales. Dos hombres y una mujer protagonizan “víctimas del amor” un folletín en el que se habla del programa “La concepción” un guiño a las exóticas telenovelas turcas que constituían un boom televisivo en la época. La realidad chilena no son sólo folletines sino un mosaico de ellas, una construcción que requiere un trabajo de bricolaje en el que abandonamos algunos clichés y recuperamos otros, Ruiz no es ácido con sus personajes, sino que los trata con el cariño del que vuelve: admite sus defectos como si fueran propios y los mima como a hijos.
El modelo político para una posible nueva república chilena, así como otros y variados temas sociales pueblan el relato. Así, dos hermanos socialistas disienten sobre la relación de su partido y una arriesgada ley del divorcio: el diálogo roza el absurdo y representa la política latinoamericana en la que mucho se habla, pero poco se hace. Poco después, un grupo de mujeres, tras el pánico inicial de haber perdido de un plumazo a sus respectivos maridos, se abren a la posible libertad que supone la soltería. Las mujeres ríen con jolgorio y planean posibles nuevas vidas. El absurdo se mantiene siempre presente en las conversaciones y, aunque la cinta se divida en siete partes que estructuradas, es fácil perder el norte en las secuencias interminables de conversaciones ligadas unas con otras solamente por la fantasía surrealista.
A Ruiz parece darle igual la disparidad de la calidad en la película que sube y baja contando con algunas escenas que desencadenan las carcajadas de la sala y con otras que hacen salir a las personas del cine de diez en diez. Ruiz no hizo esta película para su público sino para sí mismo. El disfrute que supuso la cinta para el realizador queda patente cuando curioseamos en el canal de YouTube de Pablo Martínez, mirón durante el rodaje. Las decenas de vídeos que allí se conservan del making of nos adentran en la intimidad de Raúl: vemos a un director despreocupado, que inventa secuencias sobre la marcha y se deja aconsejar por los allí presentes creando un diálogo horizontal. La improvisación constante vuelve la risa fácil pero, consecuentemente, desigual.
Los propios términos de la creación del film suponen un rara avis en el mundo del cine. La dictadura de Pinochet había mantenido a Ruiz exiliado en tierra francesa durante 17 años. El director, regresado en 1990 bulle de energía, quiere plasmar los avances y los retrasos sociedad latinoamericana que hace casi dos décadas que no pisa. Ruiz reúne una serie de actores y colegas en una serie de talleres y en 7 días graba La telenovela errante. Las cintas se pierden cuando Valeria Sarmiento, pareja del director, las envía al extranjero dónde Ruiz ofrecía una serie de conferencias. Sólo 25 años después Chamila Rodríguez, actriz y colega de Ruiz; Pablo Martínez, que guardaba en su casa decenas de cintas de making off y Sarmiento convergen en una serie de charlas sobre el nuevo cine chileno y deciden concluir el film. Los tres forman la delegación Ruiz cara a los festivales. Pensaban, han mencionado en numerosas ocasiones, que el film sería un fracaso al estar demasiado ligado a la historia chilena. Tras el éxito de Locarno los miedos se disiparon y Ruiz se consagró como el gran representante del cine latinoamericano.
La telenovela errante no es la última película de Ruiz aunque sí sea la última en montarse y proyectarse. Su estilo de los últimos años nada tenía que ver con la política y sus desavenencias sino con un carácter mucho más reposado y centrado en la adaptación de novelas como Los misterios de Lisboa (2010) fruto de una tradición más europea o La noche de enfrente (2012) más claramente ligada a lo chileno. Encuadrar a Ruiz en un cine político supone borrar gran parte de su carrera. Ruiz mama de la tradición del realismo mágico latinoamericano. La ligereza consciente con la que trata la realidad así como la continua ironía o el humor convierten Ruiz, por encima de todo, en un contador de historias fantasioso y liberado. Su legado llega a nosotros a través de sus ficciones que muchas veces, son mas reales que la realidad.
Nadie sabe —ni tan siquiera el mismo Ruiz— cuantas piezas ha dirigido. Entre largometrajes y cortometrajes bien podríamos sumar más de cien obras. La telenovela errante es una despedida más que adecuada para reencontrarnos con los films de sus inicios. Por lo demás, aunque inabarcable, su trabajo tiene una parte positiva: siempre nos queda algo que ver de Raúl. Perdido en su obra, el director está más vivo que nunca.