No hay quinto malo, sobre todo si es de cerveza. Por eso decidimos que seguiremos dando el callo aunque el tiempo pasa, las fuerzas flaquean y nos despertamos cansados de la siesta con s y no con f. El nivel sigue siendo más que aceptable, y aunque por el camino caigan algunas decepciones (o deserciones) nosotros intentamos todavía verle la cara bonita a las películas guapas. Hoy escribiremos sobre alguna que incluso es más bien fea.
Haemoo (Shim Sung-bo, 2014). Sección Oficial
Si a Vincent el agua lo convertía en un héroe y hombre distinto, el agua es la que transforma a unos marineros fracasados en unos supervivientes natos y asesinos. La tormenta perfecta, el diluvio universal, la vida a la deriva. Tal vez ahí estriba la diferencia entre el cine francés y el coreano, entre la grandeza de lo pequeño y la dimensión grandiosa de lo habitual. Elija cada cual cuál es cada una. El debut de Shim Sung Bo funciona en dos niveles muy distintos que convergen con afortunada precisión en los nudos (marineros) de su dicotomía: la del retrato de un país que se va a pique por malas decisiones tomadas desde arriba y aceptadas (y camufladas) desde abajo y como filme de aventuras desesperado (y en alguna ocasión desesperante) que se repliega sobre sí mismo como el vaho entre la niebla. Todo lo demás forma parte del decorado casi teatral de su propia trama. A saber, un barco pesquero navegando las procelosas aguas de la crisis coreana del 98, una de cine social de acción, aventuras y terror en un solo pack y con un mismo grito, una historia de amor incomoda donde el racismo y la necesidad ahogan las expectativas y los latidos, un guionista que se nos hace director y se nos hace fuerte y se nos pone débil, una mezcla de sabores que desnudan el paladar y lo someten con una película más comercial de lo que aparentaba y más lograda de lo que parece.
Félix et Meira (Maxime Giroux, 2014). Sección Oficial
Cuando la religión es una opresión surgen los conflictos, y es lo que le pasa a Meira, que tiene que esconder sus vinilos debajo del sofá para escucharlos secretamente en soledad, y no puede mirar a los ojos de otro hombre que no sea su marido el rabino. Meira, cuya función en esta vida es servir a su esposo y tener muchos hijos, cuantos más mejor. Meira, que disfrutaría enfundándose unos vaqueros pero que debe vestir a la “moda” jasídica. Cuando Felix se le acerca con intenciones picaronas, se siente atraída por el hombre que se ha fijado en ella, pero también por las posibilidades que a su lado se le ofrecen. Con él puede olvidarse de las tradiciones que odia, pero a la vez siente temor por desviarse de la senda que lleva recorriendo toda una vida. El film del canadiense Giroux deambula por esta relación al límite, siempre desde la óptica de Meira, esquivando mostrar el punto de vista del fundamentalista esposo (en ocasiones incluso ridiculizado, como cuando descubre a Meira con Felix y le pega de forma infantil). Sin dejar de lado cierto posicionamiento en este aspecto que puede llegar a desvirtuar sus intenciones, o más bien dejarlas al descubierto, se mantiene a flote con puntuales destellos cómicos (la divertidísima conversación de los latinos respecto al baile de Félix o la incursión de este disfrazado de judío en la fiesta en casa de Meira, son dignas de mención aparte) pero, como ocurre con la chilena La voz en off, no está a la altura de una sección oficial con títulos verdaderamente interesantes desde un punto de vista cinematográfico más allá de la mera anécdota o el chascarrillo.
Eden (Mia Hansen-Løve, 2014). Sección Oficial
La cuarta película de Mia Hansen-Løve viene a confirmarnos lo que sospechábamos desde la primera: la directora francesa es su propia precursora, su propio medio y su propio fin. Su cine es único sin tener que demostrarlo todo el tiempo, es la evolución del drama contemporáneo, sin revoluciones pintorescas ni cadáveres genéricos por el camino, es el espejo del tiempo vivido para ser (re)vivido otra vez. Como la niña de Todo está perdonado (2007), como la mujer de El padre de mis hijos (2009), como la adolescente de Un amor de juventud (2011). Aquí es Paul (personaje basado en el hermano de la propia directora) el que capitaliza el paso del tiempo, el despertar de los sueños, la raya (de cocaína y temblor, en este caso) que divide nuestra existencia en dos ya para siempre. Su presencia es la banda sonora, es el ritmo, la melodía y el compás, es el remix del dolor que parece inexistente pero que está ahí, como el ruidito que hace mi ordenador mientras escribo esto u otra cualquier cosa. La música es la metáfora y la protagonista, es el personaje que canaliza la frustración de haber triunfado demasiado pronto o de reconocer que vivir es un fracaso constante terminado con el chimpún de la muerte. El personaje de Cyril lo representa muy bien, pero también el de Julia o Sofie. O el del que estaba sentado delante mía, o del que se le sentaba justo detrás.
Chrieg (Simon Jacquemet, 2014). Nuevos directores
Cine suizo y cine social son demasiadas pocas palabras separadas para tantas muchas sensaciones juntas. Uno apuesta por estas cosas igual que se pone a ver un Levante-Getafe o invita a un chupito de Jägermeister a la más pelirroja de la discoteca. Porque uno es un así, porque la vida es asá. Pero luego sirve para algo siempre. Como constatar que el daño que le hizo Fincher o Tarantino al cine norteamericano es parecido el que está produciendo Haneke o los Dardenne al cine europeo. Porque Chrieg es más de lo mismo pero peor, porque no pasa de ser una propuesta pretenciosa y desdibujada sobre las vicisitudes del alma enferma del más viejo continente, de su violencia latente, de sus modales lactantes a su hipocresía creciente, de sus guerras internas, de sus concilios unilaterales, de la oscuridad de su alma de fogueo. De rebeldes que no lo son, de racismo que sí lo es, de padres que castigan a su hijos y de hijos que descalabran a sus hermanos. Simon Jacquemet se queda en la superficie, en la mimesis antes que en la simbiosis, mientras que se retuerce con un argumento que progresa a golpe de incoherencias y que sigue hacia delante a pesar de su propia incapacidad para continuar. No se precipita porque ya está abajo del precipicio, no se equivoca porque todo parte de un error, no nos aflige porque apenas tiene voz (ni voto) en su propia creación.