La pandemia siguió muy presente en nuestro día a día festivalero, con aforos limitados, la obligación de usar mascarillas durante las proyecciones y otras liturgias comprensibles en el afán del festival por dar imagen de seguridad, pero en la práctica un tanto ridículas, como los protocolos de desalojo de las salas. Pero quizás lo que más ha alterado mi bienestar como espectador ha sido ese despertador sonando antes de las siete de cada mañana para darme opción, con un poco de suerte, de sacar online las entradas reservadas para los acreditados, escasas como para el público general. Un ritmo agotador para quienes apuramos todas las posibilidades horarias de ver cine. Y aplaudo esta modalidad de adquisición a través de Internet, pero ¿sería tanto problema retrasar el proceso aunque sólo fuera media hora?
En fin, incomodidades y trastornos en la línea que venimos sufriendo en el año y medio que llevamos de pandemia, cuyas consecuencias más visibles no terminan sin embargo de saltar a la gran pantalla, o lo hacen de momento con cuentagotas.
Sólo cuatro films de entre los que tuve ocasión de ver mostraron señales de la misma, tres de ellos ya glosados en la primera crónica. En Quién lo impide se convierte en hito indeleble y mediatizador de toda una generación de jóvenes, en Drive My Car su uso es más anecdótico y sirve como herramienta de elipsis temporal, mientras que en Haruhara-san’s Recorder podría formar parte del misterio que rodea a los personajes durante todo su metraje. El cuarto film era el ganador de la pasada Berlinale, esa bendita excentricidad llamada Bad Luck Banging or Looney Porn, donde su utilización cumple en buena medida una función metafórica del contexto sociopolítico en que se mueve la acción.
Política e historia
Más allá de que podamos considerar todo gesto artístico como político, siempre es de esperar que las cuestiones más definidamente sociopolíticas tengan su cuota de protagonismo en un festival de cine, y San Sebastián no es una excepción. Y en estas lides destacaba más que nadie, a la altura de lo mejor visto estos días, el film de Radu Jude. El director rumano abunda en su querencia por radiografiar la sociedad de su país con una obra que desde la peripecia individual, el caso de una profesora cuyo puesto de trabajo peligra debido a una grabación de sexo explícito subida a Internet, aplica un ambicioso gran angular que nos ofrece un inquietante perfil de la Rumanía actual, siempre con su complicada herencia histórica como trasfondo. Dividida en tres capítulos, el primero, extraordinario, acompaña a la protagonista por las calles de Bucarest, siguiendo la máxima que la película hará luego explícita: contemplar la ciudad como si fuera la primera vez, como si viniéramos de otro mundo. Es una invitación a girar la cabeza y fijarnos en lo que nos rodea, un gesto que Jude sugiere con el permanente recurso a la panorámica a partir de los planos generales con los que construye este paseo urbano. Pero nada es azaroso ni inocente en sus decisiones, en la búsqueda de señales de una sociedad consumista, entregada a la cultura de la imagen, a los dogmas de fe, irreflexiva y poco tolerante. El segundo bloque es un diccionario de términos pasado por el filtro irónico del director que acaba reflexionando sobre el uso del lenguaje. Para acabar, asistimos a una esperpéntica reunión en el colegio ante los furiosos padres, en un estéril intercambio de argumentos que los obtusos progenitores no quieren (quizás ni pueden) procesar, más bien un juicio sumarísimo ante un jurado lleno de prejuicios. El humor nunca deja de estar presente, lo cual hace digerible el maniqueísmo de la situación, lo diáfano del enfrentamiento, y queda ratificado en el delirante cierre del film. La contextualización histórica de la película también alcanza a un presente a través de la utilización de mascarillas, que efectivamente delatan la situación pandémica, y que también sirven para esconder la individualidad humana de los personajes, revelando al tiempo unos arquetipos cronificados que la sociedad rumana no parece capaz de sacudirse y que hacen imposible una comunicación fructífera o un espíritu de tolerancia.
Si en el cine de Jude la dimensión (histórico)política suele estar en primer plano, para Sean Baker es un trasfondo que debe emerger a través de la historia (en minúsculas), aunque en este caso se hace más visible dado que Red Rocket está ambientada durante las presidenciales de 2016. Sus films escarban entre los márgenes de la sociedad norteamericana, con imágenes o escenarios intensamente cromáticos que en cierta manera representan la necesidad ilusoria de los personajes. Y de ilusiones vive el protagonista de su última obra, un actor porno acabado que busca cobijo en el pueblo texano donde vive su esposa. Si ya su profesión denota un universo ficticio y falsario, en el fondo más sórdido que otra cosa, se trata además de una criatura que ha perdido la medida de la realidad, cuya naturaleza tiende a ser embaucadora, inconsistente y profundamente egoísta. De hecho, el montaje del film a veces recurre al smash-cut cambiando de escena en un punto álgido de la misma, lo que no sólo sirve para moldear su infeccioso ritmo narrativo, sino que también evoca esa falta de consistencia individual, de quien no resuelve y sólo está a las maduras. El cromatismo que comentaba antes se concentra alrededor de la joven con quien comienza una relación, nada azarosamente apodada Strawberry, que él cree un pasaporte para volver a trabajar, y que no podemos considerar más que como una fantasía: a punto de cumplir los 18 años, seductora y complaciente, hipersexualizada hasta en ese sobrenombre que pudiera ser de estrella porno, incluso trabaja en un establecimiento de Donuts, de evidentes referencias sexuales, y el cierre del film despeja cualquier duda al respecto de su realismo. Lo que nos viene a decir Baker de manera muy evidente es que esa América que brilla engañosamente a través de su seductora cámara es el caldo de cultivo del surgimiento trumpiano.
En otras latitudes ni siquiera queda el consuelo del ocasional celofán, como la Bolivia que retrata El gran movimiento. Recuperando personajes de Viejo calavera, en concreto tres mineros que habrían acudido a la capital para luchar por su puesto de trabajo, Kiro Russo compone una extraña y fascinante sinfonía urbana en 16 mm, sacando de nuevo partido a un escenario que mediatiza y termina engullendo a sus criaturas. Es una encrucijada de modernidad cultivada y tradiciones importadas, acumulación humana de precariedad y marginalidad en donde la única certidumbre es la necesidad de dinero, y por ello el trío en cuestión se busca la vida en penosos trabajos como cargadores. Russo recurre al teleobjetivo como herramienta que cartografía la escena, explorando planos usualmente generales que integran y atrapan a los personajes en el entorno, que los buscan a base de suaves zooms o movimientos de cámara, potenciando así la inicial impresión documentalista de la obra, que da posterior paso a una intensa sensación de extrañamiento e irrealidad a base de rupturas oníricas y musicales, de una atmósfera progresivamente malsana. La gran urbe, cristalización última del sistema económico, emerge así como un organismo infeccioso y epidémico.
Otros films han optado por hablar de la política y la sociedad actual desde una perspectiva más histórica, como Retour à Reims. Jean-Gabriel Périot adapta la obra homónima de Didier Eribon para construir un ensayo profundamente militante que examina el fracaso de la izquierda y el subsiguiente auge de la extrema derecha en Francia, abogando por un relanzamiento ideológico, una nueva ofensiva de clase que cambie la dinámica neoliberal actual. El hilo argumental articulado mediante voz en off sigue la evolución de la humilde familia de la narradora, conformando un relato de explotación y desigualdad social evocado a través de obras preexistentes, cortes de películas documentales y de ficción que nos muestran los modos de representación de la clase trabajadora. Esta familia transita un camino tristemente común a buena parte de la población, en el cual los orígenes determinan en gran medida la capacidad de progresar socialmente, retroalimentando los problemas de las clases populares para hacerse fuertes. Pero el film pierde fuelle cuanto más se aleja de la historia individual y más se acerca a la arenga política, un proceso progresivo que culmina en su largo epílogo. El argumentario político me parece excesivamente simplificado, obviando multitud de cuestiones medulares en la evolución ideológica de la sociedad contemporánea, y da la impresión de que termina cayendo en un cierto frenesí para transmitir el sentido de la urgencia que embarga al director ante la realidad que nos rodea.
Precisamente el frenesí forma parte fundamental de la receta que aplica Xavier Giannoli para adaptar Illusions perdues de Honoré de Balzac. Erige así una vibrante narración a partir de esta historia sobre el ascenso y caída de un aspirante a escritor de provincias enamorado de una noble y que, llegado a París, medra en el cínico mundo del periodismo. Alejada de las rigideces tan habituales del cine de época, el film nos traslada a un universo hiperactivo que se siente perfectamente contemporáneo al mostrarnos cómo se forjan unas dinámicas de poder en las cuales manda el dinero, mientras la política, el periodismo y el mundo del espectáculo orbitan alrededor del mismo. Giannoli se enamora un poco de la propia brillantez del material, se regodea en los pasajes más mordaces, incluyendo la demoledora descripción del oficio crítico, también significa quizás en exceso los aspectos más morales del relato, especialmente cuando su protagonista, que nunca deja de ser un poco bisoño, cae en desgracia. Pero todo tiene cabida en esta obra de naturaleza exuberante que avanza como un torrente dentro de una ambientación decimonónica que nos interpela en presente.
La carga histórico-política en Eles tranportan a morte viene inicialmente soterrada en su planteamiento minimalista, para ir dejando pinceladas contextualizadoras según avanza el metraje. Sus directores Helena Girón y Samuel M. Delgado proponen una seductora aventura, por momentos abstractiva, con el colonialismo como tema de fondo. La odisea de los personajes es individual, sean esos tres condenados que han desertado en las Canarias de su puesto en la tripulación de Cristóbal Colón o esa mujer en Galicia que trata de salvar a su hermana moribunda, pero sugiere el carácter depredador de la conquista del Nuevo Mundo y la situación de fragilidad social de las mujeres que se quedan atrás; el colonialismo como subversión del equilibrio social y acto de violencia. Aunque el film sea de naturaleza elíptica y atmosférica, hay una preocupación por el detalle, por el gesto físico, enmarcado en un no menos cuidado contexto geográfico. El indudable atractivo de sus imágenes, de su fotografía en celuloide de 16mm, sirve para dar mayor fuerza icónica a los personajes y a su trayecto, para trazar un espacio casi mítico y atemporal en el cual las posibilidades de lo real se multiplican, teniendo cabida tanto una erupción volcánica en la noche como la ensoñación materializada en fotogramas de los ausentes. Fantasmas y pesadillas que reverberan todavía en nuestros días.