En la Polonia de 1949, que se encuentra bajo control del régimen soviético, Wiktor e Irena recorren el país escuchando y catalogando las canciones tradicionales que se han conservado en la memoria del pueblo. Su búsqueda les lleva a fundar, después de varias audiciones, un coro de voces capaz de transmitir y actualizar este legado musical, donde laten el dolor y la humillación de un pueblo abandonado.
Entre estas voces se encuentra Zula. La atracción entre Wiktor y la joven es inmediata y pronto asistimos a la eclosión de un amor cáustico y torrencial, que florecerá a largos intervalos en las grandes capitales de una Europa ensombrecida por el espectro de la Guerra Fría. Estos son los cimientos de Cold War (Zimna wojna, 2018), del cineasta polaco Pawel Pawlikowski, que firma una puesta en escena sobria y elegante, heredera estilística de su anterior propuesta, la celebrada Ida (íd., 2013). Así, el formato académico acota de nuevo unas composiciones cuidadísimas, esculpidas por la luz en un precioso blanco y negro.
Hay, ciertamente, un eco de Brassaï en las imágenes de Pawlikowski. “El ojo de París” resuena en las noches vibrantes de la capital francesa, asoma en los espejos, en los bares cargados de humo, en las esquinas neblinosas de la ciudad, en los contrastes sugerentes entre luz y sombra. Sin caer en ejercicios de nostalgia trasnochada, Pawlikowski encapsula el espíritu de otro tiempo a través del ritmo y la composición, adentrándose cómodamente tanto en el bullicio parisino como en la austeridad polaca; y su blanco y negro, a cargo de Lukasz Zal, luce toda la vigencia de un Philippe Garrel.
Llama la atención el contraste entre la contención del aspecto formal, que mantiene su distancia elegante y sensual incluso en la desatada escena de baile en el Éclipse, y lo desbordante que resulta la historia contada. La pasión y los celos se entretejen en una serie de encuentros y desencuentros entre Wiktor y Zula, dispares en el tiempo y la geografía, y la intermitencia de su relación impone una estructura narrativa repleta de elipsis, algo que contribuye a agrandar el distanciamiento emocional respecto a la historia. Se omiten las largas separaciones, el tiempo pasado sin buscarse, buscándose sin encontrarse; parejas y amantes son un pormenor escrito en los márgenes. El suyo es un amor latente, de fondo, condenado a renacer una y otra vez frente a las imposibilidades de su materialización.
La música (diegética) apuntala el transcurso de la narración, resiguiendo el discurso emocional sin subrayarlo, transformándose con los personajes. El tiempo pasa, los cuerpos envejecen y también las canciones se mimetizan con los distintos momentos vitales de Wiktor y Zula, pasando de la aspereza rural a la melancolía jazzística. Al mismo tiempo, la música adquiere también una dimensión política: ante el éxito del coro tradicional, que empieza una larga gira por Europa, el régimen opta por convertirlo en un instrumento propagandístico, mezclando alabanzas estalinistas con las canciones de raíz popular. Frente a esta tergiversación perversa de la herencia cultural, se impone una disyuntiva radical que obliga a elegir entre la conformidad o el exilio.
Estas decisiones dramáticas, fruto de las coordenadas históricas, alimentan la intensidad de una relación que se imbuye de las inconsistencias de su tiempo. El amor de Wiktor y Zula se somete a los vaivenes de la Historia y adquiere así sus proporciones colosales, su resonancia atemporal y su aura fatalista.