Valorar. Escoger. ¿Redimirse?
“No, they have to make the choice of their own free will. Otherwise, the system doesn’t work. It’s like ike the Harbinger. It’s this creepy old fuck, practically wears a sign, «You will die.» Why do we put him there? The system. They have to choose to ignore him, and they have to choose what happens in the cellar. Yeah, we rig the game as much as we need to, but in the end, they don’t transgress…”
La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2012)
El atleta. La devota hermana.
La desvergonzada. El ladrón.
La “virgen”. La inocente cantante.
El bufón. El recepcionista.
El erudito. El íntegro policía.
Y la “guardiana” que debe aplacar la ira de los antiguos dioses. Y el “predicador” que debe aplacar sus propios intereses.
Y demonios vigilando. Demonios disfrazados de “management”.
Goddard lleva la ingeniosa gamberrada de La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, 2012), todo un ejercicio en el que parecía que la sombra de Josh Whedon era particularmente alargada, a una historia que repite personajes, “enclaustrada” ubicación y dilemas morales, pero con un guión maduro y sutil, alejado de las hilarantes y cortantes salidas de las por siempre ingeniosas Buffy Cazavampiros (Buffy The Vampire Slayer, Josh Whedon, 1996-2003) o Ángel (Angel, David Greenwalt, Joss Whedon, 1999-2004), que mucho impregnaban el guión de su primer film, y centrado más en los giros argumentales y el impacto visual que refuerza su propuesta. Una propuesta que vuelve a presentar, de forma mucho menos estereotipada, representantes de diversos estratos sociales para hacerles avanzar en sus decisiones y demostrar que nada, nunca, es blanco o negro. Bueno o malo. Y lo hace incluyendo reflexiones, más o menos profundas e incisivas, sobre el poder de la religión (en varias de sus variantes) y su impacto en las personas más débiles; sobre las motivaciones, más o menos egoístas, que rigen nuestros actos; sobre la bondad intrínseca del ser humano, que sólo a veces ve a la luz… Y todo ello aderezado, además desde una aparente inocencia que esconde una deleitosa malicia, con la incidencia en la doble moral, en especial de la sociedad americana.
Una estructura evolucionada… y muy ponente
Escoger finales de los años sesenta para situar la acción no es baladí. Además del juego visual y musical que puede aportar al film, sirve a Goddard para fijarse en una época específica, en la que el desarrollo de su sociedad estaba siendo reivindicado en la calle desde distintos frentes, generacionales y raciales, que querían luchar contra un legado tradicionalista, machista y racista aún arrastrado de décadas anteriores. Pero el director quiere impactar, además, con su manera de presentar la sorprendentemente creíble historia.
El paso del plano fijo inicial (que introduce un misterio que cautivará al espectador hasta el cierre, y eso que son más de dos horas de metraje) al embaucador travelling para la recepción escalonada de los protagonistas es de una genialidad imperiosa: sorprende por la combinación de dos estilos tan extremos, más considerando que se pasa de un largo plano fijo con micro-cortes acompasados por esa canción de mediados de los años 50 (26 Miles de The Four Preps, cuya letra se presenta tan dispar con la escena que está acompañando), a un extenso movimiento de cámara que sobrevuela el exterior del hotel. Dos estilos que revelan no únicamente una planificación de la puesta en escena cuidada para cada uno de los momentos más vibrantes del film, sino que permite adivinar ya, desde buen inicio, que va a querer presentarse toda la acción considerando una energética combinación de técnicas que permitirán adentrarse en la narración con la falsa percepción por parte del espectador de que va a aportar su propia mirada crítica a los acontecimientos (cuando en realidad va a ser inconscientemente seducido por un director que sabe perfectamente en qué quiere que éste se fije en cada momento).
A partir de ahí, equiparar el avance del film de Goddard a cualquiera de Tarantino (o amigos) es absolutamente viable (en especial como híbrido entre Four Rooms —íd., 1995— y Abierto hasta el amanecer —From Dusk Till Dawn, 1996—), tanto por su buscada estética de cómic, como por sus giros, como por su graciosa violencia gratuita o su formato episódico abordado desde distintas miradas que acaban convergiendo… pero poco amable con la propuesta del director. Porque Malos tiempos en El Royale rezuma una mirada propia que se extrae de decisiones ejemplares, como hacer caminar a sus protagonistas sobre la línea que divide los estados de California, embriagador y caluroso, y Nevada, frío y distante. Una estrecha línea que representa el frágil equilibrio entre bien y mal, entre redención o condena… y que se ríe de las absurdas diferencias entre estados que delimitan tantas contradicciones a tan sólo unos centímetros de distancia. O esa inquietante simetría rota a veces incluso directamente en mitad de plano, exclusivamente por los colores otorgados a cada lado del salón, en función del estado en el que ubican los servicios. O esa conmovedora mirada directa a cámara de un “pastor” que no es más que un hombre con miedo a perder su memoria, y por tanto su identidad (Jeff Bridges como siempre imponente), rompiendo (y no será la única vez) una cuarta pared que el espectador agradece, pero le incomoda….
Porque Malos tiempos en El Royale no es un thriller o terror cómico como lo era La cabaña en el bosque (si es que se la puede encorsetar en algún género, claro). De hecho, sus continuos cambios de ritmo, de género e incluso de línea argumental principal provocan en el espectador tanto esa embobada atención descrita anteriormente, como un sentimiento inconsciente de desazón interior que acaba traduciéndose en autoevaluación personal, y social. Las alusiones a senadores que golpean a prostitutas, a presidentes con actrices (no en vano hay que observar las fotografías que cuelgan de la pared de El Royale para intuir los personajes a los que se hace alusión), a la guerra de Vietnam y el sinsentido de sus muertes y sus terribles consecuencias… son elementos que conforman el entorno del Hotel y su privilegiada situación y que, por otro lado, no disculparán en ningún momento el comportamiento de sus protagonistas.
La analogía del hotel con el purgatorio (igual que en su momento lo era con la cabaña) introduce al espectador en un estado de auto catarsis a medida que decide sentirse identificado con alguno de sus protagonistas. De ahí la relevancia de desarrollar lo antes posible el carácter de sus personajes, así como sus dudas y sentimientos más personales (maravilloso el momento de la cantante que se quita la peluca, cuando hasta el momento era la única a la que considerábamos completamente franca consigo misma y los demás). Y de ahí también la importancia de la presencia final de Billy Lee, ese “encantador de mujeres” tan equiparable a La Directora de La cabaña en el bosque que debía sacrificios a las antiguas deidades del centro de la Tierra. Los dos buscan lo mismo: el reconocimiento de los demás, para beneficio propio. Sólo que aquí, en Malos tiempos en El Royale, esta personalidad es tan realista, tan compartida en parte o su totalidad por muchos de nosotros, que merece ser el personaje principal del film.
Goddard no esconde su predilección por este protagonista, centro neurálgico del devenir de los que le rodean, y, por ende, del principal objetivo de su película. Porque Billy Lee (un Chris Hemsworth arrollador en su malvado y seductor rol) es el iniciador de la redención de unos, o la condena de otros. Personifica todo lo que uno quiere o desea a nivel físico, pero también demuestra que no todo lo hermoso tiene que ser bueno. El mal, irónicamente incorporado en el de un “amable” hippie de inicios de los setenta se muestra tentador, convincente y poderoso… pero también frágil. Como lo somos todos, en mayor o menor medida. Así que la moraleja de Goddard, finalizando casi igual que inició su montaje, con un plano fijo alejado de la acción para que el espectador pueda recorrer el espacio como última ayuda a su propia reflexión, es quizá toda una invitación a quedarse sobre la línea que tanto ha marcado: hay esperanza… aunque nos cueste el sacrificio de nuestros propios sueños e ilusiones. Un cierre tan similar y a la vez tan realistamente alejado del de La cabaña en el bosque, que nos hace sonreír.
Hemos visto el mismo film.