Un vicio frecuente del panorama crítico es empeñarse en enmendar la plana a tendencias consolidadas, como si la producción audiovisual hubiera de someterse al micromecenazgo que ejerce uno en taquilla frente al de los demás espectadores. La manía se acentúa en el caso de los festivales, santuarios de peregrinación donde uno espera refrendar esa sensibilidad especial cultivada a base de lecturas, visionados y cañas con gente bien colocada en el mundillo. Por expresarlo en palabras de autoridades críticas, un «jurado de zopencos» puede otorgar un premio a un cineasta «farsante» y desdecir nuestro discurso previo de todo un año.
Conviene tener esto en mente al abordar la tercera edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Madrid, Nocturna 2015. El acontecimiento ya da visos tempranos de esta consolidación, si no económica —difícil de garantizar sin subvenciones—, sí en cuanto a maneras y programa. Dos apartados, como veremos, estrechamente relacionados en tanto responden más a la inercia de ediciones anteriores que a una perspectiva clara de la escena cinematográfica actual.
A tenor de lo observado estos días, el equipo capitaneado por Luis M. Rosales parece consciente de una prioridad: crecer. Pese a su teórica condición de esperada cita con el cine fantástico —la primera de su tamaño en Madrid tras veinte años de sequía—, Nocturna todavía no ha alcanzado la repercusión popular de, por ejemplo, eventos menores como la Muestra Syfy. Al buen trato a la prensa y la cercanía de la organización al público (a diferencia de la gestión de cortijo de otros festivales más grandes) ha de seguirle un esfuerzo de difusión aún mayor, nadie lo duda. Pero no a cualquier precio.
La competición con otras plataformas y el apretado calendario de encuentros cinéfilos están dejando una huella preocupante en las políticas de programación de estos últimos, donde la exhibición del material acaba primando sobre sus condiciones de visionado. Nocturna no es una excepción, por desgracia, y un año más nos topamos con proyecciones digitales de dudosa procedencia, acusando baja definición —indigna de la Sala 1 del cine Palafox, una de las pantallas más imponentes de la capital—, saltos por problemas de buffering o altavoces saturados. La accidentada clausura, con el corte irremediable a mitad de proyección de un Blu-ray de Big Game (Jalmari Helander, 2014), devino paradigma del estado de las cosas. No tanto por la cancelación en sí (poca novedad respecto a los tiempos en que el celuloide ardía con dignidad) como por las tragaderas que delata: las nuestras, de cara al festival; las de los organizadores, de cara a la distribuidora que envía semejante soporte.
Otro tic de supervivencia tiene que ver con los intentos desesperados por hacer comunidad. Se puede argumentar a favor o en contra de la decisión de proyectar un corto antes de cada pase (servidor cree que el efecto prólogo condiciona el visionado del largo al que precede). Lo que no hace ningún favor al festival es comprometerse con bodrios del calibre de Be Afraid of the Dark (Bruno Llopis, 2014) o Bienvenidos al fin del mundo (Manu Carbajo, 2014) por (suponemos) promover el apoyo mutuo entre cineastas y programadores. Con el listón por los suelos ¿quién podría discutir que entraran en la sección Oficial Shots trabajos de producción más cuidada (Aún hay tiempo, Albert Pinto, 2014) o adalides de esa extraña clase de incorrección política que logra el aplauso de la masa (La hora del baño, Eduardo Casanova, 2014)?
Por último y quizá más importante, la lucha por la visibilidad afecta a la selección de títulos. En líneas generales se ha mantenido la tendencia que apuntábamos en años anteriores a elaborar una programación híbrida entre lo nostálgico, lo ambicioso y lo posible. Tanto los homenajes a Robert Englund (Pesadilla en Elm Street, 1984), Lamberto Bava (Demons, 1985) y Álex de la Iglesia (El Día de la Bestia, 1995), presentes en el festival, como la recuperación de La noche de Walpurgis (Paul Naschy, 1971) y Re-Animator (Stuart Gordon, 1985) —decepcionante sesión sorpresa— delatan un interés por el pasado como fuente de legitimación popular en detrimento de un verdadero rescate de perlas ocultas o clásicos olvidados. Nocturna quiere vivir para el aficionado, y la nostalgia se ajusta mejor a sus posibilidades que bombazos del estilo de Expediente Warren (The Conjuring, James Wan, 2013) o The Raid 2: Berandal (Gareth Evans, 2014), fulgurantes clausuras de años anteriores que no han tenido continuidad en este, salvo que contemos el pase de It Follows (David Robert Mitchell, 2014) al filo de su estreno comercial.
¿Significa esto que Nocturna no apueste por el riesgo y el descubrimiento? En absoluto. En lo que resta de crónica trataré de dar cuenta de tendencias y hallazgos en esos títulos de perfil bajo que se cuelan entre homenajes y pases-acontecimiento, lo que en definitiva conforma el esqueleto de un festival al que le cuesta sacar músculo. Pero, como adelantaba al comienzo, lo primero es constatar lo inexorable.
La fiesta del cine
Madrid, 2015. No existe una demanda mayoritaria de cine fantástico. Conclusión a colegir de un palmarés en el que Liza, the Fox-Fairy (Károly Ujj Mészáros, 2015) acaparó todos los premios de la sección oficial: Mejor Película, Director, Interpretación, Guión y Efectos Especiales (estos dos últimos ex-aequo con Exeter [Marcus Nispel, 2015]). Fallo compartido por una mayoría del público, a juzgar por las reacciones en la sala y las redes sociales.
La unanimidad en torno a la película húngara tiene que ver con esa gestión de lo singular que ya explotaron décadas atrás autores como Tim Burton o Jean-Pierre Jeunet, y que persiste con más fuerza que nunca en nuestros días, gobernados por la expresión de lo subjetivo como reemplazo de lo real y por la autocomplacencia elevada a niveles operativos. El distanciamiento irónico, virado al humor negro en el caso de Liza…, no traspasa el marco de la enésima celebración del frikismo emocional vía estética colorida, interludios musicales y otros artefactos que remiten a una versión esterilizada de los universos estancos de Wes Anderson o Tetsuya Nakashima. Mészáros condiciona el humor a la empatía con los personajes —su vídeo improvisado de agradecimiento al festival fue todo un alarde de talento al respecto—, haciendo de su cruzada romántica un entorno protegido para la autoindulgencia. Lo que han aplaudido público y jurado, en suma, es una feel-good movie que reafirma su idiosincrasia mediante la ilusión de subvertirla, mecanismo cuyo éxito ya han probado What We Do in the Shadows (Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014) o Tusk (Kevin Smith, 2014) en esta temporada festivalera. Nada que ver con el discurso contestatario que se espera del fantástico y qu
e, para s
er justos, tampoco pretendía Mészáros.
Algo parecido puede decirse la también premiada en la sección Nocturna Madness Bunny, The Killer Thing (2015). Aunque se considere la ópera prima del finlandés Joonas Makkonen, el que se base en expandir un corto previo explica sus dificultades para no agotarse en su único gimmick, que puede resumirse en «híbrido entre humano y conejo viola y despedaza todo aquello que le recuerde a un coño (pussy)». Típico ejemplo de gamberrismo inocuo con ánimo de congregación —la premisa movilizó una campaña de crowdfunding— que recuerda a los productos Troma más derivativos o al homenajeado en esta edición Frankenhooker (1990), no por casualidad el film más autoconsciente de Frank Henenlotter. La estandarización de lo que algunos llaman granguiñolesco (término empleado sin propiedad para designar cualquier comedia gore) queda patente en una gramática visual menos casposa que la de los referentes citados, dirigida a una generación vulnerable al aburrimiento y criada entre los algodones de la corrección política audiovisual. Suficiente, en todo caso, para que al apagarse las carcajadas se enciendan los smartphones y cada cual siga la fiesta en la impunidad de la sesión golfa.
Menos autosatisfacción, a pesar de las apariencias, presenta Zombie Fight Club (2014), regreso de Joe Chien a Taiwán en lo que puede considerarse un remozado de su amateur Zombie 108 (2012). El erial que constituye hoy en día la cinematografía taiwanesa en lo que respecta al terror hace del film un ejercicio de emulación antes que una visión propia, cristalizado en diversas situaciones inspiradas en hitos del subgénero de muertos vivientes, así como en una trama compartimentada en dos segmentos de diferente énfasis en lo distópico. Esta estructura, sus personajes arquetípicos y una carga de violencia y erotismo poco frecuente en el cine de la isla reflejan su naturaleza de testing de la industria; eso sí, en menor medida ¿por desgracia? que su marciana producción sinohongkonesa The Apostles (2013), fascinante monstruo de Frankenstein de influencias genéricas exhibida en la anterior edición de Nocturna.
También se percibe divergencia entre el propósito lúdico de Kill Me Three Times (Kriv Stenders, 2014) y los motivos de Simon Pegg para interpretar su rol de asesino a sueldo en esta comedia negra tarantinesca. Al actor británico se le intuye harto de su encasillamiento y apuntala los registros más oscuros de un metraje abundante en violencia paródica. En menoscabo de esta labor y sin molestarse en desarrollar a los personajes más allá de su moral de nuevo rico, la película no termina de encontrar su tono, abusando de la música y las panorámicas en pos de un dinamismo que no sabe imprimir mediante recursos más elaborados. Como la frustrada proyección de clausura, Kill Me Three Times nos urge a plantearnos si hemos venido a un festival de cine fantástico o a emborracharnos. En este caso, con la película de Simon Pegg equivocada.
La fiesta de la carne
La asimilación de ciertos géneros a rituales de comportamiento nos ha acostumbrado, por ejemplo, a vincular comedia con celebración, pero esto es discutible. La comedia nace del reconocimiento de las cargas que soportamos en nuestra existencia, y desde esa sinceridad busca aliviarlas o proporcionarnos consuelo (por eso la Navidad necesita películas de Adam Sandler). En cambio, el género de terror se nutre más que ningún otro del goce de vivir, inextricable de la angustia de anticipar su final o las corrupciones de cuerpo y mente que lo preceden. Además de fiestas pautadas y decadentes como las mencionadas en el apartado anterior, en Nocturna 2015 esta alegría vital nos fue correspondida a los aficionados con un revival del slasher y otras temáticas afines.
Quien haya estado atento en los últimos años habrá observado la revisión de sus códigos por parte de algunos autores, dando lugar a su galvanización por otros géneros como el musical (Stage Fright, Jerome Sable, 2014), su estilización acorde con el cinismo de las nuevas generaciones (Found, Scott Schirmer, 2012) o aproximaciones lúdicas que sacan partido de unas coordenadas menos agotadas de lo que parecían (Wrong Turn 6: Last Resort, Valeri Milev, 2014). Pero ninguna influencia ha cobrado tanta importancia, y así lo hemos constatado en esta edición, que la del maltratado díptico de Halloween de Rob Zombie. Psicópatas más físicos que nunca, fuerzas materiales alejadas de toda abstracción carpenteriana, condicionan la manera de filmar los relatos.
Lost After Dark (Ian Kessner, 2014), por ejemplo, tira por tierra una a una las expectativas de una galería de estereotipos adolescentes ofrecida en sacrificio al psychokiller ochentero. Una partida de cartas marcadas que engrana la estética grindhouse en su narrativa a la par que desautoriza la moral sexual y la figura de la scream queen de aquellos años. Muchos guiños (incluida una aplaudida intervención de Robert Patrick) y un principio absoluto que los relativiza, el susodicho asesino caníbal. Un centro de gravedad aún más pronunciado en Charlie’s Farm (Chris Sun, 2014), dominada por la presencia desde el título de una mole imparable que actúa a plena luz del día. El nuevo slasher no se somete a la dictadura de las sombras u otros manierismos acervados durante décadas atrás. En contraste con su época dorada (más en términos de cantidad que de calidad media) las acciones del monstruo no obedecen a una rutina, sino que puntúan creativamente el devenir de la trama. El caserón con aire de motel Bates de Lost After Dark o la depauperada granja de Charlie representan una nada toponímica, la zona cero del subgénero en la que experimentar con unos pocos elementos icónicos. Un Marienbad tomado por engendros aullantes que, a falta de una voz en off que evoque sus laberintos existenciales, van dejando restos humanos a su paso.
El ensayo fílmico se concreta en maniobras de reanimación si hablamos de los suecos Sonny Laguna y Tommy Wiklund, premiados en la primera edición de Nocturna con esa alegre reescritura de la saga Evil Dead que era Wither (2013). Sin alcanzar la frescura de Savaged (Michael S. Ojeda, 2013), emotivo rape & revenge que destacó el año pasado, sorprende la crudeza de We Are Monsters (2015) en unos tiempos en que, como hemos visto, los chascarrillos de zombis y las bromas privadas copan las sesiones de madrugada. Laguna y Wiklund continúan con su master en facsímiles genéricos pese a que ello acarree espantar algunas sotanas: aletearán flecos ante humillaciones, torturas y una prolongada escena de violación (¿sería más aceptable mostrarla brevemente, el equivalente en literatura a vejaciones a pie de página?). Para los que se queden, We Are Monsters invita a reflexionar sobre los condicionantes actuales del exploitation. Paradójicamente, la fotografía quemada y otros tics del horror realista de los años setenta nos distancian de lo que hoy percibimos como auténtico en el audiovisual contemporáneo. Solo hay que comparar el film con la reciente versión de I Spit on Your Grave (Steven R. Monroe
, 2010) para darse cuenta del vaciado de lectu
ras respecto a esta última acerca de la representación de la violencia, sus víctimas y sus victimarios. El humor, las deficientes interpretaciones o el escenario white trash rayano en la parodia sugieren que gran parte de la reflexión no se está dedicando al hecho violento en sí, sino a su manifestación visual y mediática, rasgo inequívoco de la era Obama.
Si lo que queremos es realidad no hay nada como la naturaleza. Supongo que para hablar de Backcountry (2014), survival inspirado en el ataque de un oso negro a una pareja de campistas en un parque natural de Ontario, lo ortodoxo sería rastrear los antecedentes del género o de su director, el también actor canadiense Adam MacDonald. En vez de eso prefiero compartir una información al alcance de cualquiera, pero poco difundida. A diferencia del oso grizzly —del que los cinéfilos algo saben por el documental de Herzog sobre el infortunado Timothy Treadwell—, el oso negro (Ursus Americanus) no ataca porque se invada su territorio o sienta amenazados a sus cachorros. Tampoco por haberse acostumbrado a la presencia humana. O por el olor de la comida de los excursionistas. No. Cuando un oso negro ataca a las personas es porque quiere comérselas. Es decir, elige un objetivo que depredar y se pone a ello, a no ser que lo impida un arma de fuego de buen calibre. Esa es la premisa de Backcountry, y a la que se atiene con rigor hasta que termina aflorando en torno al clímax una sensación de hiperrealidad, el fruto de una narrativa de la muerte puntuada por desenfoques, cortes y elipsis que fracturan la dulce ficción de la relación del ser humano con la naturaleza. Un viaje a los infiernos desencadenado, como tantas cosas, por la nostalgia y el celo del hombre por cumplir su rol de género programado. Motivaciones extensibles a un amplio sector del público de Nocturna, que debería tomar nota de algunas de las escenas más terroríficas del festival.