The wheels are turning, as the twentieth century dies
David Bowie se definía a sí mismo como un cajón de sastre. Moonage Daydream se acerca a la figura del cantante desde esa misma condición, mediante un prisma profundamente heterogéneo y creativo. Se ha hablado mucho sobre los logros del documental de Brett Morgen en lo concerniente a su uso del color y del montaje para generar una experiencia plástica. También se ha alabado su capacidad de producir significado mediante el choque de distintas imágenes, canciones y entrevistas, que permiten que el propio cantante dialogue consigo mismo. La reticencia a seguir una cronología y a construir una narrativa convencional, adscriben el proyecto en una tendencia que reinventa y enriquece el concepto de lo documental. Estos son algunos de los méritos que permiten que este sea un ensayo conmovedor y vitalista. No obstante, la condición archivística del filme, despliega un reverso pesimista cuya sombra debe ser explorada.
Las primeras imágenes de Moonage Daydream son las últimas de la carrera de David Bowie. Pertenecen al videoclip de Blackstar, en el que un astronauta (seguramente el Major Tom de Space Oddity, ya exhausto por el paso del tiempo) descansa sobre la superficie lunar. Esta escena es reinventada mediante el uso del blanco y negro, que nos advierte astutamente de que el viaje que estamos a punto de emprender es profundamente absurdo. Nos dirigimos hacia un paraíso perdido que solamente podrá ser transitado durante dos horas.
Brett Morgen inaugura la película con la imagen de un final, de una muerte, para manifestar la condición espectral del proyecto y prometernos así, la asistencia a la resurrección de lo que Bowie fue en su tiempo. Lo más duro del documental es aceptar que la energía que emerge de la pantalla, aquella que brilla en juegos cromáticos y rítmicos, forma parte de un pasado luminoso que abandonaremos al terminar la proyección.
David Bowie siempre gozó de una cualidad extraordinaria que le relacionaba con lo extraplanetario. Él pertenecía a otro mundo, pero lo que quizá no advertimos en su momento es que ese otro mundo no se hallaba fuera de los confines espaciales de la tierra, sino de los límites de su tiempo. Su obra construía una visión de futuro que apuntaba de forma optimista hacia los años venideros, aquellos que nunca han resultado tan magníficos como entonces. Esa promesa, que vibra alegremente en la ilusión de esos chicos maquillados como Aladdin Sane, se nos revela ilusoria gracias al propio mecanismo cinematográfico. Esos jóvenes son ahora espectros que nos recuerdan la belleza de un mundo que ya no existe. Nuestra realidad es otra, que Bowie también visualizó a finales de los noventa. Brett Morgen la estudia mediante un portentoso trabajo
sobre la imagen contemporánea, eminentemente digital, en un capítulo en el que su elogio al entrelazado y al píxel genera una experiencia vertiginosa. El caos y la fragmentación explorados en la obra del cantante son ahora más reveladores que nunca. Aún así, sólo podemos acceder a ellos mediante la nostalgia. ¿Qué música hubiese brotado de Bowie durante el confinamiento? Nunca lo sabremos.
Si bien el tratamiento formal del documental permite acercarse a Bowie en lo que parece un riguroso directo, tarde o temprano nace en el espectador la realización de que la presencia cinematográfica es incapaz de substituir la ausencia corpórea. Los grandes artistas que, como apunta Bowie, crearon el siglo XX en 1971, han configurado también la deriva del siglo XXI. Con su despedida, sólo queda el recuerdo. En él, el pasado revela su verdad, manifestando sus cualidades y mostrándose más moderno que el presente. El hoy, parece incapaz de explicarse a sí mismo, necesitando acceder a
sus ancestros. Tras este descubrimiento, un escalofrío recorre nuestro cuerpo, nos sobrecoge la impresión de que todo lo excepcional ya pereció. Harán falta nuevas voces para poder olvidar esta horrible sensación.