En 2018, Arantxa Echevarría se adentraba en la cultura gitana para mostrarnos la historia de amor entre dos adolescentes que desafiaron el machismo y la homofobia de una comunidad a menudo hermética y tradicional. Carmen y Lola supuso el debut en el largometraje de ficción de la directora vasca, quien se alzó con el Goya a mejor dirección novel en su 33a edición. En su momento, la película significó un potente grito a la libertad de un colectivo oprimido por partida triple: las protagonistas eran mujeres, lesbianas y gitanas. Para construir esta crítica a la intolerancia y la discriminación, que en el film apuntaba a un grupo concreto pero que podría servir como representación de gran parte de la sociedad, Echevarria optó por el naturalismo y la proximidad, consiguiendo así un resultado muy cercano al documental. En su nueva película, Chinas, la cineasta vuelve a recurrir a esta aparente fusión entre lo real y lo ficcionado, ahora adentrándose en las vidas y las familias de dos niñas de origen chino. Como en Carmen y Lola, cae de nuevo en ciertos tópicos difíciles de eludir desde la mirada blanca: si en la primera asistíamos a los mercadillos, los cultos y las fiestas gitanas, en esta no escapamos del horror vacui característico de los bazares ni de la celebración del nuevo año chino. Frente a la manifiesta voluntad de intentar dar voz a las integrantes de ambas comunidades, la resistencia del privilegio sobrevive.
Xiang y Lucía no tienen nada en común, excepto la edad y su origen. La primera, adoptada por una familia española, es una niña repelente con un deseo visceral: cambiarse el nombre para parecer más “española”. La segunda, carismática y adorable, nació en Madrid, donde sus padres, que regentan un bazar en sus horas bajas, emigraron hace 20 años con el objetivo de ofrecerles un futuro mejor a sus hijas. El contraste entre ambas familias genera un cúmulo de situaciones que van desde lo cómico, tono que persiste durante todo el metraje, hasta el melodrama, más evidente hacia su tramo final. El contexto social de ambas jóvenes pone en evidencia la intención de indagar en el tema de clase: mientras Xiang, que viene de un colegio privado, asiste a todas las extraescolares posibles, viste elegante y está acostumbrada a viajar con sus padres, Lucía pasa las tardes en la tienda de su familia vendiendo pulseras de goma para poder celebrar su cumpleaños en el Burger King. Otra de las cuestiones ineludibles es el tratamiento del racismo, tanto social como institucional. Los comentarios ofensivos de una cajera de supermercado o la inadecuada actitud de la tutora de Lucía en la reunión con su madre, son solo dos ejemplos de un sinfín de momentos incómodos que retratan el día a día de millones de personas cuya integración está todavía lejos de lo ideal. La misma Xiang, con su latente rechazo a sus orígenes, sirve para representar un racismo interiorizado que imposibilita la autoaceptación, alejándola, asimismo, de su familia adoptiva.
El uso de los primeros planos y un movimiento sutil pero insistente, en especial cuando la cámara sigue a las niñas, nos acerca genuinamente a los personajes, aunque en paralelo surgen otras tramas narrativas, como la crisis entre los padres de Xiang o la entrañable relación entre Lucía y una clienta del bazar, que subrayan la distancia entre lo que ocurre en pantalla y los espectadores, fortaleciendo la artimaña de la ficción. Claudia, la hermana mayor de Lucía, protagoniza una de las escenas clave: durante una cena en familia, la adolescente estalla ante el carácter autoritario y protector de sus progenitores, cuyos principios, sustentados en una cultura tan impermeable como alejada de la nuestra, refuerzan la diferencia que ella siente respecto a sus compañeras de clase.
Echevarria, con una clara fijación en retratar las existencias femeninas, logra en Chinas que empaticemos con unas madres que sufren por sus hijas de maneras muy distintas, a la vez que nos emociona con unas niñas que podrían ser dos caras de la misma moneda: dos actitudes opuestas frente a una vida atravesada por la otredad.