Cannes 2024 se ha acabado. Cuando ya se ha elevado la alfombra roja por la que, durante diez días, han desfilado las personalidades más notorias del mundo del cine, cuando tuiter ya no arde con las reacciones desenfrenadas de algunos críticos y las calles de la ciudad se han vaciado de sus miles de visitantes vestidos con atuendos de gala, entonces, queda solo el recuerdo de las películas. Termina una edición que empezó con las decepciones de algunos de los grandes maestros —con un tramo inicial marcado por las feroces reacciones al Megalópolis de Francis Ford Coppola—, pero que ha ido remontando en sus últimos días, hasta culminar con un magnífico palmarés —de los más consensuados de los últimos años— que encumbra, por encima de todo, la versión más humanista del cine.
Y es que si con algún adjetivo se puede calificar el cine de Sean Baker, flamante ganador de la Palma de Oro por su incontestable Anora, es precisamente el de humanista. Nueve años después de su rompedora e irreverente Tangerine —que ha pasado a la historia por la proeza de ser filmada íntegramente con un iPhone 6—, Baker se consagra como el gran cronista de la América olvidada por Hollywood, la cara B del país de los sueños. En su última película sigue a Ani, diminutivo de Anora (descomunal Mikey Madison), una bailarina erótica que trabaja en un club de lap-dance de Brooklyn. Una noche conoce a Vanya, el joven hijo de un oligarca ruso, y este queda prendado de ella. Algunas noches de pasión se convierten en un noviazgo de una semana —con transacción económica de por medio—, hasta que, en una noche de excesos en Las Vegas, deciden casarse de improvisto. Pero la burbuja de felicidad explota violentamente cuando llegan los matones del padre de Vanya para tratar de conseguir la anulación del matrimonio.
La película, que en su premisa inicial podría parecer una relectura del mito de Pretty Woman en clave underground e irreverente, se transforma en un thriller a lo Safdie profundamente cómico, con ecos del slapstick y el screwball, siempre desde la incorrección política. La mirada de Baker a sus personajes y a los sórdidos mundos en los que se adentra, es siempre desde el respeto y la dignidad. Libre de juicios y de mensajes moralistas, su ímpetu está en representar a sus personajes como seres tridimensionales, cuya inocencia, capaz de transgredir sus circunstancias sociales, y, por qué no, su bondad —con personajes aparentemente a las antípodas de lo que la sociedad consideraría como tal—, resultan absolutamente conmovedoras. En la rueda de prensa posterior a la presentación del film, un periodista le preguntaba a Sean Baker sobre la relación de su cine con los perdedores. El director rechazaba esta palabra, pues decía que no le gusta pensar en las personas en estos términos. En su cine no hay perdedores, sino personajes reales, con sueños y aspiraciones, en un mundo feroz, pero donde la cordialidad es posible.
Si bien la victoria de Baker parece haber satisfecho a todo el mundo, la inspirada decisión del jurado de Greta Gerwig de galardonar como mejor director a Miguel Gomes no ha sido para menos. En un momento de Grand Tour, un hombre fascinado por la certidumbre sin concesiones de una mujer que busca a su amante por el sudeste asiático, a pesar de que este huye de ella, le insta a abandonar sus propias convicciones. A ella esta idea le resulta completamente triste. Pero el hombre lo revela como algo liberador. También la propia película, emancipada de cualquier norma restrictiva impuesta por la narración cinematográfica clásica, se revela en sí misma como un auténtico ejercicio de liberación. Miguel Gomes desengrana el aparato cinematográfico hasta reducirlo a sus cimientos: el cine como la combinación de imágenes y de sonidos. La película, como un lienzo en blanco donde imprimir historias y emociones, a través de imágenes evocadoras —tanto del pasado como del presente, tando de ficción como de documental— y de la narración oral de una sugestiva voz en off o de los diálogos entre los personajes (en portugués, en francés, en birmano). Un compendio de géneros que va del drama romántico al documental, envuelto en un halo casi onírico y un poso melancólico, pero también con pinceladas de sutil humor y hasta cierta vocación experimental, para narrar un viaje por el sudeste asiático (el Grand Tour que da título al film) poético y trascendental, que habla del amor —como algo irracional y de una belleza incomprensible—, del colonialismo europeo y, por encima de todo, del propio cine como fuerza transformadora.
También All We Imagine As Light, de la india Payal Kapadia, juega con códigos cercanos al cine documental, a pesar de tratarse de una ficción. De hecho, en sus primeros minutos, en los que recorre los espacios de Mumbai, mientras distintas voces en off narran sus impresiones de la ciudad, parecen sacados directamente de la realidad. Pronto conocemos a las protagonistas: Parhaba, una enfermera solitaria y con un marido ausente que vive en Alemania, y Anu, su joven compañera de piso y de profesión, enamorada de un chico musulmán, que sufre los comentarios y juicios de una sociedad que no acepta su relación. La absorbente atmósfera de la película, tan cotidiana como ensoñada, nos sumerge en los tiempos muertos de la ciudad, en el transporte público, en el hospital, en los momentos en los que no pasa nada y sin embargo pasa la vida por completo. Kapadia sobrecoge con la belleza de sus imágenes, pero sobre todo con la sensibilidad y la sinceridad con la que retrata a sus protagonistas y las relaciones entre ellas, con una India melancólica y casi plácida como telón de fondo.
Y de la India nos transportamos a Irán. Desde mucho antes de su premiere en Cannes, que se hizo esperar hasta el último día, The Seed of the Sacred Fig venía precedida por el poder del relato. Y es importante hablar de las circunstancias, especialmente en este caso. El director Mohammad Rasoulof llegaba a La Croisette huyendo de su país, donde ha sido condenado a 8 años de cárcel por el simple hecho de filmar esta película. Por desgracia, es el último de una lista de cineastas y artistas —entre ellos, Jafar Panahi— condenados por el régimen autoritario por mostrar la situación que atraviesa el país.
La película nos introduce en la vida diaria de la familia de un juez de instrucción de Teherán. La brillante primera mitad transcurre casi íntegramente en el apartamento familiar. Con el padre trabajando para el régimen la mayor parte del tiempo, la cotidianeidad de las hijas y la mujer se ve gradualmente quebrantada por la irrupción de la revolución social en la que se embarca el país, liderada por las mujeres jóvenes. Rasoulof abarca la tensa situación de Irán desde lo mundano del hogar, y la violencia en las calles sólo se formaliza a través de las imágenes de la televisión (pasadas por el filtro del régimen) o a través de las redes sociales. Y, de manera puntual, a través de un personaje externo: una amiga de la hija mayor que está involucrada en las protestas. Las imágenes de la película se alternan con vídeos reales de manifestaciones. El director explora así las tensiones entre dos generaciones: la mayor, afín al régimen y manipulada por los medios de comunicación, y la menor, la que se rebela y lucha por el cambio. Resulta especialmente interesante el personaje de la madre, cuyas firmes creencias se tambalean a medida que la realidad se manifiesta ante sus ojos. Pero tras este potentísimo inicio, el film toma un rumbo distinto. Cuando la pistola del patriarca desaparece repentinamente, las relaciones familiares se empiezan a tensar cada vez más. La película abandona el entorno urbano para adentrarse en un viaje por carretera hasta la zona rural del país, donde la situación alcanza su límite. El realismo cotidiano de la primera mitad se transforma en un thriller cada vez más tenso, que se olvida de la sutileza de su primera mitad para elaborar un discurso político más obvio y, por ende, menos incisivo.
Otra de las grandes triunfadoras del festival, que arrasó con dos premios en el palmarés —el del jurado y la mejor interpretación femenina, otorgada al elenco protagonista—, es Emilia Pérez, del francés Jacques Audiard. La historia sigue a Rita (Zoe Saldaña) una abogada que es contratada por el jefe de un violento cártel (la gran revelación Karla Sofia Gascón) para ayudarle a cumplir su sueño: convertirse en una mujer. Dejando atrás a su esposa (Selena Gómez) e hijos, y empezando una nueva vida con su verdadera identidad. Audiard propone una mezcla imposible de géneros, que va de la comedia musical al thriller de narcos, pasando hasta por el melodrama almodovariano. Una amalgama de temas y géneros destinada al fracaso y que, por sorpresa de todos, funciona. Y lo hace gracias a la arriesgada y directa puesta en escena de Audiard, a sus incisivos y visualmente deslumbrantes números musicales pero, sobre todo, gracias a la entrega de las actrices protagonistas, especialmente a la dupla formada por Saldaña y Gascón. Emilia Pérez es una película atrevida y radical, divertida, triste a ratos, y ante todo, vital y optimista. Un canto a las segundas oportunidades, al cambio hacia mejor. O como resumía Karla Sofía Gascón —primera actriz trans en ganar el premio interpretativo en Cannes— en su discurso de agradecimiento: “A ver si cambiáis, cabrones”.
Y por último, de la mano de la francesa Coralie Fargeat, que ya puso a prueba nuestros estómagos en la notable Revenge, llega The Substance. Por el Festival de Cannes han pasado películas de todo tipo, pero me atrevería a decir que casi ninguna como esta. La premisa, que bien podría ser la de una película de serie Z, plantea la posibilidad de inyectarse una sustancia que cree una versión mejorada (más jóven, más bella y más perfecta) de la propia persona. Protagonizada por unas sensacionales Demi Moore y Margaret Qualley, este body-horror con elevadísimas dosis de sangre y de humor ofrece una potente reflexión acerca del cuerpo de la mujer madura y la presión estética en Hollywood. En un festival con tendencia a lo sutil, a lo mínimo, Fargeat ejecuta un auténtico festín de excesos e irreverencia —que volverá completamente loco al público de Sitges—. Una obra postmoderna, que subvierte la mirada masculina heterosexual imperante en el cine comercial, para dotar de nuevos significados a los mismos planos hiper-sexualizados de siempre. El jurado le entregó un extraño premio de guion —en un film donde es lo que menos brilla—, sospecho que, para reconocer a esta radiante y descarada obra, que confirma la consagración de una nueva scream queen: bienvenida seas, Coralie Fargeat.