Oigan: un pálpito, un sentir, una nota a pie de página (que espero no confundáis con una encíclica). ¿Cuántas veces no os ha pasado leer una crítica de alguno de vuestros popes de referencia (amigo, conocido, mineral o quizás tan solo ente digital) con la que disentís por completo? (espero que bastantes, porque la unicidad de pensamiento y el seguidismo deberían de ser el peor enemigo de cualquiera que escriba sobre lo que otros hacen).
“¡¿Pero este imbécil cómo le pone cinco estrellas a esta memez?!”. O viceversa: “¿cómo no ha podido vislumbrar el lirismo extremo que emana del filme, que le habla de tú a tú a mentes sensibles e inteligentes como la mía?” (por supuesto, claro, por supuesto). El caso es que de un tiempo a esta parte, a la gente le da por enfadarse por algo tan etéreo como… no compartir un parecer. Diréis que eso es muy de este país, pero a mí no deja de fascinarme: ¿todavía alguien cree que a base de vehemencia e indignación se le va a hacer mudar de juicio al interlocutor?
Arremeter —cargado de las razones propias— contra algo que no nos ha gustado es uno de los deberes de la crítica. Por supuesto que da pereza (¿quién no prefiere cantar a lo que le ha fascinado que a lo que le ha dejado indiferente?), pero de ninguna manera podemos elidir ese deber por el mero temor a que alguien nos afee la conducta. —Y sí, digo “deber”: el de poner sobre aviso a unos lectores quizás abrumados por una sobreexcitación mediática (eso que conocemos por hype)—.
El otro revés de la moneda —y el lado hermoso de la profesión, remunerada o no— es colmar de alabanzas a lo que corre el peligro de pasar desapercibido, a las margaritas que crecen entre el mojón de “obligado visionado” que encabeza los estrenos semanales. También, por supuesto, encontraremos a quien juzgue nuestra tenacidad digna de mejor empresa. Qué le vamos a hacer.
¿Habrá que terminar cada párrafo con un clarificador y reiterativo “en mi opinión”?