Hype
Se podría pensar que en un festival de cine autor, con público pausado y prensa severa, no ha lugar a hype, fans ni haters… nada más falso. Los festivales son el caldo de cultivo ideal para fomentar estos fenómenos, que tendrán su eco en otros festivales y, con suerte para la película, en el momento de su estreno. Cannes, en primer lugar, Venecia a continuación, favorecen la transmisión de ondas positivas o negativas. Entremedias, Locarno puede lanzar también algunos gritos de aviso sobre obras a respetar u odiar.
Vimos en el D’A hasta cuatro obras que se enmarcarían en este contexto. Hubo, por una parte, doble ración de Hong Sang-soo, que atrajo (cómo no) a sus incondicionales. Por otra, una inclasificable y estilizada obra de Peter Strickland, entre el terror y la comedia, In Fabric, que llegaba en olor de santidad cinematográfica. Y, finalmente, un par de hype brutales a cargo, insólitamente, de producciones chinas: Largo viaje hacia la noche (Di qiu zui hou de ye wan, Gan Bi, 2018) y An Elephant Sitting Still (Da xiang xi di er zuo, Bo Hu, 2018).
Hotel by the River (Gangbyeon hotel, Sang-soo Hong, 2018) se desvía en cierto modo del esquema habitual de las obras del director coreano. Hay, por una parte, una sensación de elegía constante. Por otro lado, evita las narraciones concéntricas, circulares o partidas habituales del director, utilizando en esta ocasión la repetición de una situación determinada. Ganadora del premio del festival de Gijón, candidata al premio de Locarno, Sang-soo cuenta la historia de un viejo poeta que cita a sus dos hijos ante la sensación de muerte inminente. No hay enfermedad ni alteración alguna, pero él insiste en admirar a voces la belleza que le rodea (especialmente en las mujeres jóvenes) y en despedirse de sus hijos. Durante unas horas los personajes irán comentando sensaciones y trivialidades, aunque, en distintos espacios, el padre desaparece inesperadamente y sin explicación alguna, para reaparecer posteriormente en otro punto. Hong Sang-soo saca partido de la incertidumbre narrativa para conferir a la narración y transmitir al espectador una sensación de final inminente de la vida del poeta. Un paisaje blanco, de límites poco definidos, alrededor del hotel, y los espacios vacíos, pasillos y baños, del mismo, son espacios para conversaciones banales, a menudo interrumpidas bruscamente por uno u otro motivo, dando la sensación que a quien vemos no es el poeta sino a su espectro que trata de aferrarse a la vida, mientras agradece momentos de felicidad y va despidiéndose de sus seres queridos. Pese a una banda sonora excesivamente reiterativa, Hotel by the River es un giro muy apreciable en la filmografía del coreano.
In Fabric es, digámoslo claramente, un fenómeno. Procedente de otros festivales (vista con sorpresa en San Sebastián, marginada en Sitges a pase de madrugada), había ansia por verla. La historia de un vestido asesino se compagina con una crítica al consumismo y, paralelamente, a una búsqueda estética y narrativa de las formas del giallo aunque con una sofisticación formal esperable en el autor de Berberian Sound Studio y The Duke of Burgundy. In Fabric se centra en su primera parte en las vicisitudes de una oficinista de vida miserable, que compra el vestido con esperanzas de triunfar en una cita, para, posteriormente, ver las andanzas de otros propietarios, todos ellos víctimas de un destino fatal. No obstante, el protagonista auténtico es el propio vestido, una pieza de tela roja, que anuncia deseo, pasión y lascivia pero que es, en sí misma, posesión absoluta. Strickland no plantea, no obstante, suspense, sino que contempla el relato de modo burlón. Los almacenes dónde se vende el vestido rojo se anuncian en televisión con el estilo de grafismo propio de los primeros 70, apareciendo en pantalla con las distorsiones que surgían en los primeros monitores de color. En directo, los almacenes Dentley & Soper, dónde se venden deseos hechos tela, son el equivalente al castillo de Drácula. Las vendedoras, vestidas con amplias ropas negras, efectúan bailes de atracción a los consumidores antes de abrir las puertas, extraños ritos sexuales con los maniquíes al cerrar y susurran, con acento balcánico, frases como conjuros durante la venta del producto (“dimensiones y proporciones trascienden los prismas de nuestras medidas”; “alcanzó la transacción su paradigma de consumo?”). Consumidores consumidos, el final recuerda con extrema elegancia y refinada crueldad aquellas imágenes de La cabina de Mercero. Con tales elementos y con una banda sonora rica en sonidos perturbadores, rematada con una secuencia exquisita en su eficiencia formal y narrativa, In Fabric trasciende todo género para erigirse en una fábula que conquistó el festival.
Los que vimos hace 3 años la obra previa de Bi Gan, Kaili Blues, quedamos impactados por la belleza de un plano secuencia (móvil) de cerca de 45 minutos y por la sensación onírica que producía, añadiendo emoción a una historia basada en recuerdos y pérdidas. Saber que su director triunfaba en numerosos festivales asiáticos, en Locarno y Cannes no hizo sino aumentar el deseo de ver Largo viaje hacia la noche, su nueva película, que incluía un travelling de cerca de una hora, en realidad virtual. El hype fue tan mayúsculo como para atraer a la Filmoteca público suficiente como para llenar la sala, aun siendo espectadores poco frecuentes de cine según se oía en el patio de butacas. El resultado, en muchos casos, fue el desconcierto cuando no la indignación. La nueva película de Bi Gan es tan cautivadora como la anterior y basa su dinámica en la mezcla de recuerdos e imaginación. Sin embargo, al resultante onirismo no le hacía falta alguna un 3D que no aporta nada a la narración ni a la sensación vivida por el espectador. Historia de un hombre que busca una mujer, queda resumida en unas frases de la primera escena, cuándo refiere que sus recuerdos pesan como piedras y que sólo encuentra a la mujer amada en sueños, aunque la pierda en el último instante. Luo Hong Wu conoció en algún momento de su pasado a la novia de Gato Salvaje, delincuente que le gastó una mala pasada y a quien busca para recuperar dinero. Enamorado de ella, deben de huir perdiéndose el rastro uno de otro. A partir de ese momento, narrado en diversos flashbacks, la vida de Luo se limita a la búsqueda eterna de su amada, en vigilia, pero especialmente en sueños. Bi Gan mezcla, inevitablemente, tiempo actual y pasado pero, sobre todo, realidad y sueños siguiendo extrañas pistas que llevan a otras… suerte de mil y una noches, con historias engarzadas, como cuándo el sueño de una noche continúa o remeda el anterior, el largo camino resulta fascinante tanto en su construcción como en el humor surrealista que surge puntualmente (la partida de ping pong con el hijo que no tuvieron… o tal vez sí), en la presencia omnipresente de la lluvia o en la inserción de cuentos fantásticos en la realidad más dura (la casa que gira gracias al amor entre los restos industriales dónde se asienta un karaoke cutre). Pesa, demasiado, el recuerdo de Kaili Blues, más atractiva en sus movimientos, y de 2046 de Wong Kar-Wai, basada también en una historia similar y con narración tan deslavazada como ésta. No obstante, Bi Gan sabe dosificar sus recursos y, pese a una excesiva morosidad en el tramo final, remata la obra con la brillantez de una bengala que no se consume, símbolo del amor eterno.
No se si fueron muchos más los que se atrevieron a ver Season of the Devil, el “musical” de Lav Diaz de 4 horas sobre los asesinatos y violaciones de paramilitares filipinos que vimos en Sitges y que se recuperó en el D’A. Pero An Elephant Sitting Still, también de 4 horas de duración, no sólo lo consiguió, sino que se llevó el Premio del Público. Avalada directamente por la leyenda de ser la primera y última obra de un autor que se suicidó tras producirla, se revela como una película absolutamente madura y controlada para ser un debut. El hype, en este caso, está justificado. El elefante del título no está en la habitación, sino que es, de hecho, un macguffin. Es lo extraordinario en una sociedad de vulgaridad absoluta. Es lo exótico en una sociedad absolutamente gris. Es el reclamo para salir de la miseria diaria, el punto de fuga. La obra de Hu Bo es, de facto, una tragedia en toda regla. Una tragedia cotidiana en la China contemporánea. En las 4 horas se comprimen, con una sorprendente fluidez, unas 12 horas de la vida de cinco personajes, maltratados a diario por familia y entorno. El protagonista es un joven que, defendiendo a un amigo acosado de bullying mata al acosador. Su antagonista, hermano del fallecido, es un gánster de tres al cuarto que menospreciaba a su hermano por su actitud pero que es empujado por unos padres egoístas y agresivos a la venganza. En paralelo, la novia del joven tiene una relación con el director de la escuela para obtener favores, pero es denunciada y humillada en las redes sociales. Finalmente, las historias se cruzan con la de un anciano vecino a quien sus familiares plantean llevar a un geriátrico para vender el piso. Esta es la China actual que Hu Bo denunciaba: egoísmo, arribismo, envidias, superficialidad, violencia, traiciones, capitalismo salvaje en un país supuestamente comunista… Editada con precisión, a esta elefantiásica obra no le sobran demasiados minutos y hay que admirar, en su sencillez formal, la precisión con que avanza la trama y la dosificación de los diversos temas que adopta sin caer en la demagogia. Tal vez demasiado deudora de las obras de Jia Zhang Ke, An Elephant Sitting Still es un debut sorprendente y una dolorosa obra póstuma.
Rigor
Rigor es quizás el mejor calificativo que puede hacerse de tres de las propuestas más interesantes del festival: The River (Ozen, E. Baigazin, 2018), The Mountain (Rick Alverson, 2018) y A portuguesa (Rita Acevedo Gomes, 2018). Las primeras, dos obras secas, de exposición clara, pero de dudosa transparencia. Relatos que van más allá de la historia que parecen narrar para describir un ambiente, una situación, tenebrosas que subyacen bajo el paisaje más luminoso, tras una apariencia científica. La última, un canto rotundo a la sensualidad y la belleza, triunfadoras frente a la muerte, el odio y el machismo.
The River es, a priori, la historia de un grupo de hermanos sojuzgados a las órdenes de un padre imperativo. Vestidos con andrajos, habitando una cabaña en la desolada estepa kazaka, deben seguir sus órdenes de trabajo diario sino quieren ser azotados. Sin embargo, todos ellos forman una unidad, están tan íntimamente vinculados, que se desplazan al unísono y juegan, ríen y viven superando las amenazas de su padre. En sus horas de asueto, corren al río más próximo, un símbolo de paz y libertad, alejado del poder paterno. La aparición de un primo, llegado en segway y luciendo una Tablet repleta de juegos romperá su equilibrio. Obra sin duda metafórica de la situación política y social del propio estado kazako, con un gobierno severamente paternalista y unos hijos desprovistos de libertad real, presos entre la tradición y la modernidad. Sin embargo, la película de Baigazin dista del maniqueísmo y no sólo evita limitarse a la alegoría social, sino que basa su argumentación en una puesta en escena singular con encuadres muy medidos, disponiendo con precisión a los personajes en el plano y desarrollando para todos ellos unos movimientos coreografiados que remiten a las evoluciones militares de los personajes del Beau travail de Claire Denis, expresando a la claridad la proximidad de sus naturalezas.
Frente a la naturaleza coral, a los movimientos y a los exteriores luminosos de The River, la película de Rick Alverson se limita a dos personajes que se desplazan tenebrosamente en espacios abiertos que se antojan claustrofóbicos. La búsqueda de una madre confinada en un manicomio lleva a un joven a deambular con un presunto científico que se dedica a lobotomizar pacientes de hospital en hospital. Con precisión quirúrgica, Alverson muestra un paisaje más desolado que la estepa kazaka o que la sociedad china de la obra de Hu Bo. Un paisaje moral arrasado en la América de los 50. Un mundo gris que el doctor, encarnado por Jeff Goldblum castra a nivel cerebral y a nivel emocional. Goldblum construye con escalofriante precisión un personaje más próximo a un brujo que a un médico y que combina sus días de represión con noches de sexo triste y alcohol. Encerrado por Alverson en un encuadre fotográfico estrecho, la alta figura de Goldblum se desmadeja como un títere en las noches que siguen a sus desmanes. A su lado el joven Andy comprenderá que no hay futuro alguna en esta América supuestamente feliz y optará por una solución peculiar para aliviar su dolor. Si las conclusiones de The River y de An Elephant Sitting Still marcan un punto de inflexión para sus protagonistas, a partir del cuál deben decidir su destino, para Andy no hay opción posible, resultando el más amargo de los finales de las obras aquí comentadas. Sabiendo que ilustra los Estados Unidos de hace medio siglo, no sorprende que el péndulo de la historia nos haya llevado, de nuevo, a un estado de represión y dolor.
Y como colofón al exquisito nivel que el D’A nos ofreció merece la pena rematar esta crónica con la referencia a La portuguesa. Adaptación de una historia de Robert Musil mantiene el nivel pausado y el aire teatralizado de algunas obras de Manoel de Oliveira. Acompaña, más que cuenta, a la mujer de un noble alemán (Van Ketten, apodado “el señor de las cadenas”) quien, una vez desposado, la abandona para ir a la guerra contra el obispo de Trento. Guerra prevista como breve pero que duró once años.
No obstante, el estilo imprimido a las imágenes por Rita Azevedo va más allá de las estrategias de Oliveira. Por una parte, la teatralización está escenificada mediante planos generales, en varias ocasiones recogidos desde un picado leve y oblicuo, y el movimiento de los actores apareciendo y desapareciendo de escena de forma gradual. Por otro lado, la historia se desarrolla con una bellísima estética, mediante excepcional fotografía de Acacio de Almeida, una banda sonora rica en música clásica y tradicional y un diseño de vestuario exquisito que recoge una amplia gama cromática. Todo ello ayuda a que la historia de esta mujer tan valiente (arrogante según los italianos) como paciente, no sea en absoluto lánguida, sino que sea una crónica prendada de belleza. Las referencias pictóricas son múltiples y en absoluto gratuitas. A portuguesa es una reivindicación femenina de mujeres en tiempo de guerra, capaces de seguir adelante pese a la adversidad (la nobleza pierde la fortuna gastada en combates) y de disfrutar de la naturaleza y la vida. Así, mientras el conde de las cadenas sólo reaparece entre batalla y batalla para descansar y engendrar, para regresar, finalmente, enfermo y maltrecho, la portuguesa mantiene el castillo y la familia con serenidad y goce sensual. Sensualidad que Azevedo y de Almeida transmiten en secuencias como la del baño de la pareja en sendas cubas, mientras las sirvientas vuelcan el agua caliente sobre sus cuerpos, o la del baño en el lago.
A portuguesa, con relajadas y cuidadas imágenes como la de la marcha de los nobles (poderosos y ominosos al inicio) y el coro que los acompaña o como las del cierre con el macho (herido y derrotado en su honor por una pírrica victoria) rendido ante la sensualidad femenina, revela no sólo el gran talento de su autora, sino, también, que el rigor no tiene por que ser severo.