Aburrimiento bestial
Evento sin igual para lo amantes de kaiju —apelativo nipón para las pelis de monstruos antediluvianos atizándose de lo lindo en entornos preferiblemente urbanos—: el estreno de otra cuenta en el rosario franquiciado de Godzilla & King Kong, bautizado como “monstruoverso” en un alarde de imaginación a la altura de los guionistas, que ya contaban con numerosos antecedentes penales como pergeñadores de infrahistorias para cintas de superhéroes.
Rebobinemos, por favor. La cosa empezó en 2014 con el soso Godzilla de Gareth Edwards, que aún así podría calificarse de pieza clave del arte cinematográfico mundial comparada con el Godzilla (1998) previo, sí, el horror de Roland Emmerich. El asunto prometía y la cesión de derechos por parte de la Toho durante unos añitos permitía dar rienda suelta a la imaginación… ¿se pondría en serio el cine norteamericano con uno de los subgéneros más trash del fantástico? Aunque bien mirado… ¿qué sentido tiene hacer películas carísimas con una saga cuyos momentos más memorables son, precisamente, los más mugrientos? Apropiación cultural y falta de imaginación se unen en la tormenta perfecta de los blockbusters sin alma.
El caso es que luego llegó la muy refrescante y entretenida Kong: la isla Calavera (Jordan Vogt-Roberts, 2017) que nos hizo albergar esperanzas de redención. ¡Por fin una película USA que sabía insuflarle un punto canalla a tanta trascendencia apocalíptica! Sencilla y directa: militares, pringados, un bicho muy grande, alguna que otra humorada, muchas carreras. Diversión partiendo de la consciencia de estar manejando un material al borde del ridículo.
Mientras tanto y en su país de nacimiento, los japoneses no estaban dispuestos a ejercer de meros consumidores de lucrativos renacimientos. En 2016 lanzan su Shin Godzilla firmada a pachas entre Hideaki Anno y Shinji Higuchi. ¿Qué tal fue? Pues la enésima fotocopia del Godzilla original: ambigüedad del héroe radioactivo, Japón amenazado, mucho movimiento de masas y otro alarde de planificación y “normalización” ante lo impensable. En definitiva, otro relanzamiento de la franquicia con muchos medios —quizás demasiados—, abriendo así una cuarta serie tras la Showa (1954-1975), la Heisei (1984-1995) y la Millenium (1999-2004), que había arrojado casi una treintena de filmes de muy desigual factura.
Pero volvamos a Hollywood. Allí la hoja de ruta estaba más clara que los planes a 20 años vista de las películas de superhéroes: Godzilla y Kong se acabarían enfrentando en un desparrame final de luz, fuego y mucho color. Hacia 2020, si no deciden inflarlo.
Oye, y la idea no era mala. Pero el resultado —esta Godzilla: rey de los monstruos— ha sido enorme… enormemente mediocre.
Como si fuesen mal de tiempo, les ha dado por juntar a todo el bestiario Toho y enfrentarlo en combates de sumo sin reglas. Mothra contra Godzilla, King Ghidorah contra cualquier bicho terrestre o alado, Rodan haciéndose el pasivo-agresivo con sus congéneres irradiados… en fin, una presentación sin orden ni concierto y sin poner en antecedentes al espectador neófito, agrupando cualquier bicho de más de 1000 toneladas en la categoría de “titán”.
Vale que no hay genealogía posible porque las propias pelis “clásicas” se contradicen entre sí. ¿King Ghidorah es de Venus o nació ahí al lado, en isla Lagos? ¿Se cepilló ella solita a los dinosaurios? ¿Y por qué Rodan no utiliza aquí sus habilidades supersónicas para provocar los temibles vientos huracanados? ¿Y qué hace Mothra que no se comunica telepáticamente con nadie? ¡Qué insulto a la polilla más majestuosa del cretácico!
Ok, ok. Esta es la serie de detalles que al enumerarlos en público te hace perder amigos y tal. Pero es lo malo de tomarse tantas familiaridades con unos mastodontes que llevan muchos años en el imaginario freak: ¡que no perdonamos los anatemas! Y maldita sea, el kaiju es una religión de destrucción, regeneración y… nueva hecatombe. Un respeto.
En esta versión norteamericana, no os lo voy a negar, no nos encontramos con nada que resulte extraño a una película del género. Incluso aportan alguna solución descacharrante: los monstruos se desplazan a voluntad por la corteza terrestre aprovechando “túneles” entre continentes, como si fueran topos hipervitaminados. Ah, y existe una máquina que todos ansían y que emite en fm unas ondas que convierten a los energúmenos destructores en dóciles animales de compañía. Y tenemos malos megalómanos, científicos naif, ciudades sometidas a atrevidos planes urbanísticos que despejan el centro y reordenan la periferia… sí, está todo. Y sin embargo, nada funciona.
En realidad, todo acaba siendo una cuestión de tamaño. De producción hipertrofiada (sólo hace falta quedarse hasta el final de los títulos de crédito y ver desfilar la legión de compañías especializadas en efectos visuales y digitales: un no parar de machacas que se habrán encargado de desarrollar tramos muy específicos de una cinta que funciona así, a base de set pieces. El sucederse de escenarios (tan querido por los gamers), el alarde de texturas y capas (rayos, centellas e implosiones que quieren tener sello propio) y el estupor continuo de un reparto que debe de evolucionar en el croma, poner cara de estupor y padecer en diferido (el montaje dará y quitará razones)).
El resultado no es entretenido y ese es el pecado capital de cualquier película con ínfulas de taquillazo veraniego. Y no era tan difícil lograrlo. A los productores las bastaba con repasar Los monstruos invaden la tierra (Ishiro Honda, 1965), Invasión extraterrestre (Jun Fukuda, 1968) o incluso Godzilla contra King Guidorah (1991, Kazuki Omori) para hacerse una idea de lo que tiene que tener un buen filme de Godzilla. Por si acaso, aquí lo resumo:
- Aunque en los cincuenta y principios de los sesenta las tramas de los Godzillas podían ser más bien serias (a fin de cuentas, no quedaba tan lejos lo de Hiroshima y Nagasaki)… ¿qué sentido tiene la sobrecarga dramática de esta? Falta humor, señores, ¡humor! (no confundir con la presencia de bufones, estigma Disney que ha heredado cualquier superproducción que quiera “llegar al gran público”).
- Al espectador le importa un carajo la coherencia científica o el culebrón familiar (¿alguien se acordaba ya del niño muerto? ¡Pero si no recuerdo ni el episodio que vi anoche de la cuarta temporada de esa serie que dicen que es tan buena!). Si pagas por ver una película que lleva Godzilla en el título, se presupone la suspensión de toda incredulidad. Hay que dejarse ir, como sólo los japoneses saben hacerlo; un despiporre que solía incluir planos de niños encantados con la crueldad del revienta-rascacielos, militares con estrés postraumático mezclado con síndrome de Estocolmo y retransmisión en directo de los duelos entre monstruos, que aseguraban siempre una buena audiencia —claro antecedente de los reality—.
- Oye, es muy respetable gastarse casi 200 millones de dólares en una nadería como esta. Pero de verdad… ¡no hace falta! El aficionado busca cutrez sin mesura, vuelta a las soluciones animatrónicas o, por qué no, a las peleas de bar de tipos disfrazados zapateando encima de maquetas inverosímiles. El encanto estaba en lo artesanal, en el desenfado, casi en la poca vergüenza que nos hace quedar hipnotizados ante escenas que invitan claramente a la carcajada. Basta con darse un paseo por YouTube y ver los encantadores duelos que se marcan los fans del kaiju, haciendo realidad encuentros entre bichos de diferentes compañías. ¿Quién ganaría a quién?
Algo tan infantil como eso. Algo tan sano como una aventura que no huela a producto seriado.