Los Happy Endings de Quentin Tarantino
Un estreno de Tarantino siempre es sensación. por ello, desde Miradas de Cine, celebraremos Erase una vez en Hollywood la publicación sucesiva de textos sobre Quentin Tarantino, genio y figura, de varios de nuestros colaboradores y por supuesto un comentario sobre la película.
Desde sus inicios, Quentin Tarantino ha identificado su filmografía mediante una serie de signos autorales, con los desmesurados tiroteos, la elongación de las secuencias y los monólogos camuflados como diálogos como los más destacados. Sin embargo, hay otro punto en el que Tarantino se esfuerza por dejar marca. En buena parte de sus películas (Pulp Fiction, los dos volúmenes de Kill Bill, Malditos bastardos, Los odiosos ocho y Érase una vez en Hollywood), al espectacular clímax final le sigue un segundo clímax, más breve, pero de mayor relevancia argumental que permite cerrar la trama y aliviar al espectador. Da pie ello a una estructura de intensidad descendente que, tras unas secuencias impactantes, permiten al espectador recobrar el aliento y valorar, en este “segundo acto final” todo el impacto de lo mostrado.
En Pulp Fiction Tarantino podría haber tomado otras dos opciones narrativas. Una, cerrar la película con el episodio denominado El reloj dorado. De este modo, tendríamos cerradas las historias de Vincent Vega y Butch, dejando sólo algo abierta la referente a Jules Winfield. También, para cerrar ésta, podría haber incluido el último tramo de modo cronológico. Sin embargo, Tarantino, después de obsequiarnos con unas secuencias tensas y violentas que nos llevan del apartamento de Butch a los sórdidos sótanos de L.A., recupera el incidente de Marvin y la supuesta revelación divina para llevarnos al primer escenario de la película, apartado durante un par de horas. Así, Quentin nos pasea arriba y abajo en la intensidad de las historias para cerrar la película con tensión, interés renovado hacia Jules y evitando caer en el final sangriento que se podría esperar.
No se trata sin embargo de un hecho puntual, sino que el autor de Reservoir Dogs recurre a esta estrategia de montaje y resolución en diversas ocasiones a lo largo de su carrera.
Modulando el ritmo
La película va, más o menos, flashback arriba, flashback abajo, así. La protagonista se enfrenta a una antigua compañera en un combate con golpes y porrazos, muebles rotos, disparos y acuchillamientos. Sigue un primer flashback que depara más acción violenta. Más adelante habrá un segundo enfrentamiento entre la heroína y un escuadrón de asesinos que culmina, tras una masacre, en un sucinto showdown. Dejando atrás un literal baño de sangre con numerosos desmembramientos, el clímax aparece tranquilamente tenso. Los movimientos de lucha samurái, pese al objetivo mortal, son curiosamente relajados tras el previo frenesí. Pasada una media parte, el director arranca la segunda mitad con (otro más) flashback que incluye otra salvaje matanza, asesinatos a quemarropa incluidos. De nuevo, a continuación, se suaviza el ritmo antes de pasar a otra secuencia de lucha cuerpo a cuerpo que incluye una enucleación de ojo y la completa destrucción de una vivienda móvil. Al final, tras más de tres horas de metraje llegamos al punto culminante. La heroína se enfrenta al super malvado que la traicionó, que le robó la hija y que, una y otra vez, ha hecho todo lo posible por acabar con ella. Dejamos atrás unos 200 minutos de (mucha) sangre, sudor y lágrimas y esperamos un combate apocalíptico. Sin embargo, el director nos sorprende y resuelve el enfrentamiento sin que los contendientes se levanten prácticamente de sus asientos. La chica vence al malhechor y la tensión se desvanece en un peculiar happy ending.
Hablamos, evidentemente de Kill Bill, de sus dos volúmenes, y de la peculiar estrategia de Quentin Tarantino para desarrollar sus historias. Una estrategia en la que se complace desarrollando, alimentando, la tensión hasta un estallido brutal de violencia. Sin embargo, a diferencia de otros autores, él desarrolla la trama mucho más allá del clímax para culminar el argumento en otra secuencia, un segundo clímax de menor intensidad, pero de mayor relevancia para la resolución argumental. No es ajeno a esta construcción una edición que utiliza los flashbacks como equilibradores de intensidad, evitando que dos escenas tengan el mismo nivel (sea elevado o bajo) e incluso buscando cierto descenso de la violencia visual a lo largo del metraje. Kill Bill Vol. 1 es un buen ejemplo de ello puesto que arranca la película a un tercio o mitad de la trama total, no sólo para aumentar el interés del espectador (que más allá de la secuencia, busca motivos de las imágenes que contempla) sino para permitir esta gradación. Si seguimos (a grandes líneas) las secuencias, se evoluciona del enfrentamiento entre la Novia y Vernita Green, continuamos en flashback con las secuencias en el hospital (que combinan estatismo y violencia), encademos con un segundo flashback con la historia de O-Ren Ishi y al encuentro con Hattori Hanzo, para, finalmente, alcanzar la batalla más sangrienta. Habrá que continuar, no obstante, para ver el enfrentamiento definitivo de este volumen, tan intenso como el anterior, pero mucho más conciso, y llegar a un cliffhanger que justifica la división de la película en dos “volúmenes”. El volumen 2, a su vez, continua la misma estrategia. La película arranca en esta ocasión con el flashback de la matanza de El Paso, a la que se refirieran en diversas ocasiones los personajes en la trama anterior (y de la que otro flashback permitió ver las consecuencias). Una escena de extrema violencia y sadismo que eleva el listón al máximo. El volumen 2 desciende en tensión en las conversaciones entre Elle Driver y Bill, entre Budd y Bill, y entre Budd y la Novia. Tras un interludio bajo tierra de extrema tensión, de nuevo limitada en el espacio como lo fuera en la secuencia del hospital en el volumen 1, Tarantino eleva el nivel de violencia en otra lucha cuerpo a cuerpo, a partir de la cual las imágenes se deslizan fluidamente hacia el enfrentamiento que da nombre a la película y al que antes nos referimos.
Versionando la historia
Cierto es que esta cadencia no es tan evidente en todas las obras de Tarantino. Pero si que son contantes los finales con un clímax extremadamente violento y un segundo clímax en el que, sin ceder en intensidad, la espectacularidad se constriñe.
En el caso de Malditos bastardos (2009) esto es muy evidente. A lo largo de más de dos horas, Tarantino presenta tres hilos de venganza sangrienta que (¡cómo no!), van a converger… en una sala de cine. En primer lugar, el grupo guerrillero del título, liderado por Aldo Raine, azote de nazis, que busca matar lo más cruelmente posible al mayor número posible. Por otro, la judía Shosanna, único superviviente de una familia asesinada por el coronel Hans Landa, al que pretende asesinar. Finalmente, el propio Landa, el archimalvado por excelencia de la filmografía de Tarantino, que, desde hace años, sigue rastro de unos y otra. Todos ellos convergirán felizmente (para el autor y para el espectador) en un cine dónde una catártica venganza permitirá acabar con el grueso del Estado Mayor nazi, con el propio Hitler a la cabeza.
En Death Proof (2007) Tarantino conseguía que las heroínas, acechadas y asaltadas por un especialista de cine, encontrarán una líder que fuera la horma de su zapato y le dieran caza en una persecución que emulaba las carreras del cine de los 70 hasta machacarle, primero con su propio vehículo, y luego en una paliza cuerpo a cuerpo. El cine (el vehículo de efectos especiales) era la herramienta del crimen para el psicópata, pero al final resultaba ser la herramienta de salvación y venganza del grupo de mujeres. En Malditos bastardos sube la apuesta. Si era improbable que las jóvenes se salvasen del ataque de Stuntman Mike, es prácticamente imposible que los bastardos puedan llevar a cabo su plan, especialmente tras haber caído parte del grupo en un tiroteo. Pero Tarantino recurre al cine, a su iconografía, a sus imágenes y a su ardiente material para encerrar a Hitler y compañía en una trampa mortal de la que no podrán escapar. Fuego, bombas y balas revisitan la historia con la enloquecida voz de Shosanna maldiciendo a los asesinos mientras los criminales mueren frente a imágenes de dolor y muerte. Imágenes que les acusan y matan. Moving images. Hitler no se suicidó en el búnker berlinés, sino que lo mató el Cine (en mayúsculas) en París.
Aun así, tras tan espectacular clímax (a nivel estético y ético), Tarantino se reserva su segundo clímax de cierre. Landa es un criminal demasiado atractivo para dejarlo perecer en las llamas junto a los demás y el guion le reserva una salida negociada, permitiendo la fuga de Raine y Donnowitz a la par que él se asegura un futuro próspero en los Estados Unidos. Tarantino remata una historia llena de violencia con una coda de máximo cinismo que nos recuerda las bases del mundo en el que vivimos y que, a cambio, nos consuela con una pequeña crueldad final con el escalpamiento de Landa.
Ocho bastardos más
Y finalmente, comentar el cierre de Los odiosos ocho (The Hateful Eight,2015), el Tarantino más esforzadamente claustrofóbico. El encierro de un cazarrecompensas (Kurt Russell, el psicópata de Death Proof) y su prisionera (Jennifer Jason Leigh) con un peculiar grupo (Samuel L. Jackson, Walton Goggins, Tim Roth, Michael Madsen, Damien Bichir, Bruce Dern) en una cabaña aislada por la nieve es la mejor situación para un Tarantino interesado en alargar al máximo la tensión mediante la dilatación del tiempo. Dividida en dos mitades, remata la primera con un asesinato, para desentrañar el misterio y resolver la trama con una suerte de Cluedo sangriento.
Sin embargo, descubierta la trama, y tras un último tiroteo que salpica la sala de sesos y menudillos, Tarantino añade un epílogo a la matanza. Los “héroes”, acribillados, contemplan a su prisionera a quien ninguna bala ha alcanzado y valoran, calmadamente, opciones. Y, una vez resuelto el destino de la bruja, medio desangrados, ambos permanecerán inmóviles, en una charla inverosímil, en otro singular final. Un final totalmente tarantiniano, un final feliz a su estilo, que satisface nuestros instintos más bajos, pero que tiene antecedentes en filmografías más clásicas, de El jardín del diablo (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954) a Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, Sam Peckinpah, 1962) o La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982). Y es que, más allá de Leone, los finales de Tarantino son felices hijos de muchos padres.