Crónicas de la locura
Una tierra fértil para el fantástico es, sin duda alguna, la locura. Los trastornos de salud mental, las percepciones desaforadas o la enajenación pasajera son caldo de cultivo para todo tipo de obras.
En algunas ocasiones, el director se sitúa en una equidistancia entre el drama y la comedia, un equilibrio muy difícil de mantener. Es el caso, por ejemplo, de Dogs Don’t Wear Pants (Jukka-Pekka Valkeapää, 2019), obra que se inicia con unas sobrias secuencias dramáticas, sugestivas de un hecho traumático anterior que pervive en los sueños del protagonista y que le llevan a experimentar el sexo como algo doloroso. La trama nos arrastra de modo tan convincente como curioso a una sesión de sadomasoquismo dónde el protagonista descubrirá una pasión, pero, a partir de ahí, la dirección pierde el tono y deriva la trama a una evolución del personaje hacia el masoquismo más arbitraria que súbita, a la par que la tragedia deviene comedia ligera y, finalmente, farsa. Pasamos de un estado depresivo a una suerte de manía, presentando la tendencia sadomasoquista del personaje no como una opción sexual sino como una extravagancia. Estamos, por supuesto, en el ámbito de la narrativa finlandesa y, en ocasiones, cuesta seguir su sentido del humor. Pero a pesar del trabajo de ambientación de la sala sado-maso y de la fotografía nocturna, los bruscos giros de guion desequilibran una película que, inesperadamente, se alzó con el premio de la sección Noves Visions.
Equilibrio que si mantienen con acierto otras dos obras de cariz más íntimo; Patrick (Tim Mielants, 2019) y After Midnight (Jeremy Gardner, 2019). No es ajeno a ello, sin duda, el respeto con que los respectivos protagonistas son tratados por los directores. En el caso de Patrick tenemos a un niño grande, introvertido, con ciertos toques patológicos obsesivos, un hombre de (casi) cuarenta años que vive con sus padres en un camping nudista. Patrick es amable, servicial (hasta el punto de ser objeto de deseo para una de las residentes más maduras) pero marca distancias con el desnudo completo con una sempiterna camisa, abierta tras un gran abdomen. A diario se recluye en su taller dónde disfruta creando muebles. Será la muerte de su padre la que desencadenará una serie de acontecimientos legales, aunque su mayor obsesión será recuperar el martillo desaparecido de su taller. Trastornado por este hecho, aparentemente nimio en el contexto, el director recoge su desesperada búsqueda del martillo mientras a su alrededor se mueven diversos personajes por intereses económicos. El mérito de Mielants es mostrar a Patrick como un personaje al límite, alguien con suficiente autonomía y sensibilidad para desarrollar una vida propia, pero quien, simultáneamente, está tan desconectado de su entorno como para no apercibirse del riesgo que corre o la extrañeza que genera en los demás. A la vez, la puesta en escena se mantiene lo suficientemente distante, sin dejar de respetar al personaje, como para desarrollar una mirada irónica sobre su situación. El dramatismo de la lucha en la roulotte que acaba con la caída del habitáculo o de la innecesaria confesión a la policía están contemplados con cierta burla, pero sin menospreciar al personaje. Es el cariño de un autor por su obra que la sitúa en un deseable y difícil equilibrio.
De Jeremy Gardner vimos hace unos festivales The Battery (2012), una interesante buddy movie sobre dos colegas que vagabundeaban por el campo, hablando de sus cosas, del sexo y de la vida… matando zombis a golpes de bate. After Midnight es otra obra de apariencia intrascendente, de paso moroso, aderezada con tragos de bourbon y ambientada en los campos del sur. El protagonista, Hank, vive en un caserón, rodeado de cañas semejantes a las de In the Tall Grass, y desde hace unas semanas pasa los días lamentando la desaparición de su pareja y las noches enfrentándose, portón cerrado de por medio, con un ser monstruoso que lo embiste persistentemente. Gardner desarrolla la cinta con mucha calma, tomando el pulso a un hombre que no ha madurado suficiente y no es capaz de entender por qué le puede haber dejado su novia, mientras mata el tiempo hablando de caza y bebiendo demasiado. Tal vez el monstruo que cada noche asalta su casa no sea real, sino que está perdiendo la cabeza… Así, tras un metraje que quizás necesitaría más desarrollo argumental, cuándo tenemos la sospecha de que está alucinando, Hank no sólo deberá enfrentarse a la bestia invisible sino a las respuestas francas de una amante desilusionada. Un giro de último minuto le permitirá recuperarse ante sí mismo y ante sus amigos en uno de los más sorprendentes finales de este festival (con el permiso, por supuesto, de It Comes, de la que ya hablaremos). En definitiva, una pequeña obra indie, tan resultona como simpática.
Particles (Blaise Harrison, 2019), por su parte, refleja la soterrada y progresiva alteración de un adolescente en sus años de instituto, lejos del hogar familiar, enfrentado a las primeras experiencias con las drogas, con el sexo y con, tal vez, el primer amor. Un estilo de película aún más íntimo que After Midnight y un personaje, P.A., protagonista más introvertido que Hank. La sugerente dirección nos lleva del instituto al CERN dónde se nos cuenta la búsqueda del origen del big bang y de las partículas infinitesimales para, a continuación, dejar flotando en el aire una sensación incómoda de irrealidad. Si todo, incluso nosotros mismos, está formado por tales partículas; si estas partículas tienen autonomía… ¿qué autonomía tenemos nosotros? ¿qué grado de libertad? ¿es real el mundo en el que vivimos?… P.A., en crisis adolescente, se hace todas estas preguntas en silencio, contemplando con distancia y extrañeza a sus compañeros en clase, a la chica que le gusta y a las juergas que unos y otros disfrutan. Blaise Harrison desarrolla una puesta en escena parsimoniosa, puntuada por una excelente banda sonora plagada de sonidos extraños y a menudo sumida en la oscuridad. Es una suerte de inacción equivalente a la del protagonista, que se agita en determinados momentos: un choque con un jabalí, una fiesta con drogas, la excursión en la que desaparece su amigo íntimo… Harrison capta la angustia vital de los adolescentes, encarnadas en la mirada alienada de P.A. y la traduce en la extrañeza que, insólitamente, desencadenan los paisajes más cotidianos. Si el final de la película de Gardner se alzaba con un clímax, Harrison, en la cotidianeidad, desvanece, suavemente, a sus protagonistas ante nuestros ojos.
Valkeapää, Mielants, Gardner y Harrison nos mostraron, pues, situaciones de desequilibrio dentro de lo cotidiano. Un hombre maduro marcado por la tragedia a la que busca salida por vía sexual, unos jóvenes en estado obsesivo, melancólico o depresivo… Ventajas de viajar en tren (Aritz Moreno, 2019) se zambulle directamente en la locura de psicóticos. Basada en el libro del mismo título de Antonio Orejudo, se estructura como algunas obras clásicas en las que el relato de un personaje daba pie a otro relato de sus oyentes que encadenaba con la respuesta y el relato de otro y así sucesivamente. Una mujer, que acaba de ingresar en una clínica psiquiátrica a su esposo, coincide en un tren con un psiquiatra del centro quien le cuenta una historia de locura que da pie, como muñecas rusas, a otra y otra. Más adelante será la mujer quién cuente su historia y la acabe encadenando con un tercer bloque que recupera, reinterpreta y completa la primera historia. Aritz Moreno (con la colaboración impecable del cuadro actoral) desarrolla con gran habilidad la narración y el engarce entre las historias, manteniendo (como hacía Mielants con Patrick) un gran respeto por los personajes, a la par que desarrolla la trama en hilarante tono de comedia. Inesperadamente, sin embargo, tanto en el primer como en el segundo bloque narrativo, se introducen dos historias más próximas al terror, a tragedias cotidianas, que violentan la narración. A Moreno le cuesta asimilar humor y drama y la obra se resiente de ello. Aun así, Moreno sabe poner en imágenes la locura que habita la mente de los personajes. Si todos ellos, como Juha o Patrick, como Hank o P.A. en sus momentos más bajos, se sienten despojos sociales, restos de serie, Moreno les relaciona directamente con la basura. Las imágenes de Tosar en el camión de basura, los acúmulos infinitos de bolsas en los domicilios de Alterio, la mierda y la peste que aparecen repetidamente son el símbolo inequívoco de un “ello” que subyace bajo “superegos” patológicamente desaforados. En este contexto de psicosis esquizofrénica, Moreno sabe desarrollar la comedia, tanto mediante el trabajo de Alterio y Tosar, como por las extravagancias que uno y otro cuentan e intercambian. Hay que reconocer que, si bien la introducción de dramas humanitarios o violencia de género borran demasiado bruscamente la sonrisa del espectador, Ventajas de viajar en tren resulta una propuesta muy estimulante y tanto o más arriesgada que El hoyo.
Más allá de la insuficiencia y autoplagio que Brad Anderson desarrolla en Fractured (2018), una película cuyo protagonista se desencadena a partir de un shock traumático (algo que contara de modo mucho más atractivo en El maquinista, 2004), hay cuatro obras que contemplan, cara a cara, la locura.
Quentin Dupieux, otro habitual del Festival, repite un cuadro del absurdo en Le daim (2019) dónde el personaje principal enloquece por una chaqueta de piel de ciervo y decide evitar que nadie más vista abrigo o chaqueta. Como en Realité (2014) Dupieux utiliza una excusa metacinematográfica para que su protagonista trate de desarrollar su plan. Sin tener la menor idea de realización cinematográfica, George (que recibe una cámara de vídeo como obsequio de su compra, en una escena que ya es absurda en sí misma) se inventa una personalidad y convence a diversos personajes para que sigan su plan. Au poste! (2018), vista el año anterior en el festival, desarrollaba la trama, los diálogos y la puesta en escena de modo más elaborado. En esta ocasión, como había hecho en obras previas como Rubber (2010), Dupieux echa valor a una nimia anécdota, al igual que su protagonista, y consigue llevar adelante una película insólita y progresivamente enloquecida. Decíamos metacinematográfica, puesto que finalmente Georges podrá llevar hasta el límite y filmar su proyecto, un ideal que acabará siendo gore, y que simultáneamente Dupieux recoge en esta hilarante película.
El faro (The Lighthouse, Robert Eggers, 2019) era, junto a El hoyo, el hype del festival. Entradas buscadas y agotadas, no dejaba de sorprender que una cinta de un director aun novel fuera tan esperada. Ciertamente, Eggers nos sorprendió y entusiasmó en su debut cuando abrió Sitges en 2015 con La bruja. En aquel caso, la historia de terror ambientada en la Nueva Inglaterra de finales del siglo XVII, tenía suficiente atractivo visual y argumental para fascinarnos en su desarrollo y culminación. Sin duda por ello la esperábamos tanto los que disfrutamos aquella como quienes sabían de oídas de El faro. Sin duda por ello, Eggers incrementó su ego y elabora una obra tan perfecta visualmente como manierista e, incluso, ombliguista. Historia (limitada) de un enfrentamiento entre un farero veterano y su novato ayudante, sigue a ambos personajes en un islote rocoso, estéril e inhóspito, durante el periodo en que se encargan del mantenimiento de la torre. Pivotando sobre un espléndido Willem Defoe (desagradable hasta el tuétano, con sus pedos, sus ruidos, muecas e insultos) y un sufrido Robert Pattinson, El faro desgrana diversas propuestas argumentales a partir de posibles leyendas y maleficios, desde la aparición de sirenas y tritones, calamares gigantes o gaviotas malvadas. Cabe pensar los brotes de locura como síntomas de un malestar soterrado, surgiendo de lo más profundo y dominando la mente. Como las desbordantes olas, elevándose sobre la superficie del mar, invadiendo la isla, atemorizando y enervando a sus habitantes, despertando en ellos una agitación violenta. Lamentablemente no desarrolla ninguna de ellas. El faro triunfa en lo sugerente (un aspecto en el que Color Out of Space se queda a medio camino) pero fracasa en la resolución, quedándose estancada en una suerte de clímax continuo, con el último tercio embebido en una lucha continua, hosca, brutal, entre ambos personajes. Eggers se embelesa en la estética y deja que el impresionante blanco y negro casi expresionista ocupe el espacio que la narración debía haber mantenido. El resultado es una buena obra, llena de ruido y furia, pero cuya potencia parece ser finalmente arrastrada por las furiosas olas que barren, esplendorosamente, la pantalla.
Para varios de los personajes referidos, hay un incidente íntimo o aparentemente cotidiano, que les desequilibra: la pérdida (permanente u ocasional) de las parejas de Juha y Hank, la desaparición del martillo de Patrick, la chaqueta de piel de Georges o la visita de P.A. al acelerador de partículas. En otros casos el desencadenante es externo. Sería el caso de la furiosa tempestad que desencadena todos los diablos en el alma de los fareros. Pero sería también el caso de otros personajes, la familia rural de Color Out of Space (2019) poseída por un agente alienígena o la pintora yonqui de Bliss (2019), una de las obras más potentes del festival.
Es extremadamente difícil trasladar a pantalla el horror abstracto, bigger tan life, de Lovecraft. Pero parece que a Richard Stanley le va la marcha. Autor de un debut de culto, Hardware (1990), director que vio cercenada su segunda obra, El demonio del desierto (Dust Devil, 1992), no solo acumula proyectos no desarrollados, sino que sufrió en carne propia el intento (castrado) de llevar a la pantalla La isla del Dr. Moreau (1996), siendo expulsado del rodaje por el divino Brando y sustituido por un sufrido John Frankenheimer. Lanzarse pues a una adaptación del autor de Providence revela una notoria temeridad. Y, si decide otorgar su papel principal a un “personaje” como Nicholas Cage, resulta obvio su carácter suicida.
Color Out of Space es un relato de Lovecraft que cuenta el ataque alienígena sufrido por una familia habitante de una granja aislada. La transposición que Stanley efectúa muestra cómo, de manera progresiva, el cambio inducido por el invasor va afectando a los diversos miembros de la familia y al propio medio ambiente. Los trastornos sensoriales, la desorientación témporo-espacial, los brotes de agitación, violencia y, finalmente, locura puntúan el deterioro y la final destrucción del hogar y la vida familiar. Richard Stanley triunfa evitando subrayados y permite el desarrollo intermitente pero continuo de la expansión del color que representa la invasión alienígena, en el pelo, en las flores, en el mismo aire… Desafortunada, inevitablemente tal vez, va introduciendo también monstruosidades en los animales que acabarán alcanzando a los humanos. Mutaciones físicas que desplazan en pantalla el efecto que la locura ejercía sobre los protagonistas y sobre el propio espectador reduciendo el interés que, sin duda, tenía la obra hasta el momento, y permitiendo a Cage desarrollar su capacidad histérica (más que histriónica) al máximo. Sólo será, casi al final, cuando el alien trata de imponerse, cuando el director toma de nuevo el mando con una serie de secuencias lisérgicas, recuperando la esencia del relato original y la dignidad de la película.
Pero no hace falta buscar agentes extraterrestres para sumergir en la locura a los humanos. La agitación creativa (o, mejor dicho, el bloqueo creativo) desencadena un frenesí, un ansia, que necesita de estímulos para ser superada. Bliss (Joe Begos, 2019) es la historia de Dezzy, una afamada pintora de Los Angeles, cuya nueva obra se detiene por aparente falta de inspiración a pocos días de la inauguración dónde debe presentarse y la solución que encuentra a su problema. Castigada con pases en la sección Midnight X-treme, con menos opciones de ser contemplada, Bliss fue una de las obras más impactantes, más rabiosamente vivas de todo el festival. Tratando de recuperarse de su angustia, Dezzy se lanza a una serie de juergas nocturnas durante las cuales se le obsequia con una droga que desconoce. Más allá del potentísimo efecto sensorial que produce la droga, Dezzy recibe también efectos posteriormente. Por una parte, la progresión de la pintura. Por otra, una serie de blackouts de los que se recupera angustiosamente, contemplando con sorpresa cómo avanza su creación y con temor ante una confusa serie de episodios que oscilan entre el recuerdo y la alucinación. A poco que avanza la película, Joe Begos desarrolla la puesta en escena de tal manera que la locura se expande en todos los fotogramas. Dezzy se desliza a un frenesí entre orgiástico y criminal del que Begos nos permite ver escenas de terror que vemos sin saber si son reales o imaginadas. Como la vampírica cámara de Arrebato (Iván Zulueta, 1979), el cuadro va definiéndose, va creciendo en impacto visual, mientras su autora parece adquirir la misma naturaleza, atacando a conocidos y extraños, amantes y amigos, asesinándoles, bebiendo su sangre y despedazándoles. Bliss pone en imágenes el delirio creativo y el sacrificio requerido para conseguir una obra de arte de modo convincente, bañando el loft en el que habita la pintora con una sangre que se refleja, se integra y posee el magnífico cuadro producto de la locura.