El club

El club (The Men’s Club, Peter Medak, 1986)

Hablemos de esto

Leonard Michaels nació en Nueva York en 1933, el mismo año que Philip Roth. Escribió en vida un par de novelas, muchos relatos y algunos ensayos. Rodrigo Fresán lo definía como a writer’s writer, o sea, la clase de escritor que es más leído por sus compañeros que por el lector común. Aunque lo cierto es que su firma apareció en cabeceras como Playboy o The New Yorker, entre otras. Eso por no hablar de los premios y becas que recibió, apenas llegado a la treintena, para trabajar en su escritura. ¿Entonces? 

Rebobinemos hasta su segunda novela, Sylvia, en la que narra bajo una ligerísima capa de ficción la historia de amor abrasiva con Sylvia Bloch, su primera esposa, suicidada por sobredosis de pastillas a los 24 años. Allí Michaels nos sitúa en Nueva York, a comienzos de los 60. En una ciudad en la que uno puede escuchar a Miles Davis y Charles Mingus, asistir a un monólogo de Lenny Bruce o encontrarse con Jack Kerouac. Michaels es judío y en su obra sobrevuela ese sentimiento trágico, de victimización heredada, que inyecta en sus decisiones esa sensación de mala moral; es decir, no puede dejar de hacer las cosas de esa manera, pero tampoco puede dejar de compadecerse y despreciarse por hacerlas así. 

Sylvia es novela, aunque Michaels injerta en sus páginas entradas del diario personal que escribió durante su matrimonio. El tema es delicado: prácticamente desde el principio, la relación entre sus dos protagonistas se vive de la manera más extrema. Insultos, vejaciones, amor y necesidad. Así una y otra vez. Y Michaels la explica como quien es testigo de un tren de mercancías a punto de descarrilar. En esa forma tan descarnada, sin embargo, hay también un aire de misoginia que, si acaso, enrarece un poco más el ambiente. Tal y como sucede en muchas novelas de Philip Roth. Aunque Michaels ni pasa por encima ni tiene intención alguna de evitarlo, sino que conscientemente nos invita a discutirlo, a posicionarnos. 

Lo cierto es que esta novela trata, en muchos aspectos, de un mundo que ya no existe. Y probablemente el dolor de su autor proviene, principalmente, de esa constatación. Y de la dificultad de ponerlo en palabras, porque supone revivir fantasmas, lugares, momentos y ese rostro femenino que, casi desde el principio, ejerce una extraña fascinación. No hay una manera bonita de describirlo, aunque en muchos pasajes abunde la ternura, pero incluso en esa violencia con la que Michaels expresa los hechos hay un raro ejercicio de conmiseración. Un adulto que trata de escudriñar su rincón más oscuro, quizá no para arrojar un poco de luz, para entender —porque no hay mucho más que entender después de la muerte—, pero sí para explicar que en aquel amor había un sentimiento desbordante de humanidad, para bien y para mal. Y eso, creo, está presente también en cualquiera de sus relatos. 

Una década antes de poner sus memorias al servicio de la ficción, Leonard Michaels había publicado su primera novela: El club. La historia es sencilla: un grupo de hombres se reúne en una casa en Berkeley para compartir sus historias de mujeres, que van desde lo absurdo a lo grotesco, según el caso. En un mundo en el que existen personajes como Alex Portnoy, Nathan Zuckerman o David Kepesh —todos ellos, protagonistas de la obra de Philip Roth—, a nadie debería escandalizar ese ejercicio de misoginia a cara descubierta. Más aún, si tenemos en cuenta que la novela surgió en una época especialmente recordada por la estética de lo macho. La cosa es que a Michaels, probablemente, no le interesaba ni escribir un relato misógino ni tampoco de un feminismo inesperado; más bien prefería situarse en esa incómoda zona gris en la que explorar de forma divertida la antigua masculinidad. A un puñado de hombres heridos, tóxicos y brutales, exhibiendo con total naturalidad y tolerancia su rostro más abyecto. 

«Cada vez que escribo algo, mi presencia y mi ausencia en el texto están siempre en constante tensión: en especial, cuando escribo acerca de mí. Y el modo en que escribo sobre esto, me temo, es personal o no es nada». Esta declaración de Michaels podría dar buena cuenta de esa mezcla que abunda en sus historias: culpabilidad y deseo. En unos Estados Unidos en los que el capital avanza como una apisonadora, colonizando hasta el último recodo de la vida privada de la nación, parece absolutamente lógico ver cómo detrás de ese movimiento de libertad a toda costa brota, asimismo, un espíritu de autorepresión, de culpa moral y victimización. Te voy a contar un secreto, espero que me odies cuando termine mi relato. Ese podría ser el mantra de los protagonistas de El club. A saber: hombres-niño que se enfadan hasta emprenderla a puntapiés con su pareja por haberse comido el trozo de tarta que les pertenecía; sátiros incapaces de masturbarse que sustituyen su erección por un puñetazo en los morros; manipuladores con un discurso seductor en el que hasta la mayor aberración se encuentra justificada. Hombres comunes, en definitiva. 

A Michaels le tentó escribir el guion de la adaptación cinematográfica de El club, quizá como una forma de preservar un punto de vista del que más tarde se arrepintió. Hollywood puso la película en las manos de Peter Medak, cineasta versátil capaz de rodar La clase dirigente (The Ruling Class, 1972) y, años después, la secuela de Species (1998). El club fue un fracaso, a pesar de un reparto que incluía a actores como Roy Scheider, Harvey Keitel o Frank Langella. Sin embargo, casi cuarenta años después, hay algo extrañamente fascinante en ella. 

La película arranca con un largo monólogo de Cavanaugh (Scheider), antiguo deportista de élite reciclado en profesor universitario. En él, se explica una anécdota alrededor de una cita con una mujer, la relación sexual fugaz que mantienen y su posterior olvido. Nada especialmente significativo. Lo interesante, sin embargo, es la manera en la que Scheider capta cada matiz de Michaels: ese tono de fábula, la voz impostada, una masculinidad que no necesita de disfraz para campar a sus anchas y el regusto amargo con el que el personaje deja caer lo obvio, que no se volverán a ver nunca más. Es otro de tantos fantasmas de su vida sexual. 

Por mucho que El club sea una novela, se podría leer casi como una colección de relatos cada vez que sus personajes cuentan sus experiencias. Y en su arranque la película captura esa sensación de confesión, relato o aparte teatral —probablemente habría sido un proyecto mucho más potente adaptado a la escena—. Ese tono íntimo y a la vez público, violento pero también vulnerable, desagradable por lo abiertamente humano. De masculinidad en proceso de demolición, coleando en la pantalla antes de languidecer definitivamente. 

La acción, efectivamente, tiene lugar en una casa en Berkeley. Los hombres se reúnen para pisotear todo atisbo de dignidad. Pero qué fascinante es todo eso, por poca que sea la gracia con la que lo filma Medak —a menudo, cámara al hombro o en forma de talking heads que pasan de un monólogo a otro—. Y hasta ahí la cosa termina como en la novela, con el lanzamiento de cuchillos y un cacerolazo en la cabeza de Berliner (Richard Jordan) que demuestra hasta qué punto el terapeuta del grupo disfruta de la relación con su mujer solo cuando se ponen a tono a golpes. A partir de ahí comienza otra película, el guion de Michaels imagina una última escena que no existía en la novela. 

En El club pocas cosas quedan a la imaginación, esa es la divisa literaria de su autor. Hasta Canterbury (Frank Langella), el personaje con más reparos morales, enseña la patita. Aquí la escena nos traslada hasta un burdel de San Francisco, la estrafalaria mansión regentada por una madame acompañada por su muñeca de ventrílocua. Este último dato podría suscitar una sensación de que la película ya ha caído del lado de la parodia. Bien sea por su misoginia, por su alegoría de una masculinidad herida o por sus ganas de tocar las narices, el tren hace tiempo que ha descarrilado. Hablamos de una época en la que lo macho colonizaba el cine de acción estadounidense como símbolo de virilidad nacional; pectorales inflamados, brazos venosos tensados al límite de los grupos musculares; físicos alegremente transformados por esa combinación de gimnasio y esteroides que, sin embargo, capitaneaban la respuesta visual de América a sus múltiples fantasmas nacionales y extranjeros. 

Aquella masculinidad, sin embargo, no es la que observamos en El club. Aquí procede hablar de misoginia en los mismos términos de autores como Neil LaBute o David Mamet. A cara descubierta. Tan frontal que inspira cierto patetismo. Alguien definió el último tercio de la película como un cruce imposible entre David Lynch y Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999), en tanto que la tensión en el burdel es cualquier cosa menos erótica. Resulta difícil explicar cómo los personajes penetran en una fantasía más bien burlona en la que lo perturbador es más ese placer grupal que sienten al compartir esa experiencia que la experiencia en sí. Se podría decir que Michaels y Medak exploran en qué consiste el deseo masculino y nos explican que, más allá de los cuerpos, las miradas y el misterio de las prostitutas, lo que de verdad les pone es compartir esa fantasía común. Sentirse, de alguna manera, reconocidos y validados. 

Que Canterbury acabe disfrazado como una criatura a medio camino entre un payaso y un sátiro debería servir de advertencia para dejar a un lado cualquier prejuicio moral. Los chicos han venido a divertirse, aunque sea de una forma estrafalaria. Esa sensación de libertad, explotada hasta sus últimas consecuencias, es tal vez la definición perfecta de lo que la película ha dibujado una y otra vez para dar cuenta de la masculinidad. La gratuidad, casi ofensiva, con la que sus personajes juegan con las emociones, el decoro, la moralidad, el deseo o las buenas maneras. Cómo vomitan encima de todo ello sin, por otro lado, dejar de reclamar su lugar en una sociedad de la que no pretenden automarginarse. Al fin y al cabo, todos ellos representan algunos de los roles más importantes dentro de la cadena trófica estadounidense. Y así es como debe seguir todo. 

Lo interesante de El club es que no sabe ni ser una sátira ni una comedia ni un estudio psicológico del hombre de los 80. Lo intenta, de muchas formas, pero nunca da en el blanco. Y eso, que podría entenderse como un error fatal, le aporta una pátina fascinante a la película. Consigue franquear el asco que despiertan sus protagonistas por una mezcla de melancolía y desesperación. A menudo, nos hace pensar que esos hombres comparten algo más que su soledad y su autodesprecio, una especie de condena invisible para quien cree que se trata de ciudadanos modelo. Pero una condena, al fin y al cabo, que los convierte en unos imbéciles funcionales en busca de otra clase de amor: ese consuelo que te proporciona saber que hay otro con quien compartir tu fantasía más desviada. Hablemos de esto.