Polaco, pero poco
La condición trashumante (por decisión personal en ocasiones, otras obligado por las circunstancias) del propio Roman Polanski ha repercutido inevitablemente en el carácter marcadamente cosmopolita (y, por ello, necesariamente errático) que caracteriza su irregular pero apasionante filmografía. Este pequeño-gran director de padres polacos, aunque parisino de nacimiento y ciudadano del mundo por elección, ha rodado sus películas en Inglaterra, Francia, España, EEUU, Chile, Italia y Polonia, entre otros países. Además, ha adaptado, con mejor o peor fortuna, textos de autores de las más diversas nacionalidades y estilos. De esta manera, ha convertido en imágenes obras literarias de clásicos indiscutibles de la literatura británica (Charles Dickens, Thomas Hardy y William Shakespeare), best-sellers manufacturados por jornaleros de la palabra (el españolísimo Arturo Pérez-Reverte y el yanqui Ira Levin), novelas vanguardistas creadas por enloquecidos gabachos (Roland Topor), obras teatrales ultracríticas con las consecuencias de la dictadura chilena (Ariel Dorfman) o autobiografías escritas para superar los traumas del holocausto (lWładysław Szpilman). Asimismo, esta personalidad nómada ha impuesto un sempiterno punto de vista foráneo que establece una distancia casi entomológica con los complejos personajes retratados en sus filmes. En este sentido, su obsesión por los espacios cerrados y los ambientes malsanos no resulta baladí, puesto que le ofrece una situación privilegiada para diseccionar con precisión científica la volubilidad del alma humana cuando se la lleva a situaciones extremas.
Por tanto, pese a que, cronológicamente, y aunque sea de puntillas, pueda colarse como miembro tardío (o más bien heredero contextual) de esa Segunda Generación del cine polaco (la de Munk, Kawalerowicz, Rybkowski, Passendorfer y Wajda) que a mediados de los 50 abrió el camino para la ulterior consolidación de los Nuevos Cinemas que proliferarían en la década de los 60, puede que estemos ante el menos polaco de cuantos cineastas componen este dossier de cine polaco, ya que la mayor parte de su andadura profesional se ha desarrollado en un exilio más o menos voluntario, el cual ha transferido a su cine una idiosincrasia transnacional que poco tiene que ver con el carácter ideológico propio de la mentada escuela polaca. De hecho, la relación de Polanski con la cinematografía de su país de origen se reduce a sus años de formación, abarcando únicamente los cortos que realizó durante su etapa de alumno aventajado en la prestigiosa Escuela de Cine de Lodz y, claro está, el largometraje que aquí nos ocupa (su opera prima y a la sazón un film muy poco representativo de ese realismo socialista que define al cine polaco de la época). Igualmente, el gusto de Polanski por los más diversos géneros cinematográficos (con especial preferencia por el thriller psicológico, sin dejar de lado la comedia, el cinema noir de estética retro, el cine de piratas, el terror o la adaptación decimonónica de qualite) unido a su peculiar fascinación por el aislamiento del individuo y su irreprimible tendencia a deslizar conjeturas psicoanáliticas en sus muy perturbadoras historias le sitúan en las antípodas del cine político de tendencia nacionalista que practicaban los demás directores polacos del momento.
No es de extrañar que una película tan oscura y poco condescendiente como El cuchillo en el agua pusiera a su joven director en el punto de mira de las autoridades de la, por aquel entonces, República Popular de Polonia. Sin embargo, la buena labor tras la cámara del debutante le brindó una nominación al Óscar a la Mejor Película Extranjera y le permitió iniciar una carrera meteórica en Europa. La temprana autoconsciencia de la potente personalidad de Polanski como autor es manifiesta en este film, el cual, aun siendo una obra primeriza (y por tanto bastante imperfecta, principalmente por ser excesivamente manierista en su forma y por no llegar a las cotas de tensión que promete su excelente argumento), resulta un auténtico compendio de las constantes que Polanski desplegará de manera obsesiva a lo largo de sus títulos posteriores. Encontramos ya aquí, esbozados, elementos tan recurrentes en la filmografía polanskiana como la claustrofilia, el proceso de descomposición del matrimonio, la tensión sexual, el voyeurismo, el gusto por la humillación ajena, el conflicto triangular (en el que invariablemente se encuentran implicados dos hombres y una mujer), la infidelidad, y, cómo no, el enrarecimiento progresivo del ambiente, que culminará con el estallido de toda la violencia contenida hasta ese momento.
Si bien está lejos de los logros alcanzados por el autor en años venideros, El cuchillo en el agua se nos revela como una interesantísima opera prima en la que se atisba la habilidad latente de su director para transmitir inquietud y desazón en el espectador mediante el lenguaje cinematográfico. La apabullante mise en scène muestra un inteligente (y nada arbitrario) uso de los planos cortos y de la profundidad de campo que incide en la tensa relación que se establece entre los tres únicos personajes que habitan el film. Así pues, Polanski confirma su talento innato como cineasta, traducido aquí en su destreza para utilizar un buen número de llamativas angulaciones de cámara (en este sentido recuerda al Orson Welles más barroco) en un espacio reducidísimo con el fin de potenciar la tensión psicológica del relato y no por mero lucimiento estético (no en vano, Polanski se ha convertido con el tiempo en uno de los más capacitados creadores de suspense que ha dado la gran pantalla, siempre después de Hitchcock).