La noche del mundo, de Fernando Ávila, Nacho Sacaluga y Carolina Meloni

Escrituras de la tierra

“…artistas que eligen no trabajar sobre las imágenes de la guerra, de la opresión, sino concentrarse esencialmente sobre dos cosas: la cuestión del territorio, sobre todo las marcas de la guerra sobre el territorio o cómo un territorio lleva literalmente inscrita la política sobre su superficie; y, en segundo lugar, la cuestión de la desaparición”
(Jacques Rancière, Las razones del desacuerdo)

1La teoría lleva años jugueteando, acariciando el problema de la falta de imágenes frente a la tragedia. Las cuatro imágenes de los Sonderkommando, las imágenes perdidas de Rithy Pahn, el duelo sumarísimo ante lo que se considera la falla fundacional, el error clave del cine. A esto, sin la menor piedad, se le deberían contraponer dos argumentos.
El primero es la existencia de imágenes en los sistemas totalitaristas modernos. Si quieren una prueba, no tienen más que bucear por el inmenso lodazal de los videos rodados por el Estado Islámico y podrán llevarse a casa todo el horror, llenarse las pupilas de pánico hasta reventar. Bien es cierto que no tienen cámaras de gas, pero porque lo suyo es un ejecutar como de zarzuela, ruedo y plaza pública, un gesto de Dios —alguien de ISIS se ha estudiado con calma a Foucault, no cabe la menor duda—, ejecutar con el gesto casi familiar, folklórico de la decapitación.

En segundo lugar, está el acontecimiento de la pequeña búsqueda. El trabajo paciente, casi de orfebrería, de aquellos que ponen la pasta, el tiempo y las energías para dar cuenta de esa misma ausencia de imágenes. De hecho, algunos llegan a las imágenes porque no tienen los cuerpos, y así, lo único que pueden rascar del vacío es siempre una otra cosa: un dibujo, una fotografía de un lugar, un gesto. Una película.

la noche del mundo

Fotografía de Fernando Ávila

2Hacer cine sobre la desaparición.

Los directores de La noche del mundo (Fernando Ávila, Nacho Sacaluga y Carolina Meloni, 2016) han estudiado con precisión el truco de magia del sistema totalitario. Ahora lo ven, ahora no lo ven. Donde antes había un hombre ahora queda un trozo de tierra, un paréntesis por el que fluye el viento durante décadas, ataques de angustia, antidepresivos, masticar el alambre de espino de las noches en vela y los hijos sin padre/madre que vele sus noches. También se ha discutido mucho sobre los genocidios del XX, sobre quién mató más y quién tiene que recibir más pasta, más subvenciones, más restitución, quién es más víctima y quién sale más guapo en la foto de Hollywood. En el fondo —y creo que algo de eso hay trazado en la película— todos los grandes genocidios del XX han sido una suerte de aprendizaje continuo, aprendizaje basado en problemas y en competencias asesinas, aprendizaje colaborativo entre verdugos. No está de más recordar que una cierta Argentina recibió con los brazos abiertos a los carniceros nazis que se dieron el piro durante el hundimiento con los bolsillos tintineantes de los dientes de oro y otros cuproníqueles judíos. Es lo que tienen los genocidios: que hermanan mucho a los pueblos.

De ahí que La noche del mundo hable de Argentina pero también esté hablando en paralelo de Chile, de Siria, de España, de Katyn, y del ruedo vergonzoso de tener un rostro clavado en la trastienda del alma, rostro desaparecido y pasado por la túrmix de la estúpida burocracia de los asesinos. El rostro de cada víctima impreso en los carteles que portan al cuello los descendientes de los desaparecidos es el rostro-losa, el rostro-Sísifo, el rostro que muestra la cara que no ha envejecido nunca, que no ha besado más, o quizá, que besa la tierra sin remover de la patria que le amaba tanto, patria amantísima que le torturó hasta arrancarle el ADN de los huesos.

La película comienza con un lento movimiento de cámara que se dirige hacia el interior del Pozo de Vargas, fosa común improvisada que sirve como punto ciego, agujero negro, punta del compás sobre el que gira la no-Historia. Sin embargo, no es un movimiento que se abisme hacia su fondo, sino antes bien, una suerte de caricia que contempla las paredes de piedra vieja, barro y sangre seca. La cámara no es la mirada de la víctima ni la recrea, sino más bien el movimiento de su cuerpo al caer, horizontalmente, caricia deshilvanada.

Los directores volverán varias veces a ese plano a lo largo del metraje. Es como si su movimiento no acabara nunca, como si una y otra vez el montaje se preguntara el por qué de esa historia/Historia, el por qué del cuerpo ausente. Cada vez que un cuerpo caía en el Pozo de Vargas, el ojo del ángel benjaminiano parpadeaba. La cámara, es sabido, no puede parpadear. Pero puede repetir una y otra vez, empecinadamente, su propio gesto.

3Hacer cine sobre la desaparición, esto es, hacer cine sobre la ausencia.

Los directores juegan a superponer los cuerpos sobre el fondo mediante una serie de fundidos que desvelan, que muestran. La aparición de un testigo, de un superviviente que habla, es casi como un chispazo visual. Traer aquí lo que no puede ser traído. De ahí que en algunos momentos el discurso quiera llegar a todas partes, mostrarlo todo: imágenes de archivo, declaraciones, paisajes, reconstrucciones, laboratorios, abogados, jueces, políticos. Y, sin embargo, es imposible no tener siempre la sensación de que no se contempla más que una pequeña porción, minúscula, de toda la dimensión de la tragedia. Hay una cierta virtud en La noche del mundo que pasa precisamente por esa especie de incompletud, de pequeñez, de humildad. Al prescindir de los grandes presupuestos y las espectaculares condiciones de producción de otras películas paralelas como The Last Days (James Moll, 1988), lo que queda sobre la superficie es el trazo del propio decir. El esfuerzo de ese decir.

la noche del mundo

Fotografía de Fernando Ávila

En varios momentos, por ejemplo, los autores re-construyen. Una llamada telefónica inicial en un apartamento en el centro de Madrid. La llegada de unos descendientes a un campo de tortura y detención. Se nota la ficcionalización, la reconstrucción, la manera en la que la puesta en escena sortea la lógica del documental para mirar de refilón a sus hermanos mayores. Se podría objetar el pecado de la espectacularización, y sin embargo, lo que queda es una suerte de ternura, de confianza ante la posibilidad misma de la representación. Esos cuerpos quieren hacer una película y prestan todo lo que tienen: su voz, su cuerpo, sus dudas, la manera en la que tiemblan, inexpertos, ante la cámara. Hay una realidad que muestra su huella y que cuartea directamente la posibilidad de encontrarse ante un discurso cerrado, acabado, pulido. Muy al contrario, aquí no se teme a la arista y al fragmento, no se teme a la vía muerta ni al traspiés, no se teme al posicionamiento ideológico ni se paga peaje alguno en la garita de la sacrosanta objetividad. Hay que decir, y para ello, se sale a la calle y dice. Si eso no es un cine político de altos vuelos, no sé qué podría serlo.

4Toda película tiene siempre un espectador que no podrá verla nunca y que dormita, al contrario, envuelto en el envés de cada fotograma. Siempre hay un fotograma-esquela que alguien escribe, un intento de domesticar la técnica cinematográfica para que pueda desprenderse de su aparataje tecnológico y se convierta en episteme. Se le pide mucho al cine, quizá más que a otras artes: se le pide toda la temporeidad, esto es, que pueda aguantar fijamente la mirada en aquellos desgarros históricos con la esperanza ciega de que algo quede sanado en el futuro. De ahí que siempre andemos a vueltas con una imagen-deuda, de la que La noche del mundo no evita ser parte, funcionando más bien a la contra como una imagen-homenaje. Su propuesta no termina en la simple radiografía del cadáver sino que termina apostando por una idea de comunidad, una idea global, inclusiva, sólida, incluso me atrevería a señalar que desesperada.

No se limita a levantar acta, a decir Esto ha sido. No es una crónica, sino una apuesta de futuro. Quiere salir del Pozo de Vargas para tomar las calles, para que se pueda bailar en los mausoleos, para celebrar la vida, la música, la luz, la emancipación. No es un ofertorio, ni tampoco una oración, ni muchísimo menos un lamento agónico. El movimiento inicial de la cámara que desciende queda escrito a la contra como ascensión, no mediante la manipulación del tiempo en el montaje, sino mediante la mostración de los que quedan, de los que recuerdan, de las marchas, las reuniones, las palabras, las acciones, los gestos que surgen contra el olvido. El cadáver emerge renacido en apuesta. La ausencia deviene otra cosa, y esa otra cosa —una canción o un nombre escrito— quizá no sea la solución pero, en cierto sentido, es suficiente.

Es suficiente el mecanismo de memoria cuando no dejamos que sea sinónimo de abuso, de nostalgia o de esclerosis. Memoria activa, memoria en movimiento hacia delante. Memoria-cine.