Un simple choque de platillos y…
Se abre el telón, y aparece una orquesta, una orquesta sinfónica cualquiera de una sala de conciertos cualquiera, con una música ceremoniosa y solemne, rica sin embargo en matices, que termina con el sonido de unos platillos manejados con ceremonia por uno de los miembros de esa orquesta, y sobreimpresionado en la pantalla leemos:
«Un simple choque de platillos, y como cambió la vida de una familia media americana». De una familia americana cualquiera, de una familia que podía ser la suya.
Así empieza uno de los largometrajes «made in Hollywood» menos afamados de Hitchcock (aunque para nada desconocido); con el viejo principio del maestro tantas y tantas veces repetido con acierto, de meter por identificación al espectador medio en una truculenta trama llena de emoción y suspense. Así comienza otra de esas películas comerciales, hechas para ganar dinero en la taquilla (pero con una, digamos… absoluta genialidad) de quien en su época fue tratado como Rey Midas menor (poco reconocido hasta que los chicos de la «nouvelle vague», le llamaron AUTOR con mayúsculas) a la manera de un Spielberg de hoy (salvando distancias, claro). Así empieza El hombre que sabía demasiado, una de mis películas favoritas de Hitchcock.
El hombre corriente sujeto a un mecanismo que le sobrepasa, envuelto por error o coincidencia divinas en una espiral en la que no tendría que estar. «Ya sé que estamos en el misterioso Marruecos, querida, pero no va a ocurrirnos nada» le dice James Stewart a Doris Day al comienzo de la cinta, de una manera falsamente profética. Las vacaciones de pesadilla, tema recurrente del misterio, el suspense y la agonía favorita de las clases medias en el cine, se ciernen sobre el hombre de a pie —es curioso que muchos años después Polanski recuperase este viejo esquema inicial hitchcockiano en Frenético (Frantic, 1988)—.
Pero El hombre que sabía demasiado ya existía, es más, ya era una película de Hitchcock. A principios de los 30, Hitch, que empezaba a ser uno de los más reputados cineastas ingleses, y su colaborador Charles Benett, habían esbozado un proyecto basado en un relato de un tal Bulldog Drummond, que incluía una de esas intrigas internacionales de espionaje tan del gusto del maestro, con un secuestro de niño incluido. El proyecto no se llevó a cabo, pero en 1934, las ideas sirvieron de base a un nuevo film, que tendría un gran éxito en el viejo y en el nuevo continente, que reafirmaría a Peter Lorre como actor más allá de M. El vampiro de Düsseldorf (M, 1933. Fritz Lang) (su amistad con Hitchcock le consiguió el papel de jefe de los espías malvados) y que además tomaría el título de unos relatos de G.K.Charleston, de los que Hitch había comprado los derechos: «The Man Who Knew Too Much«.
En la primera versión rodada en blanco y negro, ya había muchas cosas que luego se repitieron, y no sólo la pieza original de la escena del Royal Albert Hall, encargada al australiano Arthur Benjamin, la «Storm Clouds Cantata», sino también la trama básica, y sobre todo esa imagen que a Hitch le fascinaba de una pistola asomando entre unas cortinas.
Pero a Hitch la película le disgustó siempre en bastantes puntos, no sólo por las limitaciones técnicas que supuso hacerla en Inglaterra, sino porque como le contó a Truffaut años más tarde, «le parecía una película hecha por un aficionado». Tal es así, que en 1941, en los EE.UU., ya barajó hacer una nueva versión del mismo. El proyecto se retrasó hasta el 56, y fue el pago de la última película que a Hitchcock por contrato le quedaba con Paramount (aunque luego hizo alguna más para ellos).
Herbert Colleman, colaborador habitual en producción del maestro, trabajó con él en la idea de no hacer un remake, sino una historia completamente nueva, basada en la misma idea de partida, y con la escena del Albert Hall al final. El proyecto se puso en marcha.
Hitch había acordado con Stewart hacer el film, incluso antes de que se escribiera; la relación entre ambos era excelente, y Hitchcock veía en Stewart con sumo acierto, la encarnación del hombre-espectador corriente, que hacía siempre muy sencilla la identificación (en Vértigo (Vertigo, 1958) este personaje se complicaría hasta extremos insospechados).
Para la actriz, su mujer en la pantalla, Hitch sorprendió a todos requiriendo a la popular cantante Doris Day para el papel. Hasta que no se rodó la prueba de la escena en la que ella sedada, se entera del secuestro del hijo, esta decisión fue terriblemente cuestionada. Por el contrario, y aprovechando la coyuntura de su popularidad, Paramount exigió a Hitch que metiera una canción en el film cantada por Day, para que se pudiera explotar comercialmente más tarde; Hitch no sólo lo haría, sino que además integraría el tema «Qué será, será…» de Livingston y Evans en la trama, amén de ganar el Oscar a la mejor canción con él, y convertirse en el hit musical del año.
La historia de esta nueva versión, se trasladó a Marruecos en su primera parte, y aunque el resto se rodó después en Londres, y muchas escenas en estudio (con las inevitables transparencias rodadas «in situ»), el calor, el rodaje en pleno Ramadán y las habituales dificultades de las autoridades locales, hicieron del rodaje marroquí, un calvario para el pobre Hitch.
Paradójicamente a lo que Stewart le decía a su mujer sobre Marruecos y sus rumores en ese comienzo, Hitchcock, utiliza el Marruecos francés, como un lugar exótico y misterioso, donde todo puede pasar, y donde los peligros acechan desde el primer minuto del film, por culpa de un inocente accidente, que propicia la aparición del misterioso Bernard. En este caso, los planos generales y la ambientación, forman parte activa de una trama donde continuamente se mantiene en vilo al espectador.
Sin embargo, en las películas de Hitch destinadas al gran público, se buscaban puntos de inflexión humorística, que sirvieran de relajo al suspense, para luego volver a retomar ese suspense, imposible de mantener de forma continuada durante todo el film.
El contraste era evidente. De la hilarante escena del restaurante (decidida «in situ» por Stewart y Hitch, al descubrir personalmente esa sala en uno de los restaurantes de Marrakech) a la escena del mercado con una conversación intrascendente que culmina en el horrible asesinato; de los torpes diálogos del señor Dreyton en comisaría, a la llamada de teléfono en la que se anuncia el secuestro (magistral plano del pulgar de Stewart pasando las páginas de la guía telefónica para mostrar la tensión sin límites), y que se repite en cierta manera más tarde a dúo, en el aeropuerto de Londres, con el famoso picado de Stewart-Day compartiendo teléfono y angustia.
Ese humor, vuelve a aparecer, en otra de las bromas preferidas de Hitchccock (aparte de sus cameos, que aquí acontece en el mercado de Marrakech), es decir, en las pistas falsas de toda pesquisa. Hablo de la tienda de taxidermia de Ambrose Chappell, (el hombre, no el lugar). Una escena divertidísima que acaba con un ballet, que simula el asesinato de Stewart, en esas idas y venidas del pez sierra, sobre el cuello del frenético Dr. McKenna.
Sin embargo, resulta curioso, pero hay que atribuir ciertas ideas visuales al propio Stewart, en estrecha colaboración en este film, con el director inglés, como es por ejemplo, la forma de dramatizar el asesinato de Bernard (usando polvos de talco blanco sobre la cara embetunada del francés) o la anteriormente referida secuencia del restaurante.
Siempre se ha dicho que el cine de Hitchcock es un cine de objetos, de vasos de leche, de tijeras, de cuchillos, y esto vuelve a ocurrir en Ambrose Chapell (el lugar, no el hombre) donde se huye del decorado plano, donde los objetos tienen su volumen y sirven para una función (la distancia para que el pastor no vea a los McKenna, la columna, para ocultarlos, la campana para escapar). Hitchcock utiliza el decorado completo, por delante y por detrás, cada objeto del atrezzo, y no murales bidimensionales.
«Un hombre de estado, un hombre de estado, morirá asesinado en Londres, deben investigar… Ambrose Chapell». La frase pronunciada por Bernard en un susurro al Doctor McKenna una mañana de mercado en Marrakech, justo antes de morir, es la pista de un asesinato; un asesinato, cuya clave es un choque de platillos en la representación que el 6 de Junio de 1955 a las 8 de la tarde tiene lugar en el Royal Albert Hall de Londres. La representación de la «Storm Cloud Cantata» de Walter Benjamín, a cargo de un director norteamericano llamado Bernard Herman.
Si a Hitchcock le gusta de por sí, incluir lugares famosos para representar sus intrigas (hoteles conocidos, monumentos presidenciales, puentes rojos o sedes de la ONU), dando un nuevo valor, casi siempre irónico, al lugar escogido (el Rushmore de Con la muerte en los talones/North by Northwest, 1959, por ejemplo), en este caso, el Albert Hall no iba a ser menos.
Las escenas generales rodadas durante la interpretación, y las de los palcos, reconstruidas en estudios, parten de un juego doble. El crimen se va a producir en un concierto, que el compositor de la banda sonora del film da en ese lugar, en una fecha concreta. Es más, la pieza interpretada en ese concierto, es una pieza compuesta para esa misma escena, rodada en un film del que éste es un remake, 22 años antes; la pieza de Arthur Benjamin.
Cuando Hitchcock, le da la oportunidad a Herrmann de que componga una pieza original, para una escena donde Herman va a salir como un actor más del film, dirigiendo a los coros del Covent Garden y la sinfónica de Londres, éste prefiere no hacerlo, y usar la pieza del film original, obra de un Benjamin, al que admira profundamente (hecho que le valdrá el apodo a Herrmann de «man who know two much» por parte de los músicos de la orquesta que dirigió en esos días).
Hitchcock conocía el Royal Albert Hall como la palma de la mano, tras una infancia, en la que asistió allí a varios conciertos, y es en el magnífico montaje paralelo a tres bandas, donde lo demuestra. Con Doris Day, incapaz de gritar ese crimen, por miedo a que su hijo pierda la vida, aún cuando ve la célebre pistola apareciendo entre las cortinas; con Stewart buscando al asesino y con Herman, dirigiendo la orquesta, interpretando una música que se convierte en un personaje más de la trama en un film dentro del film, sin diálogos (aunque en el guion original estaban, al final se decidió suprimirlos), sólo con música, sólo con los platillos al fondo, manejados por ese miembro de la orquesta insignificante, y aquí con toda la relevancia necesaria.
Los platillos, son la muerte, el miedo final, la última razón de la espiral de suspense guisada por Hitchcock. Su sola visión, nos estremece. El grito apaga su estallido, en una de las secuencias más memorables de la historia del cine.
La música, decimos que es un elemento más, y también nos podemos remitir a la canción del film, y a su papel fundamental jugado en el rescate del niño, como leit-motiv de la relación materno-filial, que les sirve en todo momento, en Marrakech y en la embajada, para estrechar lazos. Sin embargo, en el resto del film, la música brilla por su ausencia, y sólo aparece en momentos muy puntuales. Es como si Hitchcock la reservara sólo para el final. Aparece en la llamada de Marrakech (recordando mucho a lo que dos años después será el inicio de Vértigo), aparece en la taxidermia, remarcando el suspense previo, y en la parroquia, antes de que ocurra todo. Y poco más…
Pero cualquier film de Hitch es más, mucho más. No sólo es su llamado manierismo técnico, que le lleva a rizar el rizo en cada escena, a explorar los límites de la sintaxis inventada por otros.
No sólo es la definición perfecta de unos personajes, que en este film, se adentra además en la descripción de un núcleo familiar descompensado por la renuncia de una gran actriz a su carrera por amor, pasando de los escenarios, a encerrarse en un pequeño pueblo del Mid-West americano, con un médico rural, con los reproches que ello puede conllevar, y que Hitch refleja magistralmente añadiéndolo a la tensión del momento y dificultando a la vez que enriqueciendo la relación entre los personajes de Day y Stewart. Y ello conlleva también la definición de los Dreyton, el oscuro y antagónico matrimonio, llevado también a un callejón sin salida por las circunstancias…
El cine de Hitchcock, es mucho más, desde hace unos días, para mí mucho más. Es entretenimiento con mayúsculas y emoción.
Si hace unos días, mis alumnos de catorce años, muchos de los cuales jamás habían visto ningún film de Hitchcock, vibraron, se rieron, sufrieron y se emocionaron con esta historia de secuestro internacional; si mi tío apasionado del futbol y poco cinéfilo lo cita como su director favorito; si los críticos post-Truffaut veneran su efigie… Hitchcock, que tiene el don de apasionar a un anciano de setenta, a un obrero de cuarenta o a un pastillero de quince, es sin lugar a dudas el más grande.
En el caso de la película del hombre que sabía más de lo que nunca hubiera querido saber, juego dual del 56 y el 34, autodepuración de estilo, y sobre todo emoción construida con ingenio; como el que derrocha un Herman histérico moviendo la batuta en los prolegómenos de un asesinato horripilante… Estamos ante un verdadero choque de platillos, que nada más y nada menos, puede cambiar la vida de un hombre o mujer, medio o no, americano o no.
Eso es el cine de Hitchcock, y más…