Realismo poético y alguna que otra copa
Uno de esos momentos poco llamativos pero a la vez cruciales en la historia moderna del cine tuvo lugar en 1964 cuando Jean-Luc Godard realizó Banda aparte (Bande à part), la cual el propio director describía como «una película francesa con atmósfera de preguerra». Esto venía a decir que la historia de los tres jóvenes flirteando con la muerte y el peligro ocurre en el presente —Godard nunca ha realizado un film histórico—, pero estando todo representado por el estilo y el sentimiento de otra época. Las señales de esa época provienen de la memoria y los mitos populares, de la música y la literatura, y sobretodo, naturalmente, del cine. En el caso de Godard el punto de referencia fue la famosa ‘poética realista’ del cine francés de los 30 y 40, brillantemente expuesta en los films de Marcel Carné que mezcló romance y fantasía con un conmovedor sentido de la lucha y las penurias diarias. El célebre clásico de Carné, Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945) marca el momento álgido del realismo poético.
Lo que Godard hizo en Banda aparte define un efecto concreto que también encontramos en algunos realizadores contemporáneos, caso de Olivier Assayas y Atom Egoyan. Sus personajes, historias y entornos están aferrados con firmeza al presente, pero también tienen su pequeño grado de nostalgia: en ocasiones permiten el paso al interior de su universo cinematográfico de imágenes fantasmales de un cine y un tiempo pasado, de determinados estados de ánimo, de ciertos tipos de personajes, de específicos efectos estilísticos, todos ellos pertenecientes a otra época.
Con frecuencia es un efecto muy modesto, un eco o una sugerencia, el que otorga a estos films un aire ligeramente desordenado, fantástico. Viéndolos, tenemos la incertidumbre, en algún instante, de si ocurren en la actualidad o en un periodo histórico distante. Flotamos en una especie de dimensión de otro mundo donde muchos periodos históricos y lugares distintos —y sus posteriores traslaciones en el cine— coexisten como sueño y realidad en un duermevela. Jacques Demy plasmó esto cómicamente en Piel de asno (Peau d’âne, 1970) y Jacques Rivette de forma radical en su vanguardista fantasía pirata Noroît (1976) —¡donde los piratas llevan ametralladoras! Incluso películas más convencionales y comerciales, como la memorable El honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor, 1985) de John Huston, intentan ocasionalmente algo en este sentido.
No hay realizadores contemporáneos más comprometidos con este efecto, ensoñador y delicado, de mezcla de tiempos, lugares y sensibilidades que el director finés Aki Kaurismäki. Sus films son verdaderamente singulares, y —como he venido apreciando los últimos años—, realmente bellos, combinando la modestia de recursos con la tenacidad de una visión artística. Es uno de esos realizadores, como Godard o Assayas o Edward Yang, que hace cine con el objeto de capturar un efímero, complejo y diáfano sentimiento compuesto de dicha y melancolía, triunfo e inconsciencia —un ambiente que el artista siente en el aire en ese instante.
Sus films son tan deliberadamente exiguos que a veces cuesta que nos “lleguen”, y pueden no recordarse más allá del momento —como sus personajes, los cuales parecen permanentemente situados al borde de perder la pista de sí mismos, hundidos en la tristeza, en el alcohol, sin rumbo aunque sin descanso. Esta ligereza también se extiende a sus preferencias argumentales, que siempre contienen, de alguna manera, bromas, anécdotas o fragmentos de la vida muy pequeños, insignificantes.
Kaurismäki es quizás mejor conocido como un cineasta cómico, sobretodo por sus trabajos con la banda de rock The Leningrad Cowboys. (En realidad, el lado más surrealista de Kaurismäki puedo desterrarlo alegremente de mi apreciación de su trabajo). La primera vez que captó mi atención fue con Contraté a un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990), y desde entonces —pasando por La vida de Bohemia (La vie de Bohème, 1992) y Agárrate el pañuelo, Tatiana (Pidä huivista kiinni, Tatjana, 1994) hasta Nubes pasajeras (1996)— me he convertido en un devoto seguidor. Sólo retrospectivamente descubrí uno de sus films más sombríos y severos: Ariel (1988), el cual trata del suicidio.
Los films más recientes de Kaurismäki, caso del magnífico Un hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), llevan la marca registrada de una extraña comicidad y del humor inexpresivo —y una ocasional estupidez juvenil—, pero son también agudamente tristes y conmovedores, advirtiendo la total madurez del lenguaje cinematográfico distintivo y sutil de Kaurismäki.
Kaurismäki ha logrado el homenaje más difícil de todos: su modelo es Robert Bresson, que predicaba que los actores deberían ser utilizados como modelos, meras figuras (Ariel ofrece la evidencia más destacable de esta influencia). Sin embargo Kaurismäki es un Bresson laico, no mísitico, y ha reconducido milagrosamente la rigurosa sintaxis de su maestro a su propio, lírico lenguaje.
Tomemos como ejemplo del estilo de Kaurismäki Contraté un asesino a sueldo (1992). Fue rodado en Inglaterra, con el famoso actor de la Nouvelle Vague Jean-Pierre Léaud como protagonista, y se habla un inglés cómicamente fracturado y extraño. Se desarolla en el presente, si bien ofrece un tributo, levemente desafinado, del cine británico de otras etapas: los estudios Ealing, el realismo documental, los emocionantes dramas kitchen sink [1] de principios de los sesenta. Kaurismäki inventa acciones, escenas y gestos —por ejemplo la vida lúgubre de un oficinista— y con precisión encuentra localizaciones para esas acciones que estimulan, en algún momento, nuestros recuerdos cinéfilos, esos tiempos pasados del cine británico.
Al mismo tiempo es también un film muy europeo. Tanto como sus referencias al cine francés que nos recuerda los Nuevos Cines checos, polacos y yugoslavos sobre la vida corriente de los sesenta, películas que tratan los amores de un bombero o un operador de una centralita, o una muchacha despampanante en una scooter humilde.
Una de las cosas más importantes del estilo de Kaurismäki es que rara vez encarga música original par sus películas. En cada una de ellas usa un curioso collage de una selección de discos antiguos —con frecuencia selecciones hilarantes y oscuras— las cuales también cubren, de una manera alucinante, diferentes periodos y lugares en la historia de la música popular. En una escena de Contraté un asesino a sueldo, la leyenda del punk británico de los 80 Joe Strummer, ahora tristemente fallecido, se encuentra solo en el extremo de un pub casi vacío, interpretando una extraña melodía que conjuga skiffle, reggae y rock, la cual por sí misma parece resumir cuarenta años de estilos musicales.
¿De que tratan las películas de Kaurismäki? Podría decirse que no hablan de gran cosa: describen las cotidianidades de la vida diaria, las relaciones que se vienen abajo presa de la inercia, las no-acciones, o simplemente tiempos muertos, pasividad o tedio. Los actos más típicos de la rutina diaria y el esfuerzo necesario para sobrevivirla —como preparar un café, fumar un cigarrillo, o pegar la oreja para captar la melodía fácil que suena en la radio de la habitación de al lado—, en el universo de Kaurismäki adquieren suma importancia, a veces melodramática.
Al comienzo de Agárrate el pañuelo, Tatiana, el arisco héroe descubre, durante la tediosa tarea diaria de coser para su madre, que se ha quedado sin café —así que encierra a la pobre mujer en el trastero, y se embarca en un rocambolesco viaje a caballo entre la road-movie y la sea-movie [2]. Al final, en perfecta simetría, regresa a casa, tranquilamente desatasca la puerta y deja a su madre fuera, para volver a su costura. Esa es una narrativa auténticamente kaurismática.
Las películas de Kaurismäki suelen hablar de viajes, tanto externos como internos. Pero esos viajes no se conducen del mismo modo que en la mayoría de las películas mainstream. Algo se mueve, algo cambia para los personajes de las películas de Kaurismäki, pero a menudo se trata de una lenta y esclarecedora toma de conciencia —a veces, una toma de conciencia de su profunda miseria, y una manera de conseguir mantenerse a flote a pesar de ese triste descubrimiento. Pero Kaurimäki, es también, a su manera, un entusiasta de los finales felices —algunos vacíos, irónicos, sentimentales, como si se tratara de una cita, de nuevo, a una película más alegre y antigua, como ¡Que bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946)
Un hombre sin pasado es, por ejemplo, una historia de amor moderadamente sobria. ‘M’ (Markku Peltola) e Irma (Kati Outinen) del ejército de Salvación son arrastrados el uno hacia el otro. Con la castidad característica en el cine Kaurismäki, no vemos más que un beso, un paseo, unas manos unidas. ¡Pero cuánta emoción fluye a través de la frágil unión (en peligro) de estas dos almas perdidas y dañadas! Solo Kaurismäki podría transformar un plano de sus héroes, oscurecido por el paso de un tren traquetreante, en una inolvidable canción de amor.
Nubes pasajeras habla de muchos temas habituales en Kaurimäki: el trabajo, el desempleo, y un pequeño comercio autónomo. Los personajes principales son una pareja casada, Ilona y Lauri, interpretados por dos de los habituales de Kaurismäki, sin ningún glamour, toscos, y con ojos de cordero degollado: Kati Outinen y Kari Väänänen. Estos actores son absolutamente entrañables con su aire fracturado silenciosamente por el abatimiento y su deseo de olvidarse de todo momentáneamente cuando fuman o beben, escuchan una canción o bailan, duermen o rememoran un suceso agridulce. Ilona y Lauri me hicieron recordar a parejas similares en dos películas australianas: Stan and George’s New Life (Brian McKenzie, 1991) y el corto The Birds Do a Magnificent Tune (Chris Windmill, 1995)
Incluso más intensamente, recordé la pareja de amantes de la que, para mí, es la quintaesencia cinematográfica de las pequeñas e impredecibles pruebas de la vida diaria —La magíficamente modesta y poéticamente realista Antoine and Antoinette (Jacques Becquer, 1947) Los personajes de Kaurismäki no son tan gregarios y apasionados como Antoine y Antoinette —como sus homólogos australianos, existe algo más reservado, más secreto, más desgastado en ellos. En las películas de Kaurismäki nunca existe el tufillo del sexo —de hecho, incluso un beso de buenas noches es bastante extraño— pero aun así se siente la conmovedora e íntima bondad que conecta a la gente, lo que Shigehiko Hasumi llama la “elocuencia de lo taciturno” en Ozu y Hou Hsiao-Hsien.
Ilona y Lauri pierden sus respectivos trabajos, y la vida se endurece en su pequeño mundo. Existe un agonizante periodo en que ninguno de ellos trabaja, y la vergüenza que esto causa a Lauri, en particular, crea un abismo de silencio y distancia entre ambos. Objetos por los que la pareja había luchado para poder pagar a plazos, como una nueva televisión, son embargados sin ningún tipo de miramiento. Pero finalmente nuestros héroes, a tientas, semidesvanecidos, consiguen encontrar algo de estoicismo en su interior, y abren su propio restaurante.
No soy el primer crítico en comentar la curiosa y fortuita confluencia entre Nubes pasajeras y dos exitosas películas británicas Tocando el viento (Brassed Off, Mark Herman, 1996) y Full Monty (The Full Monty, Peter Cattaneo, 1997). Las dos películas británicas giran en torno a pequeños luchadores que caen y se levantan, resistiendo la miseria que les rodea, creando sus propias oportunidades y logrando su objetivo. La película de Stephen Frears La camioneta (The van, 1996) está también en la misma línea. Kauismäki, como ya he indicado, tiene su propia afinidad con la historia del cine británico, y su contingente y frágil optimismo, con lo que la comparación tiene sentido. La diferencia entre Nubes pasajeras y estas otras películas es que Kaurismäki no está interesado simplemente en cine ramplón que haga sentir bien. Los pasos adelante son más tranquilos, más serenos, y en definitiva más ambiguos en sus películas; el ciclo de la lucha solo se pausa, no se detiene.
La belleza y la ternura de Nubes pasajeras se deben a muchos pequeños —y perfectamente recopilados— elementos, pero calculados con precisión: su afición a ciertas combinaciones de colores como el cielo azul pintado en varias tonalidades, matices e intensidades, por encima de cualquier superficie (estoy convencido de que obtuvo su inspiración para esto de un melodrama de Hollywood de 1959 sobre mujeres y trabajo: Mujeres frente al amor (The Best of Everything) de Jean Negulesco); sus composiciones, principalmente formales, estáticas y nada forzadas pero siempre llamativas; sus movimientos de cámara característicos para los grandes momentos dramáticos, siempre hacia el interior o hacia el exterior unos pocos metros; sus localizaciones, escogidas perfectamente por sus extrañas y resonantes cualidades; las expresiones físicas de sus actores, con sus caras impertérritas vueltas de frente hacia la cámara, sus puños apretados, y sus poses rotas, colapsadas y desplomadas; y la sorprendente iluminación creada por Kaurismäki y su fiel fotógrafo Timo Salminen —esos pequeños rayos de luz que destacan manos, ojos y objetos especiales, con un brillo humildemente celestial que nos recuerda que existen poesía y magia escondidas incluso en los rincones más grises de nuestro mundo.
© Adrian Martin, enero 2007. Traducción por J.D. Cáceres y S. Vargas.
(*) Adrian Martin es escritor cinematográfico, co-editor junto a Helen Bandis y Grant McDonald de la revista electrónica Rouge, y docente en la Universidad Monash de Melbourne. Ha escrito, entre otros, los libros «Raul Ruiz: Sublimes Obsesiones» (Altamira, 2004) y «The Mad Max Movies» (Currency, 2003).
Notas a la traducción
[1] «Kitchen Sink Cinema» o «Kitchen Sink Drama» —también denominado “Angry Young Men Films” y “Social Problem Films”— es el nuevo cine británico de finales de los 50 y principios de los 60 caracterizado por abordar temas sociales, en el que se trasladaba la acción a los fregaderos (kithcen sink) en contraposición a los films que se desarrollaban en contextos ostentosos.
[2] Sería película-marina (del mismo modo que parte del viaje de los protagonistas transcurre en coche por carretera, el resto se desarrolla a bordo de un ferry)