Las colaboraciones en forma de largometraje entre Aki Kaurismäki y los Leningrad Cowboys se sitúan cronológicamente entre las que pueden considerarse las películas más “serias” del director finés. La primera, Leningrad Cowboys Go America (1989) es inmediatamente posterior al rodaje de Ariel. La que nos ocupa, Leningrad Cowboys Meet Moses (1993), se realiza tras haber encadenado La chica de la fábrica de cerillas que marca el inicio de su reconocimiento en Europa, Contraté a un asesino a sueldo y La vie de bohéme, los films que se ven respaldados por una mayor proyección internacional y que en cuanto a métodos de producción, suponen un inciso en su filmografía. Es significativo por tanto que tras los grandes esfuerzos que llevan al éxito de Aki Kaurismäki en el mundo del cine, éste lleve a cabo dos realizaciones “menores” de maneras mucho más libres y alocadas y que mediante la vía del humor actúan de válvula de escape para permitir afrontar con renovadas energías los proyectos venideros. Pese a todo, cabe destacar la estrecha relación que guardan estas dos películas con el resto de su obra, puesto que Aki Kaurismäki no hace demasiadas distinciones (de argumento o formales) al filmar un tipo u otro de films; ofreciendo personajes, situaciones y decorados que podrían llegar a resultar intercambiables con los de sus películas más características con tan sólo variar un par de premisas. Además, el humor y la música centro compositivo de estos dos films, habían sido ya una de las bases formativas (aún en estado más o menos oculto) del estilo de Aki Kaurismäki, como ya señalaba Alejandro Díaz en su artículo sobre la primera aventura de los Leningrad Cowboys, y cuyo primer referente dentro de su propia filmografía es Calamari Union (1985) su segundo largometraje, de estructura episódica y tono similar a las posteriores aventuras de los Leningrad Cowboys recogiendo el deambular anárquico de un grupo de desarraigados en una ciudad futurista con reminiscencias al Alphaville de Godard.
En esta segunda parte de sus aventuras los Leningrad Cowboys parten de México, dónde los habíamos dejado unos años antes, emprendiendo el regreso a su Siberia natal en un viaje en dirección opuesta a la de su primera incursión cinematográfica. En el camino pasarán de nuevo por Nueva York y gran parte de Europa hasta alcanzar su objetivo, guiados por su manager Vladimir (interpretado por Matti Pellonpää) que ha regresado del desierto convertido en Moisés el profeta y dispuesto a dirigir los pasos de la banda con mano dura a golpe de las sagradas escrituras. Si a esto le añadimos el hurto de la nariz de la estatua de la libertad y la tozuda persecución de un agente de la CIA, tenemos ya casi todos los elementos que componen el film y que en su estructura repite la misma idea de la primera entrega: en una serie de breves capítulos anunciados por cartones de texto, veremos a los Leningrad Cowboys enfrentarse a los problemas que surjan en el camino.
Pese a todo una diferencia fundamental se alza entre las dos entregas de la serie. Si en la primera los innumerables gags y situaciones cómicas se resolvían, por regla general, mediante una gran variedad de recursos cinematográficos, en esta ocasión esto no será tan cierto. En Leningrad Cowboys Go America el humor se primaba mediante la construcción visual, a partir de la cual surgía la comicidad (algo que, de todos modos, siempre ha caracterizado el cine de Aki Kaurismäki, frente al desprecio mostrado por la palabra): ya fuese a través de un movimiento de cámara (cfr. La primera panorámica que abría el film descubriendo a un miembro de la banda congelado en la estepa aferrado a su bajo eléctrico), de la elección o el modo de filmar un espacio determinado, mediante un corte de montaje o de una elipsis. Es decir, los gags aún en su aparente simplicidad encerraban una serie de elecciones estrictamente formales que los sustentaban y los enriquecían.
En esta segunda parte del viaje la impresión recibida es que Kaurismäki y los Leningrad Cowboys cuentan ya con la complicidad del espectador (y con la suya propia) y pese al derroche de imaginación mostrado en el argumento se relajan a la hora de construir la película. Las absurdas situaciones mostradas resultan cómicas por el mismo hecho de su extraña naturaleza pero casi nunca por un trabajo formal. Los momentos deudores del cine cómico de herencia chaplinesca que se dejaban sentir en la primera entrega y que propiciaban una considerable dosis de ternura al film han desaparecido. Si a esto unimos el propio carácter fragmentario del discurso, observaremos que muchas de las situaciones propuestas quedan finalmente aisladas del sentido global del film, haciendo tambalear la propuesta. Algo así hace recordar, por ejemplo, la gran diferencia existente entre un film protagonizado por los Hermanos Marx dirigido por un gran director (McCarey), capaz de extraer y organizar lo más relevante de la propuesta, o por uno más mediocre (Seiter), que termina por reducir los aciertos o errores de la película a la comicidad de sus intérpretes.