En una de las secuencias iniciales de Al final de la escapada, Jean Paul Belmondo se dirige hacia el espectador y dice: “Si no le gusta el mar, si no le gusta la montaña, si no le gusta la ciudad, entonces ¡que le jodan!”. Habré visto esta película unas cuatro ocasiones y todavía no he logrado asimilar el porqué de esta escena, cual es la razón por la cual se incluye en la película, por qué Belmondo en un momento dado y sin venir a cuento nos habla directamente. Es muy posible que muchos admiradores de Godard justifiquen este plano con razones más que sólidas y encuentren su plena contextualización dentro del film. No obstante, un servidor sigue sin hallar una esencia concreta a ello y solo veo dos posibles justificaciones: la primera, algún tipo de broma privada entre los responsables de la película; la segunda, un deseo de provocar algún tipo de reacción en el espectador. Si nos atenemos a este segundo punto, sin duda, los objetivos se han cumplido plenamente: el plano no deja indiferente a nadie. Ahora bien, cabe preguntarse sobre la gratuidad del momento, si es una provocación, en el fondo, fútil y sin sentido, una manera exasperantemente baladí de llamar la atención mediante unas fórmulas que, en su interior, sólo ocultan el más pasmoso vacío aunque, eso sí, estén recubiertas con una machacona estela de caduca vanguardia. He citado esta secuencia concreta de Al final de la escapada porque la reacción que me produce es exactamente la misma con la que he recibido el restante cine de Godard, independientemente de las etapas en las que éste se haya desarrollado.
Considerar al francés un “cineasta” me parece un serio error. Godard es un instigador, un ser que toma de base la coyuntura (tremendamente propicia) del tiempo en el que creó sus piezas más aclamadas para poner de relieve el “todo vale” cinematográfico. Para crear un espejismo de estilo que se basa en las ansias de renovación de una década concreta que únicamente soñaba con dinamitar las bases de todo lo establecido anteriormente, cine incluido. Es por ello que la aparición de Godard en el mundo del Séptimo Arte únicamente se puede entender desde ésta perspectiva, ya que su cine (por llamarlo de alguna manera) carece de todos los elementos que pueden definirlo como tal. Su puesta en escena aparece como un compendio de elementos escindidos entre sí, en el que la improvisación parece campar a sus anchas en lo que respecta a un concepto determinado del espacio y la dirección de actores. Sobre el primer punto, Godard apenas hace el menor esfuerzo por otorgar al ambiente en que se mueven sus films una mínima consistencia, quedando como un mero marco sin trascendencia ni funcionalidad, que solo sirve de engranaje para los bruscos saltos de montaje. Los actores, por su parte, parecen tomar como referencia interpretativa un único estado de ánimo que mantienen durante todo el film convirtiéndose en personajes sin progresión, de los que no entendemos ni sus actitudes ni sus motivaciones, en parte debido a que la base literaria en los films de Godard se halla bajo mínimos, siendo prácticamente imposible esbozar un entorno que contenga algo de interés ante todo ello. La puesta en imágenes del francés, a todo ello, se revela torpe, estructurada mediante hachazos, sin un mínimo sentido de lo que debe ser el lenguaje cinematográfico. Quizá movido por las ansias de provocación que se esbozaba más arriba o porque, verdaderamente, Godard esté convencido de que sus films deben estar construidos de esta manera determinada.
Es este uno de los grandes problemas que siempre he encontrado en su cine: visualmente no me interesa en absoluto. No hallo esa maestría que el resto de los mortales defiende y películas como Vivir su vida o Lemmy contra Alphaville acaban pareciéndome molestos retazos de un proyecto cinematográfico. Un esbozo a carbonilla de lo que podrían ser cintas interesantes pero que, en manos de Godard, acaban por perecer debido a sus ínfulas estilísticas, al enorme agujero negro en el que se convierte el sentido narrativo y que piezas como las dos citadas (sobretodo Lemmy contra Alphaville) ejemplifican con gran contundencia. ¿Interesa el cine de Godard?. Sencillamente, no. Prueba de lo dicho es que, actualmente, continúa metido en su caparazón esgrimiendo el estandarte de ser la reserva espiritual de la Nouvelle Vague (junto con otro plasta de igual calibre, Eric Rohmer). Tampoco su cine está preparado para soportar el paso del tiempo. Reconozcamos que gran parte de la aclamación que suelen suscitar sus películas está debida, estrictamente, al prestigio que acarrearon en los años sesenta y a que, a fin de no parecer un “analfabeto” cinematográfico, se tienen que copiar milimétricamente las opiniones que constatan que uno u otro film es una obra maestra sin que, en el fondo, ello sea correspondido a nivel subjetivo. Probablemente, el transcurso de los años hará mella en la personalidad fílmica de Godard cuando se afronte con valentía que sus maneras artísticas están sustentadas en la nada y que todo su cine no es más que un gigantesco bluff, cuyo valor puede ser sociológico, como muestra de la mentalidad dominante en unas décadas concretas (Weekend), pero en absoluto cinematográfico.
Posiblemente, el presente escrito sea leído por auténticos admiradores de la cinematografía de Godard. Por consiguiente, me siento en la obligación de especificar que éste artículo es, simple y llanamente, una opinión personal. Un juicio de valor rabiosamente individual. Sin duda, mis compañeros (que conocen mucho mejor que yo al cineasta) aportarán unas visiones más valiosas y constructivas.