Para la generación a la que pertenezco, hablar de los ‘Cahiers de tapas amarillas’ es algo tan lejano e irreal como invocar el fantasma de ‘Mayo del 68’. Una simple sucesión de palabras huecas, de resonancia mítica; lugares comunes sin más consistencia que la que pueda poseer un espectro. La importancia fundacional de la revista creada por André Bazin es algo que podemos intuir (sobre lo que podemos leer o estudiar) pero que necesariamente se nos escapa, puesto que ya ha pasado a pertenecer al terreno de la Historia (del Cine) y como tal, ante ella, nos encontramos condicionados por importantes lagunas historiográficas (la parcialidad de visión que impone el paso del tiempo sobre los hechos) y por no menos importantes filias (o fobias) cinematográficas que, con el paso de los años, hayamos ido alimentando sobre aquellos que se convirtieron en representantes de cierta modernidad cinematográfica.
Además, un hecho destaca por su importancia: nosotros no hemos leído a los Truffaut, Rivette, Rohmer, Chabrol, Godard. Hemos visto sus películas, y después, mucho después, hemos desandado el camino hasta llegar a sus escritos con la esperanza de poder encontrar respuestas, claves o confirmaciones que nos permitieran revisar sus películas con nuevos ojos. Algo muy diferente a lo que hubiese sido poder observar el proceso de evolución de unos jóvenes críticos metidos a cineastas (o viceversa).
(He escrito los anteriores párrafos utilizando el plural y ahora me arrepiento. Me parece un poco impertinente por mi parte decir: ‘nosotros’, o ‘generación’. Debo rectificar. Aunque espero que se entienda lo que he tratado de expresar, en adelante sólo hablaré en mi nombre).
Como decía…, este camino retrospectivo —desde las películas a las críticas, de las imágenes a los textos— provoca que las nuevas facetas descubiertas en los críticos de Cahiers se sumen a los valores ya intuidos en su labor como cineastas, enriqueciéndolos con nuevos matices en ocasiones, pero sin llegar a modificar sustancialmente lo que ya apreciábamos en ellos. Descubrir a posteriori la distancia analítica de Rohmer, la combinación de sólidos argumentos teóricos y arrebato lírico de Jacques Rivette o el torrente emocional de Truffaut, únicamente conduce a (re)conocer de un modo más profundo qué personalidad se esconde detrás de aquellos cineastas.
El caso Godard no es, en este sentido, diferente al de sus compañeros pero, si cabe, sí más paradigmático. En un primer momento, en el que la necesidad de acercarse al cine conduce irremediablemente a la reflexión —la crítica, los primeros artículos— y a la propia realización —de los primeros cortometrajes a Al final de la escapada— ambas pulsiones se complementan, están presentes una en la otra pero todavía permanecen separadas (Hablar de cine / Hacer cine). Posteriormente Godard se convierte en cineasta. Deja de escribir pero no de hacer crítica o reflexionar sobre cine. Más bien al contrario. Ahora las dos labores se unen definitivamente. Sus propias palabras, sobradamente conocidas, “para nosotros escribir era rodar…” son, en su caso particular, a poco que pensemos en ello, absolutamente precisas.
Como escritor no es tan certero ni mesurado como algunos de sus compañeros; sus textos no alcanzan la rotundidad, sencillez y profundidad de un Serge Daney, pero como creador de imágenes (¡!) su potencial es enorme. Su estilo —bien como escritor, bien como realizador— nace a partir del conflicto, del choque eisensteniano de conceptos, del cruce de referencias que le lleva a tomar partido al mismo tiempo por Lubitsch, Dreyer, Jerry Lewis, Antonioni, Gene Kelly o Georges Franju y negándose además a desvincularlos de la tradición literaria, pictórica y musical pasada y presente, y de la cultura popular de su momento (son frecuentes en sus textos las imágenes referidas a eventos deportivos, cantantes de moda, comics, etc.). Godard es un aglutinador de recursos de vocación pop que partiendo del propio cine (el montaje, como arma total) y de las vanguardias literarias y artísticas (el collage) trasmite sus omnívoros intereses desde sus artículos hasta sus primeros largometrajes, pero también —y ahí reside su grandeza— creando ideas y formas que alcanzarán la depuración de sus obras más recientes y complejas; produciendo conexiones entre ellas que atraviesan décadas de trabajo.
En sus textos sobre cine las frases se suceden en impulsos asociativos que rebotan de un lado a otro de la página como Anna Karina jugando al pinball. Un plano de Hitchcock, Bergman, Sirk o Jacques Becker nos conduce directamente (por corte de montaje, me atrevería a decir) a una referencia literaria: Proust, Maupassant, Giraoudux, Faulkner; y ésta a su vez, nos hace dirigir la mirada (léase: ‘mirada’) sobre el estilo de tal o cual pintor (Renoir, casi siempre) o músico (preferiblemente Beethoven, o alguna obra para clarinete de Mozart). JLG escribe como filmará, filmará escribiendo, ensayará críticas filmadas y filmes escritos. En cada artículo (y ahí reside su mayor diferencia con sus compañeros) se posiciona como creador —de imágenes, fundamentalmente, más que literario—, más allá de presentar argumentos sólidos a favor de una u otra posición, regalándonos momentos de lúcidos análisis (“Mi mayor preocupación, el montaje”, toda una declaración de intenciones; “El cine y su doble” sobre The Wrong Man, o “Super Mann” en torno a Man of the West y el western), reconocimientos exaltados de algunos bellos filmes (Bitter Victory, A Time to Love a Time to Die, Montparnasse 19 o Sommarlek), ácidos comentarios sobre el cine francés de los cincuenta (“Debilón” en torno a Faibles femmes de Michel Boisrond), o irónicos reportajes (una crónica Festival de Berlín de 1958 escrita a modo de telegrama; o “Carta a mis amigos para aprender a hacer cine juntos” en forma de poema a lo Apollinaire), etc., cambiando de estilo en cada escrito como de género cinematográfico en sus primeros largometrajes, saltando del policíaco al melodrama pasando por el musical; reinventándose a cada paso: “Re-inventar, es decir, mostrar al mismo tiempo que demostrar, innovar al mismo tiempo que copiar, criticar al mismo tiempo que crear.”
Godard dejará de hacer crítica escrita (de publicar textos), cuando comience a filmar de modo regular, aunque el proceso de análisis y confrontación seguirá siendo el mismo, la crítica continúa presente, pero ahora implícita en las imágenes y en los sonidos de sus filmes. Uno diría que el cine de Godard empieza en su primer escrito y que su última crítica (por el momento) es Notre musique.