La luz recordará tu rostro
01. YO SOY AQUÍ
El rostro del cine clásico era un rostro en éxtasis. Bello. Era un rostro orgulloso del tiempo que había vivido.
Era un rostro en el que la luz podía deslizarse como si fuera imposible del todo envejecer. Era un rostro que sabía dónde estaba y por qué había sido conjurado en el encuadre. Era, por lo tanto, un rostro afortunado. Nada hay más tranquilizador, quizá estén de acuerdo conmigo, en mirar un rostro y encontrar en él la certeza de que sus facciones responden a lo que esperamos de su portador o su portadora.
Luego hay otros rostros que habitan otro tiempo fílmico. Por ejemplo, el siguiente.
Se trata de uno de los rostros que componen Here I am (Bruce Baillie, 1962), una pequeña pieza documental rodada en el East Bay Activities Center, uno de los primeros centros norteamericanos en ofrecer un espacio terapéutico para niños con discapacidades intelectuales. Y se trata, sin duda también, de un rostro bello y portador de un secreto que trasciende a lo evidentemente ontológico de la mostración. Es un rostro que se abre al misterio de su diferencia, y a su vez, que reclama de nuestra mirada una postura de empatía para la que, de manera común, el cine no nos prepara.
Pero intentemos ir más despacio todavía. Here I am arranca con una serie de planos exteriores, travellings laterales que se unen entre sí mediante fundidos encadenados. Son pasajes brumosos de un pueblo cualquiera en Norteamérica, remarcados en un notable contrapicado que deja ver una gran parte del cielo y de las casas difuminadas en segundo y tercer término de profundidad.
Espacio confuso, casi onírico, a medio camino entre el cine de terror y el documental social más anodino. Es allí, muy precisamente, donde la pieza se nombra a sí misma.
Here I am. Leamos con atención lo que queda escrito. Yo estoy/soy aquí. Podría ser la propia imagen refiriéndose a sí misma. Yo estoy escrita desde aquí. Podría ser también el propio enunciador, señalándose en el cielo como figura que ordena el universo narrativo. Pero podría ser también una hermosa promesa audiovisual: Yo (la imagen) soy (es decir: desvelo, cuido, cumplo el más estricto de mis propósitos) aquí (entre los niños con discapacidad intelectual). Una imagen que sólo es, en lo más radical y profundo de su significación, cuando muestra a ese Otro que no está en ninguna otra película. Cuando se pone al servicio de traer aquí, a nuestro tiempo y a nuestro espacio, ese cuerpo de niña rodado en 1962.
02. EL COLUMPIO
El juego de la niña abre el segundo universo del cortometraje. Ya no estamos entre la bruma del mundo cotidiano, ese mundo que se caracterizaba por su hipotética “normalidad”, y que, sin embargo, se experimentaba de manera visualmente opresiva. El sol aquí reluce contra los edificios, calienta los cuerpos, escribe las sombras apaciguadoras del verano. El plano se escora, muestra la parábola del movimiento de la pequeña, no responde ni a los puntos de fuga de la imagen ni a la centralidad propia del Modo de Representación Institucional.
El rostro de la pequeña sonríe, y en su sonrisa, emerge un nuevo tipo de luz cinematográfica.
Cierra los ojos, consciente del riesgo, protagonista en una narrativa profunda que nunca será revelada al espectador. En un segundo plano, el propio movimiento del columpio difumina sus contornos, pero no hay que engañarse: ese rostro nos mira.
Mira el objetivo de la cámara, pero también al espectador que, en cierta medida, invade su juego.
¿Por qué necesitamos mirar cómo una niña se columpiaba en 1962? Sin duda, para percibir la riqueza de su huella, y a su vez, para traer esa misma huella al presente. Querríamos poner frente a ella no sólo la nostalgia por la riqueza y la verdad de su juego, sino también el asombro ante el misterio que su presencia nos arroja.
Cada niño que nace es la sorpresa de la continuidad del ser humano, una generación más.
Cada niño con discapacidad intelectual que nace es el reto de la significación de lo humano en el ser. El reto de ser lo suficientemente digno frente a ese Otro que, por ser auténticamente Otro, muestra claramente los límites de mi interacción con él.
De ahí, por cierto, la figura del columpio. De ahí que esa niña esté literalmente flotando entre dos universos fílmicos: primero el del suelo que compartimos, el mundo terrestre en el que podemos acercarnos a ella, hablar con ella. Después, el del cielo misterioso en el que ella señorea, el de su infinita imaginación infantil a la que no puede acceder ni la cámara ni el espectador —cielo sagrado, si así se prefiere formularlo. No otra cosa muestra, por ejemplo, el siguiente encuadre.
Y no otra cosa muestra el primerísimo primer plano en el que la niña, envuelta en un mundo que la narrativa audiovisual simplemente no puede encarar, ensaya diferentes emociones.
Mi propio ejercer como analista fílmico se resiente aquí. Estoy acostumbrado a seguir el hilo de la narración para poder localizar las emociones de los actores y estudiar su relación con el dispositivo, con el punto de vista. Aquí, sin embargo, no puedo saber nada de la niña salvo que existe y que transita su propia fantasía frente al objetivo de la cámara. El plano, precisamente por eso, es respetuoso: porque muestra, porque permite que yo vea no tanto el interior de la pequeña, sino mi propia incapacidad para comprender lo que ocurre en su interior.
Es más fácil someterse, por tanto, a la bella mentira ficcional –el cuerpo que, pongamos por caso, finge una sonrisa ante la cámara— que a la abrasadora escritura de la verdad: el instante irrepetible en el que la niña duda, sonríe o musita ya se ha perdido para siempre, al menos en el registro de su significado. Para mí, sin duda, queda el estremecimiento de su sigilosa, delicada y profunda contemplación.
03. PARÉNTESIS
(La buena enunciación, sin embargo, tiembla:
¿Por qué la niña se golpea en el siguiente plano? ¿Qué extraño castigo se autoimpone y por qué culpa , ya olvidada, decide hacerse daño? ¿Qué proceso educativo permite que ese rostro, indescifrable, se acostumbre de alguna manera a un sufrimiento? Y ese otro niño que está girado de espaldas, en el encuadre, ¿por qué no mira? ¿Cómo es su rostro, su fantasía, cómo es la luz que dibuja su rostro? ¿Por qué es tan bello compositivamente en un encuadre que resulta, a su vez, extrañamente perturbador?)
04. YO ESTOY AQUÍ
Del lenguaje como juego para entender el mundo —segundo Wittgenstein— al juego como lenguaje para habitar el mundo. Por ejemplo, la gallinita ciega.
El niño que juega se deja engañar por su propia oscuridad, gira en círculos mientras los demás gritan: Estoy aquí. De nuevo comparece el título de la pieza (Here I am) con una nueva significación: más allá de la oscuridad de tu mirada, yo existo. Más allá del gesto de las manos que se tienden hacia lo inexpresable, lejos de ti pero con mi voz como garantía, yo ocupo un cierto espacio. El juego nos fascina no sólo por su sensualidad, sino por la manera en la que da forma a uno de nuestros miedos más inmediatos: saber que tras el desvelamiento habrá algo. Saber que existirá una luz que nos permitirá aprehender el rostro del Otro, y por ende, re-conocerlo.
Como queda escrito, por ejemplo, en este encuadre:
El niño ya ha desvelado su mirada, y la cámara lo retrata a la derecha del plano. Comparte con el rostro de la primera niña su gesto enigmático, y a la vez, su hermosa relación con la luz. Está retratado en un leve contrapicado que muestra cómo su espalda es bañada por un dulce resplandor entre lo poético y lo heroico. Ese niño es dueño de su tiempo, dueño de esa mirada en la que los demás, afortunadamente, se encuentran.
De igual manera que el universo de la pieza se divide entre el exterior (brumoso) y el interior (luminoso), el plano se divide en dos espacios: el gris matérico donde no hay nada en la izquierda y la brillante caricia de la luz en la derecha.
Ciertamente, no todo es luz en la pieza de Baillie. Los niños también sufren —como lo hace cualquier niño— e intentan gritar. Corren de un lado a otro del encuadre. A veces nos miran de reojo. Quizá dudan de lo que la cámara espera de ellos. Dan forma su mundo redescubriendo los objetos: cigarrillos, vasos de plástico, dibujos, papeles doblados, un teléfono. Los niños conquistan el mundo, aunque su lógica nos llegue, necesariamente, desdibujada. A veces esa barrera se escribe de manera explícita en el encuadre:
Otras veces, simplemente, la cámara entabla un diálogo silencioso con la danza entre la luz y los cuerpos de los pequeños. El director tiene un problema asombrosamente complejo: debe, por una parte, dejar una distancia prudencial entre la radical subjetividad de cada uno de los niños para que ellos mismos puedan desvelarse en su propia verdad. En esa misma dirección, debe mantener una distancia en los mecanismos de empatía con el espectador: sería catastrófico que un simple tic melodramático destruyera la verdad de esos gestos y se convirtiera en un ingenuo panfleto emocional. Y, sin embargo, debe también permitir que nos acerquemos a ese ser-niño, a lo que nos une, a lo que nos ata éticamente con su mismísimo rostro. Cada plano debe ser leído como un abismo entre la distancia del yo-niño-discapacitado (indescifrable) y el yo-espectador-testigo.
Se nos obliga a experimentar la verdad de una comunicación, o como dicen las propias imágenes: a atender una cierta llamada.
05. EL ARENERO
Algunos de los últimos planos de la cinta están dedicados a mostrar el juego de los niños en el patio exterior. El director se apoya una y otra vez en la idea de la barrera para componer los planos.
Estamos siempre prudencialmente alejados del fluir de esa misma vida. Las huellas/cuerpos del encuadre están siempre remarcados con otro código, inalcanzables por las leyes mismas del deseo de la visión. Es otro de los muchos trucos que Baillie utilizará para remarcar el misterio mismo de todo lo mostrado. A veces la cámara se parapeta detrás de los arbustos, o en posiciones de cámara poco habituales para sacar partido de la división en términos del plano. No persigue el gesto concreto, sino que simplemente ordena aquello que deviene.
Y en el centro simbólico mismo del escenario, la presencia de un arenero.
Una de las niñas se pasea por su interior, duda, se tropieza, desmonta una pequeña edificación improvisada con sus pies. Su sombra danza sobre la arena, genera extrañas coreografías, se enfrenta incluso a la marcadísima luz que lo invade todo. Cada gesto sorprende a la vez por lo improvisado y por su fuerza poética, por la belleza con la que su cuerpo, simplemente, se mueve y se manifiesta. No hay trampa ni determinación en el simple recorrido de sus pies sobre la arena. Se trata simplemente de la luz. Se trata simplemente del tiempo. Se trata, consecuentemente, de las exigencias de la memoria —ya que no otra cosa es la arena, sino el ataúd mismo del tiempo.
Quizá por eso aquellos rostros rodados en 1962 no deben, no pueden desaparecer. Esa es quizá la verdadera inscripción del nombre de la cinta: Here I am. Estoy aquí, y precisamente por ser Otro y por encarnar un misterio, permaneceré más allá de lo que tú puedas experimentar como tiempo
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Coda. Mt, 25: 40
El cine gélido. El cine en el que no cabe un Otro.
En 1941, los nazis rodaron Dasein ohne Leben (director desconocido) para demostrar que había que exterminar a todos los discapacitados intelectuales, muy especialmente a los niños. Ellos nunca lo formularon así, pero en un niño se abren todos los horizontes de sucesos, es decir, en un niño cabe la posibilidad de que ocurra algo realmente inesperado. Ellos lo pensaron en términos ideológicos y en términos económicos. Desde entonces, el cine sabe que tiene un cierto fantasma dormitando en sus propias pisadas.
El cine gélido. Todas esas películas en las que no se conjura a un Otro. En las que se instrumentaliza al Otro. Películas que resucitan a los dinosaurios pero en las que no hay ni una sonrisa sincera, ni pizca de un misterio.
Tantos directores. Tantas minisalas. Tan pocos que se atrevan a mostrar —quiero cerrar el texto aquí— el misterio detrás de la verdadera sonrisa de un niño.