El curioso caso de Benjamin Button

Cuando tú vas, yo vengo

Preámbulo o Epílogo

La vida es ese lugar complicado donde siempre haces lo que parece que no tendrías nunca que haber hecho. Si no que se lo pregunten a Chenoa, al Che Guevara, a Shakespeare o La Chelito. Una complicada ecuación sensorial que legitima siempre (yo, campeón de la autoindulgencia, te lo digo a ti, que también tienes lo tuyo) la jugada acaecida, la decisión tomada, el hecho consumado. No es fácil saber hacer las cosas cuando no sabes muy bien lo que hay que hacer; en matemáticas, que son la verdad y  el lugar donde habita la paz, es mucho más sencillo realizar una operación que su demostración. Por eso ya que hablamos de demostraciones, de matemáticas, de operaciones, de la vida, del amor, de los circos y de los enanos, es un buen momento para acercarse a la última película de David Fincher, una reflexión madura sobre el fatum  hecha con optimismo y un sentido del humor que imbrica un discurso menos acomodado de lo que podría parecer/esperarse.

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Fincher en la encrucijada

El curioso caso de Benjamín Button busca lo imposible enfrentándonos a lo improbable. Quiere construir una historia que sea al mismo tiempo Historia pero con un material que gravita entre lo particular y lo colectivo, entre el relato soñado y la rutina personal de tener unos códigos propios ante/frente/bajo/con el mundo. Quiere hacernos partícipes de una historia demasiado individualizada que parte de un personaje que no tendría el menor interés si no fuera porque viene de donde viene y va hacia donde va. Por eso hay que olvidarse un poco de lo que estamos esperando contemplar y asirnos como si fuera por primera vez a la opción de ver una película diferente. Lo único malo es que no tiene tanto de diferencia en su fin como en los medios que la definen y caracterizan. Fincher se ve así preso y estandarte de la propia condición de una obra que se define a sí misma por la oposición de los factores que la conforman. Del videoclip entre piojoso y pijo de Alien 3 (id., 1992) y la madura reformulación de los paradigmas del thriller moderno (donde hizo buena escuela y malos alumnos) de Seven (Se7en , 1995) hay un sacrificio que no sólo está explicito en su obra si no implícito en sus obras (ambas, dos, sendas). Del sentido lúdico del sufrimiento y de la superación involuntaria del pasado más traumático de The Game (id., 1997) a la aceptación del presente como crisis, que quiere decir ruptura, que auspicia la necesidad de reinventarse cada vez que un Game Over finaliza tu partida en El club de la lucha (Fight Club, 1999). De la imposibilidad de protegerse a la imposibilidad de descubrir, de las líneas maestras de Hitchcok a los agujeros geniales de Lang, de lo clautrofóbico de La habitación del pánico (Panic Room, 2002) a lo agorafóbico de Zodiac (id., 2007). De, como bien dice Javier Pulido, ser un director «antisociedaddeconsumo» en El club de la lucha a ser el más eficiente director de anuncios para grandes marcas globalizadoras. El curioso caso de Benjamín Button se enfrenta, hasta que llegue la película siguiente, a la que para mí es la obra maestra de Fincher, Zodiac, una tarea no demasiado sencilla a la hora de oponer conceptos, textos y contextos de la riqueza y la madurez de la odisea de Graysmith, Avery y Toschi al regreso a Ítaca como vientre materno del último guión del eficiente Eric Roth (El dilema / The Insider, Michael Mann, 1999; Munich, Steven Spielberg, 2005; El buen pastorThe Good Shepherd, Robert De Niro, 2006; y, sí vale, Forrest Gump, Robert Zemeckis, 1994)

Puntos de encuentro

Las dos trayectorias (las tres, si contamos la de Fincher) tienen puntos donde se unen momentáneamente antes de volver a dispersarse como es natural. El amor es caprichoso y volátil y no se acoge a ninguna lógica estudiada ni a ningún rigor ni científico ni del otro. El transitar de Benjamin recuerda al del Leonard de Memento, lo que pasa es que lo que a uno le faltaba en la película de Nolan es lo que aquí al otro le sobra. La memoria puede llegar a resultar una condena o una liberación (Leonard transforma la realidad para poder así consumar su venganza injusta pero justificada), pero al personaje de Fincher le da la motivación, la credibilidad y a Fincher el leiv motive para construir una oda al cine tal como a él le gusta entenderlo. Imágenes de postal, encuadres perfectos, música con pellizco y efectos digitales como para acabar con cualquier productora. Fincher les saca partido porque ante todo es un virtuoso que disfruta con los retos técnicos como en su momento Kubrick los hizo con los suyos. Todo parte de la imaginación que parte de un recuerdo que parte de un diario. Crear es recrear. Como en Big Fish lo hizo Burton, Fincher se autohomenajea al rendir tributo a los contadores de historias y lo hace incidiendo en la capacidad fabuladora de la propia técnica narrativa. Entonces es cuando el autor se reencuentra consigo mismo, cuando las piezas encajan y Brad Pitt y Cate Blanchett tienen la misma edad. Y cuando menos nos gusta la película. Fincher se da cuenta de la belleza y su concepción de la belleza hace del espectáculo un previsible y antiguo desfile de lugares comunes que no parecen pertenecer a una filmografía tan moderna como su repercusión. Es cuando la película se estanca como perjudicada por la armonía impostada de lo que solemos entender por felicidad.

Líneas de fuga

Pero tranquilos, porque pronto vuelve las aguas a su desborde. Fincher como buen tirador de faltas no lo es tanto de penaltis. Se le queda corta la distancia y se le va la potencia. Por eso son las líneas de fuga, las líneas maestras de su discurso. Y es magistral el prólogo del relojero ciego con un hijo muerto en la guerra. Y es fascinante la escena en la que, saliéndose del tono de lo demás, nos narra de manera virtuosa el accidente que acaba con la carrera de bailarina de Daisy. Y es paradójico el blanco y negro del hombre de los siete rayos al que le caen sólo seis. Y es esa parte entre trágica y cómica que le emparentan al Paul Thomas Anderson más raro de sus fugas en Magnolia (id., 1999) y Punch Drunk Love (id., 2002), es cuando sale a la luz el talento de este director minusvalorado en debates públicos y encumbrado en diatribas privadas. Fincher se crece en la adversidad y vuelve, como en sus mejores películas, a ser el perfecto glosador de batallas perdidas,el rapsoda de los fracasos cotidianos y universales, el que certifica que si algo puede salir mal es que algo está mal. Su obra está marcada por el fatum y su insospechada poética; todo es más bonito cuando un viejo ama a una niña, cuando una anciana le cuenta sus batallas en común a un mocoso desmemoriado. En esos momentos es cuando el relato fluye como contaminado por algo más grande que su propia estructura. Por eso los momentos en que la muerte está más cercana es cuando la vida se transforma en algo que nos une a una película y a una forma de hacer cine. Por este tipo de cosas, Fincher es un director especializado en paradojas, ya que él es una en sí mismo: el director que busca, el autor que no encuentra.

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Coda final o Prólogo

Terminado este artículo decidí que era el momento de desayunar como los campeones (tostada, café y zumo de naranja exprimida en directo) en un bar que está debajo de mi casa y en el que no es difícil encontrarme. Antes de ducharme acudí al cajón donde guardo mis calzoncillos y calcetines en estricto desorden de colores y formatos. Al fondo vislumbré parte de mi pasado más presente. Metí la mano y saqué ropa interior de mi exnovia, que olvidada se había quedado a vivir sin ella en mi casa. La observé durante un rato y me sorprendió su apariencia infantil. Entonces me di cuenta que a lo mejor ella se había ido porque seguía su camino y que cada vez sería más joven y más niña y más todo y que nuestros senderos ya se habían bifurcado irremediablemente en el mapa sentimental de nuestra vida. Yo hoy, sin duda, soy un poco más viejo.