Vendrá la revolución y será… aburrida
Hubo un tiempo en que, en charlas de cafetería, no resultaba descabellado defender la figura de Steven Soderbergh como la de un interesante/prometedor autor/artesano. A día de hoy, su filmografía y reputación han crecido tanto que, aún resultando pertinente una defensa de su carrera (al menos en cuanto se refiere a aspectos concretos de sus películas), parece menos claro de quién o en relación a qué habría que defenderlo; siendo difícil incluso, hacerse una idea precisa de quién es en realidad Steven Soderbergh y qué pretende lograr en Hollywood -amén de pasárselo en grande y ampliar su cuenta bancaria rodando entre amigos-. De todos modos, los pasos que conducen al director de Erin Brokovich (2000) o Bubble (2005), de un proyecto a otro, son lo suficientemente desconcertantes y sus resultados, lo suficientemente ambiguos, para que se plieguen con facilidad a una mera descalificación.
Llega ahora el cierre a ese ‘falso díptico’ en torno a la figura de Ernesto «Che» Guevara; la segunda parte de un film que sólo debía haber sido mostrado en un único bloque. Esta forzada escisión, plantea dudas sobre los condicionantes de un visionado fragmentario de la(s) película(s). Imágenes que deberían funcionar como eco de otras imágenes, en cuestión de minutos, lo hacen ahora con meses de distancia. En ese tiempo, ni las imágenes, ni nosotros podemos ser los mismos.
En este segundo bloque, las andanzas del «Che» por la selva boliviana funcionan como reverso amargo de la exitosa campaña revolucionaria cubana, plasmada en Che, el Argentino. Mostrando de manera eficaz que la misma solución no es aplicable a distintos problemas; y que donde antes se contaban logros (la relación con el campesinado y los partidos de la izquierda, por ejemplo) ahora se cuentan los fracasos. Con habilidad y economía narrativa se muestra la progresiva desintegración del grupo de guerrilleros y su inevitable peregrinaje hacia el fracaso. Uno de los puntos de interés de la película está en comprender que todo acto, incluso el revolucionario, pasa por una trivial cotidianeidad. Las dos partes del Che, muestran que para hacer la revolución es necesario saber utilizar las propias manos, ya sea para levantar un rudimentario campamento o para desgranar el maíz; o ser paciente, o que es necesario alimentarse correctamente, o que importan tanto las decisiones estratégicas: tomar una determinada posición, como las morales: ayudar a recuperar la vista a un niño. Siempre me ha parecido que la visión de un pequeño grupo de personas armadas, agazapadas en medio de la selva, o debatiendo sobre cuestiones políticas en un insignificante apartamento, tratando de cambiar el mundo, están a la misma distancia de resultar patéticas que sublimes.
En Che. Guerrilla, cada cosa está en su lugar. La fotografía, cuidadosamente desaliñada. El ritmo, moroso. La progresión narrativa, de manual. Las caracterizaciones, precisas. Si el encuadre necesita un objeto herrumbroso en primer término para reforzar la composición, la dirección artística lo sitúa al instante. Todo encaja. En el juego del cine, Soderbergh es un experto jugador. Ahora bien, si la cámara apunta a las copas de los árboles mecidas por el viento, tan sólo veremos eso: copas mecidas al viento. Ni rastro de aquello que señalaba Robert Bresson como «traducir lo invisible». La mirada de Soderbergh se limita a acumular, no revela ni transmite emoción alguna.