Sobre David Fincher (II)

Entre el cine y la tecnología

La imagen ya no es lo que era

El realizador brasileño Nelson Pereira Dos Santos decía hace poco  [1] que «la evolución del cine se debe a las ideas y no a los equipamientos. La literatura no mejoró por los ordenadores». A este respecto, resulta ilustrativo pensar en la imagen del otro cineasta brasileño Glauber Rocha cortando con sus dientes el celuloide previo a ser montado; un gesto que daba cuenta de la escasez de medios y que, sin embargo, no suponía un impacto negativo sobre la calidad de la obra. De hecho, el propio Rocha decía a propósito del cinema novo brasileño que «si es feo, irregular, sucio, confuso y caótico, es, al mismo tiempo, bello, brillante y revolucionario». Probablemente, si Rocha no hubiese muerto y comprobase de qué forma el cine ha evolucionado y en qué términos se ha dado una revolución en torno al arte cinematográfico, pensaría que la imagen habría alcanzado el grado más perfecto de ilusión. Al fin y al cabo, los paraísos creados digitalmente que forman parte de filmes como La venganza de los Sith (The revenge of the Sith, George Lucas, 2005) o The Spirit (Frank Miller, 2008) acaban haciendo más vulnerable a la imaginación, revelando las costuras de una tecnología cuyas inmensas posibilidades a veces no son correspondidas por el resultado final.

Poner en relación a la tecnología con el cine nos puede llevar a pensar en George Lucas —el primer erotómano de los efectos visuales— o en John Lasseter, que pasa por ser la figura que más interés ha depositado en esas migraciones estéticas que intentan definir el horizonte del cine. Pero antes que ellos, quizá el primer nombre importante que hallamos es el del discutible Stanley Kubrick. Esto es así gracias a la capacidad del realizador norteamericano por hacer de cada proyecto un nuevo reto, no sólo personal, sino a escala global, afectando al propio cine y a la percepción que de él pudiera tener su espectador. De este modo, si 2001. Una odisea del espacio (2001. A Space Odissey, 1968) supuso, a grandes rasgos, una ruptura paradigmática en la ciencia-ficción, también La naranja mecánica (A clockwork orange, 1971) sintonizó con la evolución de las costumbres. Así, la de Kubrick fue una carrera marcada por un cambio constante —en los materiales, en los intereses, en las formas— que repercutió, a cada nueva película, en el propio cine que se producía en la misma época.

Quizá porque la tecnología continua avanzando más rápido de lo que conseguimos intuir, el hallazgo visual exige un nivel tan elevado que el espectador sea incapaz de borrarlo de su retina. John Gaeta lo consiguió con su bullet-time y Weta Digital hizo lo propio con el massive, uno de los programas más utilizados para recrear masas en el último cine de acción. Pero el caso es que tanto los Hermanos Wachowksi como Peter Jackson no han conseguido —el segundo más que los primeros— superar la sensación de espectáculo de síntesis para ofrecer además un espectáculo emocional. Todos estos nombres no tendrían razón de ser si a continuación no dijese que David Fincher es, con tan sólo seis películas, el mejor exponente de realizador que armoniza la imaginación con la tecnología, la creatividad con las mejores herramientas para hacerla imagen.

Fincher

Los inicios de Fincher en la ILM [2] definieron, en gran medida, el interés del realizador de Denver por la tecnología. Su salto al mundo del videoclip le sirvió como campo de pruebas para ensayar su gusto por una estética ceñida al espíritu del tiempo —su Janie’s got a gun para Aerosmith—, para entrar en contacto con las grandes figuras del pop de principios de los noventa —Paula Abdul y Madonna— y para perfilar un discurso que pasaría de las imágenes al servicio de la estrella —en Forever your girl, de Paula Abdul— a las imágenes que cuestionan a la propia estrella y, años más tarde, dan cuenta de lo absurdas que podían llegar a ser ciertas modas, como la de hacer el Vogue, de Madonna. Por otro lado, su actividad en el mundo de la publicidad le grangeó, con el anuncio para la American Cancer Society, un gusto por el impacto, que el propio Fincher adoptaría como rasgo característico de un director que siempre ha tenido muy claro lo que supone figurar bajo el rótulo dirigido por.

La determinación de Fincher tras la cámara le ha llevado a ser considerado un realizador meticuloso, perfeccionista y capaz de dotar de una fuerza a la imagen que haga imborrables ciertos momentos de su cine. Ahora bien, todos estos detalles, que podrían decirse de Kubrick, Spielberg o, en líneas generales, de cualquier director que se preocupe por aquello que tiene entre manos, ¿de qué forma inciden para hacer de Fincher un director aparte? He aquí la tesis del texto: pensar en Fincher como la clase de artista que es capaz de esperar hasta que la tecnología, los medios de que dispone el arte, evolucionen, para llevar a cabo su nuevo proyecto. En 17 años, sólo seis películas y, a cada nuevo proyecto, un margen de ambición que genera un tiempo de preparación, rodaje y montaje cada vez más largo y minucioso.

El suicidio de Ripley, como metáfora de una franquicia al borde de la esclerosis, fue el inicio de una carrera cuyo primer jalón pasaba por redefinir en Se7en (1995) el canon del psycho-thriller, al borde de la muerte entre las buddy movies, el suspense erótico sin erotismo y todo villano que pudiese replicar a Hannibal Lecter. Con The Game (1997), Fincher daba la primera pincelada crítica contra el inmovilismo de ciertas clases sociales, que sólo pueden activarse a través de sensaciones extremas o desdoblándose —siendo, más que nunca, uno mismo— en un Mr. Hyde dibujado a golpe de John Zerzan en El club de la lucha (Fight Club, 1999). Con La habitación del pánico (Panic Room, 2002) y Zodiac (2007), el inmovilismo dio paso a la radiografía de una sociedad fragmentada en múltiples universos cuyo desconocimiento fomenta un sentimiento de miedo y sobreprotección, que acaba haciendo de los EE.UU. una habitación del pánico gigante en la que la vigilancia desmedida vuelve irresoluble cualquiera de los problemas que azotan a Norteamérica.

La imaginación de lo imposible

El cine de Fincher participa de la ambición por emplear el mayor número de recursos expresivos disponibles para conseguir poner en imágenes nuestras obsesiones. Para ello, Fincher se ha servido de la última tecnología -tanto, que aún se halla en tránsito de explotar sus posibilidades- para reconstruir toda una época en sus propios términos —el San Francisco de Zodiac—; ha dotado a su cámara de una movilidad tal que ha hecho, digitalmente, lo imposible posible —en La habitación del pánico—; y, en definitiva, ha demostrado cómo la tecnología se pone al servicio del arte para reflejar la convulsión social que ha transformado nuestra percepción de la vida en poco más de una década. Así, la detonación de las empresas de crédito con la que concluía El club de la lucha acabó, por una pirueta de la Historia, definiendo la asfixia de una sociedad pasada, la de los 70′ de Zodiac, cuyo sentido ha de ser buscado a partir del derrumbe emocional que empezó a palparse desde 2002.

Desde este punto de vista, la meticulosa representación digital de San Francisco no habría sido tan agobiante sin las herramientas de Digital Domain, que camuflan la ilusión de las imágenes generadas por ordenador, bajo una pátina de (falsa) realidad, que sólo hace que manifestar el desconcierto que envuelve un momento histórico en el que los límites entre lo que es y lo que no es se muestran excesivamente borrosos. Del mismo modo, sin el 11S nunca habríamos podido entender el efecto real tras la explosión final de El club de la lucha, cuya belleza estética ahogaba unas connotaciones éticas que sólo aflorarían cuando, tristemente, la realidad imitase a la ficción. En otras palabras, lo que hace atractivo al cine de Fincher es su capacidad por perfeccionar la fantasía hasta hacerla converger con la realidad, en tal grado que no seamos capaces de distinguir si las propias imágenes son reales o fruto de esa fantasía digital.

Lo interesante de Fincher radica en la fuerza de su discurso y de las armas que emplea para construirlo. No se trata exclusivamente de analizar las virtudes de la cámara digital Thompson Viper, sino de observar cómo, a través de su uso, Fincher ha conseguido ajustar su discurso al espíritu del tiempo. No sólo es cuestión de ver los efectos visuales de El curioso caso de Benjamin Button (The curious case of Benjamin Button, 2008) como un paso más allá, sino de percibir de qué forma sentimos más intensamente los cambios de edad del personaje y los juzgamos más naturales, como si hubiesen sido arrancados de su cotidianeidad. En síntesis, de entender el modo en que la última tecnología se integra en el esqueleto mismo de la historia y contribuye a su definición.

El curioso caso de David

En 1966, Susan Sontag escribía, entre otras cosas, sobre la fuerza expresiva de la ciencia-ficción, haciendo notar de qué forma, gracias a la creatividad y a la técnica, el cine iba progresando a la hora de dar cuenta de lo que, en esencia, era difícil poner en imágenes. La mayoría de los ejemplos seleccionados pertenecían a guiones-tipo de la ciencia-ficción y, en numerosas ocasiones, de producciones de serie B. Pues bien, en un registro parecido al de Sontag, me gustaría decir que mi interés era hacer con Fincher ese mismo tipo de análisis. Su labor tras la cámara reúne el interés del creativo que quiere enganchar a la audiencia con su nueva propuesta y la inquietud del técnico por mejorar sus armas disponibles para obtener los mejores resultados. Pero el hecho de que haya tanto espacio entre obra y obra, de que cada historia supere a la anterior y presente un acabado cada vez más estilizado, y de que cada nuevo filme alcance un grado mayor de definición, acaba acercando a Fincher al tipo de realizar que busca lograr tal intensidad con su obra que es inevitable inscribirla dentro de la propia Historia. Las historias de ciencia-ficción de los 50′ perfilaban, una tras otra, las proporciones de un desastre cuyo eco había que rastrear en los aires sombríos y antimodernos de la sociedad que estaba gestándose. A su manera, el propio Fincher, con una serie de películas que han continuado investigando en torno a las potencialidades expresivas del medio cinematográfico, ha hilvanado su producción sobre el tejido de una sociedad igualmente convulsa, cuyo aire conservador ha acabado cediendo ante una imagen, tan intensa y horrorosa, que le ha obligado a continuar su búsqueda de una definición que se ciña mejor al catálogo de sentimientos que dibujan la actualidad: miedo, paranoia, individualismo, alarma. Todos estos factores son, en parte, los que han conseguido que aún hoy se recuerden las reglas del club de la lucha, que la mejor actuación de Gwyneth Paltrow sea dentro de un paquete de Fed ex o que sintamos las puñaladas de las víctimas de Zodiac en el lago Berryessa como si nos las infligieran a nosotros mismos.

Es posible que Nelson Pereira Dos Santos tenga razón y que, como dicen algunos, el cine esté puerilizándose. El reto consiste en hacer uso de la tecnología de tal forma que no acabe imponiéndose sobre el resultado —como le ha pasado a Frank Miller en su Spirit—, sino que lo haga aún más intenso, porque nos recuerde la forma en que el arte y la tecnología pueden alcanzar a poner en imágenes la realidad. Al fin y al cabo, una película tan aparentemente clara como Zodiac no deja de contener más de un 90% de planos retocados digitalmente; el hecho de que no nos demos cuenta no sólo habla del buen hacer de los creadores de efectos, también apunta hacia lo compleja y oscura que puede ser nuestra vida y, en fin, hacia lo sencilla y banal que en ocasiones queremos hacer de ella. Porque en cada nuevo proyecto reta a las capacidades expresivas del cine, David Fincher es el mejor cineasta de su generación.


[1] En http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=11029&num=884&sec=38

[2] Como ayudante de cámara en El retorno del Jedi (The return of the Jedi, Richard Marquand, 1983) y cómo fotógrafo de mattes en La historia interminable (Die unenlidche geschichte, Wolfgang Petersen, 1984) y en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the temple of doom, Steven Spielberg, 1984).