John Cassavetes: Claroscuro Americano

John Cassavetes. Claroscuro americano, editado por Ediciones JC y ya disponible a la venta, es la visión del cineasta norteamericano desde el particular estilo del escritor Israel Paredes (Madrid, 1978), compañero de aventuras en Miradas de Cine y colaborador de Versión Original, Clarín, El Círculo de Montley, Dirigido por… Es autor, entre otros, del ensayo Imágenes del cuerpo (Filmoteca de Extramadura y Ocho y Medio, 2007) y la novela Un mundo revivido aún inédita. Presentamos a continuación, en exclusiva, un fragmento de la introducción del libro.

Si John Cassavetes hubiera sido europeo en vez de americano, la cosa habría sido diferente. No hay duda de ello. Su primera película, Sombras (Shadows), la rueda entre los años 1957 y 1959; en esos años, en Europa, han aflorado los llamados nuevos cines; y en esas mismas fechas se han rodado, por citar un puñado de títulos, Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l`échafuad, 1957) de Louis Malle, Paris nous appartient (1958-1961) de Jacques Rivette, Al final de la escapa ( À bout de souffle, 1959) de Jean Luc Godard, Los cuatrocientos golpes (Les 400 coups, 1959) de François Truffaut, Hiroshima mon amour (1959) de Alain Resnais, Mirando atrás con ira (Look back in anger, 1959) de Tony Richardson, Los golfos (1959) de Carlos Saura, La dolce vita (Id., 1959) de Federico Fellini, El desafío (La sfida, 1959) de Francesco Rosi, o Il tempo si è fermato (1959) de Ermanno Olmi. Todas ellas tendrán bastante más éxito que la película de Cassavetes y sus directores, cada uno con su problemática y su trayectoria, disfrutarán de un mayor beneplácito que el que tendrá Cassavetes en su país. Por algo, será en Europa donde mejor se le trate. El ambiente cinematográfico es otro. Hay más apertura para el cambio. En Norteamérica no había un cine de papá contra el que luchar, pero sí una fuerte industria asentada donde los códigos estaban fuertemente controlados. Y Cassavetes decidió luchar contra ello.

Una lucha de titanes.

No, no hay duda, si hubiera sido europeo, todo sería diferente. Su cine, posiblemente, habría sido de otra manera. ¿Cómo? Es difícil de saber. Pero la fuerza que emana de sus películas, su estilo, cada fotograma rodado, no podría haber sido rodado en otro lugar que no fuera Estados Unidos. Como hijo de emigrante tenía tres opciones a la hora de hacer cine: aferrarse a sus orígenes, abrazar el país que le acogía o intentar aunar ambos; él eligió el segundo. Sus orígenes griegos nunca son preeminentes en sus películas, pero sí lo es el intento, descarado e incisivo, de retratar a la burguesa clase media americana, desmontando el famoso american way of life y mostrando lo que esconde realmente bajo sus fauces. Algo extraño para alguien que adora el cine de Frank Capra. O no, si se mira con detenimiento su cine: bajo la desesperanza, siempre hay un cierto halo de optimismo.

A diferencia de sus coetáneos europeos, Cassavetes no es un cinéfilo; no es un hombre que llegue al cine cual creyente que desea devenir en profeta; no posee una enciclopedia mental de planos y encuadres; le importa un bledo si el travelling es una cuestión moral; su primer acercamiento al mundo del espectáculo surge cuando decide ingresar en una escuela de interpretación donde le han dicho que es muy fácil conocer mujeres; así de trivial y vital. Y significativo. Llegará a ser director casi de modo casual, aunque, en realidad, lo que a él le gustaba es inventar, escribir. Escribía y escribía sin parar. En él siempre existía la necesidad de comunicar algo. ¿El qué? Sentimientos. Su cine, lejos de retóricas o manierismos técnicos, es esencialmente emocional. De ahí que muchas de sus películas no aguanten comentario secuencial alguno. Su deseo era que cada encuadre, fuera como fuera, tuviera el mayor grado posible de emoción y sentimiento. La técnica era un medio, que aunque no obviada, sí pasaba a un segundo plano. Importan los sentimientos, no la arquitectura visual de la película. En sus películas no construye formas sino que da cabida a las emociones.

Como actor, sus principales problemas con los directores provenían de la importancia que éstos solían dar a la puesta en escena en detrimento de los actores. Según se mire, algo lógico. Pero Cassavetes tenía una idea muy propia y diferente de cómo hacer una película. De ahí que decidiera realizar una. Casi por molestar, por demostrar como se podía hacer de otro modo. Para él los actores son lo más importante, llegar a convertirlos frente a la cámara en personas reales, cuyos sentimientos y conflictos fueran vividos abruptamente. No quiere arquetipos, quiere seres humanos. Siempre lo tuvo claro. Su cine es en extremo humanista.

Su acercamiento a los problemas del momento, a personajes que no solían tener lugar dentro del cine comercial, le emparejan con sus coetáneos europeos; la diferencia estriba en que él se mantuvo toda su carrera dentro de esas ideas, sin caer en otras consideraciones teóricas o en abrazar el cine de papá contra el que se había luchado. Siempre creyó en lo que hacía. A contracorriente. A quemarropa. Arruinándose. Poniendo en peligro su vida privada. Luchando contra todo el mundo por aquello en lo que creía. En este aspecto, su padre, emigrante que combatió en la vida cotidiana para trabajar y aprender en un país extraño, dejó una honda enseñanza en su hijo. Debía realizar un cine que hablara por aquellos que no tienen voz, fue lo que su padre le dijo. Y él le hizo caso.

El problema surgió cuando emprendió ese camino dentro de una industria que no tenía demasiado interés en hacer lo mismo. Pero lo consiguió. Su vida, como podrá leerse en las páginas sucesivas, es un constante ir y venir en busca de dinero, de distribuidores; un intento incesante de hacer las cosas a su modo. Logró sacar a flote todo aquello que emprendió hasta que su enfermedad fue demasiado como para seguir luchando en dos frentes. Incluso, con su cuarta película, Rostros (Faces, 1965-1968), obtuvo un éxito sin precedentes dada su naturaleza independiente y amateur.

Pero aún así, siempre le quedó un resquicio de decepción. Cuando se habla del pintor Van Gogh, la etiqueta de maldito está servida: ya se sabe, en vida nunca vendió un cuadro; de ahí que suela ser colocado como ejemplo de artista que trabaja l`art pour l`art; pero la realidad es que durante toda su vida se volvió loco intentando venderlos. Algo similar ocurre con Cassavetes. Cineasta independiente, sí, pero siempre quiso lograr una suerte de imposible matrimonio: realizar películas de bajo presupuesto dentro de un estudio. Lo consiguió con su segunda película, Too late blues (1961), pero no quedó satisfecho. Sus propuestas siempre eran encuadradas dentro del llamado cine y ensayo, término que no siempre fue de su agrado, y que en Norteamérica era un tipo de cine con escasa tradición. No era el lugar, sin duda. Pero él decidió seguir por su cuenta. Asumió los riesgos y siguió hacia delante.

Los resultados, ahí están. Su cine puede o no gustar, pero no deja indiferente. Sus propuestas son sencillas pero radicales. Suele hablarse de él como cineasta complicado, pero sus películas son extremadamente sencillas: son lo que son, no hay dobles interpretaciones, ni metáforas; se intenta ver en muchos casos elementos que no están, como si diera miedo esa sencillez. Lo único complicado que subyace son los propios personajes, sus conflictos. Y lo son, no narrativamente, si no porque transcriben con doloroso descaro las propias vidas de los seres humanos. Cada uno es cada cual. Por supuesto. Pero algo de sus personajes, aunque sea algo nimio, se encuentra en cualquiera de nosotros. De ahí que a más de un espectador sus películas le parezcan desagradables: no gusta el verse retratado; es preferible alejarse de aquello que se representa, sobre todo si no es amable, para sentir que uno es todavía feliz. Pero la vida, creo yo, no es así. Hay de todo, y así lo representa Cassavetes.


© Israel Paredes y Ediciones JC. Texto reproducido con permiso del autor.